El Magazín Cultural
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La Esquina Delirante LXXXIX (Microrrelatos)

Este espacio es una dentellada a la monotonía mediante el ejercicio impulsivo y descarado de la palabra escrita.

Varios autores
16 de octubre de 2021 - 05:21 p. m.
Bienvenidos todos los microrrelatos a laesquinadelirante@gmail.com, máximo 200 palabras.
Bienvenidos todos los microrrelatos a laesquinadelirante@gmail.com, máximo 200 palabras.
Foto: PXFUEL

Te vi

Te subiste al asiento del conductor de tu carro justo a tiempo. Despertaste a las seis de la mañana y planeaste un día largo en el trabajo. Poco a poco detuviste el carro al encontrarte con el semáforo. Tus ojos aprovecharon para reparar en las piernas largas de una mujer que llevaba una falda corta y blanca. Moviste tu cabeza como si quisieras ver lo que escondía la falda. Llegaste a tu oficina, saludaste a tu compañera de trabajo con un abrazo, pero la mano que inicialmente se posó sobre su cintura bajó de más. Pasaste toda la hora del almuerzo viendo los labios de la secretaria envolver el tenedor mientras los imaginabas en ti. Cuando te quedaste hablando con tu compañera, pusiste tu mano sobre su muslo desnudo mientras ella se removía incómoda en la silla. Una parte de ti notaba su incomodidad, pero no te importó. Como cuando aquella otra mujer te rogaba que te detuvieras y no lo hiciste porque la estabas pasando muy bien, no escuchaste. Te he visto más de una vez haciendo lo que quieres porque sabes que nadie va a detenerte. Sabes que no está bien, sabes lo que estás haciendo, pero no te importa; no te importa hacer daño, ni mucho menos que yo te haya visto haciéndolo.

Sofía Avendaño

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Entre vinos y margaritas

Nada pasó.

O de pronto sí.

Pasó más de lo que esperaba, fueron horas hablando, riendo, comiendo y planeando viajes. Incluso lloré y él me abrazó.

El amanecer nos alcanzó mientras sus manos tocaban el piano y mi mente se sumergía entre la melodía.

Nada pasó, pero volvería a perderme entre vinos y margaritas junto a él.

María Catalina Cruz González

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Danza ritual

La percusión suena monótona y cansada. Las amazonas danzan fogosas. La sacerdotisa, cubierta de colores refulgentes que varían entre el azul y el verde, entra en trance para comunicarse con la deidad del río. Las mujeres cantan coros con plegarias efusivas para que surtan efecto: el fin de la sequía. La sacerdotisa cierra los ojos, su pecho vibra. Los pies descalzos golpean la tierra con mayor fuerza. El ritmo aumenta, la tribu se precipita al paroxismo. La mujer recibe un mensaje. Se desmaya, dichosa, en la mitad del círculo. El ritmo se apaga. La tribu siente un plácido cansancio. Silencio.

Las dos niñas y la mujer se detienen un instante. El grito de la urbe —voces, bocinas y motores— devora el silencio. La mujer hace una mueca y las pequeñas retoman la danza. Se acerca al equipo de sonido. Oprime un botón y la música renace. Del cielo comienzan a caer unas gotas pesadas y grises. Los transeúntes cruzan la acera, cubriéndose de la llovizna, mientras ven a las tres mujeres harapientas con lástima, indiferencia y asco. Alguien deposita unas monedas en un pequeño recipiente que no distrae a las bailarinas.

Ninguna sonríe.

Andrés Felipe Torres Cortés

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No más

Crecí convencida que las telenovelas me esperaban a la vuelta de los años, pero el tiempo tomó un atajo, extravió el camino y me llevó a otro mundo obligándome a dejar abruptamente la infancia para crecer prematuramente entre viejos y pervertidos.

No conocí príncipes azules, mi vida se redujo al interminable rebusque diario. Como cada noche, cansada de vagar entre las calles, marco el primero y único número de mis contactos: ¡Mamá, ya no aguanto más!

Su respuesta me devuelve la resignación necesaria para soportar otra jornada.

—Ya sé que es asqueroso, que ni se bañan, que te tratan como a una cosa, pero piensa en tus hermanitos que no han comido hoy. A ti, al menos, todavía te contratan.

PATHOS

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