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Mi menor
Es que no sé tejer, no sé hilar, no sé remendar los agujeros que se forman cuando la voz se quiebra, cuando la respiración se rompe, cuando las letras se mueren. Bajo el cielo infinito me cuestiono palabras sin orden, sin tilde, sin razón, las escribo con pulso tembloroso en esta memoria indiscreta y confusa buscando una dirección tal vez, un destino. Mis ojos revuelan sobre los recuerdos y solo puedo mirar los haces de luz que se cuelan entre las nubes y ruego que rieguen los cadáveres de las rosas porque hasta la muerte alimenta la tierra. Mis pies no siguen ningún ritmo, salvo el de mi corazón agitado, saliéndose del pecho, palpitante, furibundo, hundido en la oscuridad de la tierra húmeda que cubre mi cuerpo. Avanzo, me desvanezco, me fundo con el éter, lo inundó todo mientras me vuelvo nada. Soy débil, mis labios se colorean de púrpura terciopelo y mis ojos se despiden de la luz, la voz se queda atada en mi garganta y entonces ese silencio que circunda mi cuerpo, ensordece mi interior a gritos, me desgarra las entrañas y me condena a la imposibilidad del olvido.
Paula Rozo Penagos
El abrazo
Dicen que los muertos salen, y que andan como si nada por ahí. Eso le pasó a Carmelo el otro día, cuando se encontró a su tía sentada en una mecedora en la terraza de su casa, esperando que llegaran a darle el feliz año. Se restregó los ojos con incredulidad y le devolvió el saludo de manos que le hizo su tía. Se acercó con sorpresa, pensó que en algún momento iba a desaparecer. Cuando la tuvo en frente, ella le preguntó que por qué se había demorado tanto, que llevaba todo el día esperándolo, mientras Carmelo le pedía su abrazo de feliz año. Su tía se inclinó en la mecedora, extendió sus manos y se unieron en un abrazo prolongado. Ahí se quedaron, hasta la eternidad, y en ese momento Carmelo despertó.
María Jimena Padilla Berrío
Reciclar
Un mendigo con barba enmarañada se acerca al contenedor de cartón. Mete medio cuerpo, las piernas esqueléticas le cuelgan, un zapato se le cae. Va sacando los cartones plegados y los lanza al suelo. Encuentra cadáveres de conejos en una caja de zapatos, media Biblia quemada, unos brazos cortados de muñeca o de niña, y una almohada con piojos… Luego va al contenedor de vidrio, mete la mano y saca media botella de orujo blanco… Se pone el zapato que está en el asfalto. En el árbol de enfrente hay un par de sillas marrones, una mesa plegable y un juego de ajedrez con sus respectivas fichas en una bolsa. Arrastra las sillas y la mesa y las coloca en medio de la acera. Se sienta y bebe de la botella, mientras juega. Por su lado pasa una anciana, lo mira con discreción y lo esquiva. Luego, pasa una mujer rubia de ojos verdes, lo mira, sin disimulo. Él levanta la vista y le grita «¡putaaa!». La mujer camina rápido y desaparece al torcer la esquina en cuestión de segundos. «No sé qué tanto miran, no lo pueden ver a uno sentado tranquilamente en su casa» —piensa…
Verónica Bolaños
Instrucciones para rebanar
Para un evento tan poco agradable, lo mejor es tener una preparación previa. Ponga una buena canción. Estire sus dedos. Abra el cajón como si se tratara de un portal secreto, pues nunca se sabe qué tan fuerte será su víctima. Escoja la más blanquita y brillante. Póngala sobre la mesa. Deberá quitarle la primera capa de piel sin contemplación. Cójala por el rabo lo más fuerte que pueda; ella intentará escabullirse de sus manos. Luego, tome su cuchillo favorito y haga una marca que le indique dónde empezar a cortar; por supuesto, debe haber escogido el tipo de corte previamente. Cuando lance el primer sablazo, sea contundente y rápido. Intente evitar las lágrimas. Cantar ayuda. Recuerde que su objetivo es rebanarla y llevarla al fuego. Después de la cebolla, tendrá que hacerse cargo del conejo.
Catalina Cortés Buitrago
Imaginación
¿Puedes imaginar lo difícil que es detallarte, para poder escribir algo conciso sobre ti, sin que se vea raro o te puedas sentir incómoda? Tal vez sea por mis desvelos, pero siento que la respiración me falta, y se me dificulta verte. Como si por cada vez que intentara mirarte, Morfeo jalara mis párpados, hacia abajo, con fuertes cadenas. Me llamó la atención tu cabello, tu saco blanco. No diré que eres un ángel. No porque el cliché esté muy gastado, sino porque a mis ojos no encuentro nada con lo cual comparar tu belleza. Apenas si veo tus ojos, pero desde aquí ya puedo sentir una fuerte intriga, por conocer su brillo más de cerca. Creo que el movimiento de tu falda es lo más cercano que tendré de ver el movimiento de las olas. Me gusta el tono de tu piel. Como primera impresión, casi me dejas sin palabras, pues justo en este momento solo te puedo ver a ti, como si todo a tu alrededor estuviera desenfocado. No sé tu nombre, pero no lo necesito, me bastan tus ojos, y la idea de que existes para intentar plasmar una imagen de ti en mi cuaderno.
Sebastián Henao Sandoval
Pi, infinito
Se escucha ese «pi» infinito, tan irracional que perfora mi cabeza. Tu vida se apegó al trino agudo de la máquina antes de esfumarse. Me advertiste de no conectarte; que los aparatos terminan de joder al cuerpo y que en el umbral de la muerte no se necesita tanta ciencia. Conocías mucho de ucis, para ti eran tortura, un alargue innecesario. Los médicos solicitan mi permiso para desconectarte... No te hice caso y ahora te doy la razón. Retiran mangueras, cánulas, electrodos, catéteres. ¡Perdóname papá! El continuo «pi» me ensordece y pido lo silencien. La enfermera responde dándome la espalda: —Hace diez minutos apagamos todo, es tiempo de marcharse—.
Ricardo Moreno Prieto
La despedida
El llamado de la madre interrumpió el juego. “¡Niños! Vengan a decir adiós a su abuelo”, gritó en un tono dulce que intentó maquillar su desasosiego ante la proximidad de la muerte. Los dos pequeños corrieron de inmediato hacia la habitación. De pie, a un costado de la cama, recargados sobre sus codos, miraron expectantes al anciano. En cualquier momento su madre les diría, como al final de cada día de visita: “Den un beso de despedida a su abuelo” .
J. Octavio Pineda