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Palabras
Juntamos palabras. Sílabas, versos, oraciones, todo acumulado en esa argamasa. Unimos un artículo, un sujeto, un verbo. Intentamos encontrar un sentido, expresar lo inexpresable a través de un código que de ninguna forma es común. Nuestra boca despide palabras: mi mamá me mima, mi mamá me ama. Pretendemos organizar el desorden en nuestras cabezas, poniendo la basura en forma de lenguaje. Pero, al final, siempre se pierde algo; entre cada letra, cada espaciecito, una pizca de sentido simplemente se va al vacío y nunca más se recupera. Entonces surge el malentendido, que de ninguna forma es un error: el lenguaje ya es un error, las palabras son incomunicables. Así, llegamos a la dislexia generalizada: no existe un código común entre los humanos, no existe tal cosa. Entre ojear y hojear, qué terrible diferencia. Solo nos queda balbucear, como infantes; un intento por hacernos entender en medio de la nada, na-da, nada.
Cristian Gutiérrez
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Problemas de una Karla
—¿Cuál es problema? —pregunto al joven.
—Tiene hormigas dentro —dice el especialista, mientras apunta en las observaciones: “Hormigas salen del equipo”.
Le dan mantenimiento a la máquina, pero se vuelve a atiborrar cuando escribo en ella. Y es que por mi brazo cruzan las hormigas, que emergen de mis orificios nasales, hasta llegar al teclado.
Karla Barajas (México)
Canelo
Maradona colombiano, le decían los viejos, aunque para nosotros era un Messi, en ocasiones un Cristiano. Canelo (su apodo, porque nunca supimos su nombre) llegó a Cochabamba desde algún remoto pueblito del caribe colombiano. Gracias a sus goles y regates, nuestro equipo, casi siempre último en los torneos, había pasado a la final del interbarrial infantil. Nuestra escuadra era un desastre, pero con Canelo, nuestro Pelé, nuestro Maradona, nuestro Messi, teníamos asegurada la victoria.
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Recibimos la noticia cuando quedaban menos de veinticuatro horas para el juego: Canelo estaba muerto. Algo sobre su padre, un borracho abusador. Lo había golpeado hasta matarlo o algo así; no sé, no quiero recordarlo.
Y pese a todo, al día siguiente estábamos en la cancha, frente a un equipo que, sin Canelo, nos parecía la selección brasilera del setenta. Un súbito coraje se apoderó de nosotros, quizás infundido por el espíritu de Canelo; no sé, no creo en esas cosas.
Rugimos, decididos a ganar; por nuestro compañero, por nuestro amigo, por nuestro Canelo. Perdimos once a cero. De rodillas en medio de la cancha, con lágrimas de ira corriéndome el rostro, arranqué un manojo de hierba que arrojé a un costado mientras maldecía a Canelo.
Mario S. Portugal-Ramírez
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Regadas con el agua del amor
Palabras y gritos desagradables acabaron rompiendo los hilos del amor. Sabino se quedó solo, pero, en el fondo, esperaba el regreso de Flora. Por eso, se levantó temprano a empezar su tarea. Se dirigió al patio bordado de verde en el que sembró troncos de rosas blancas y los regó con el agua del amor.
Azucena le gritó:
─Es una tontería, pero nunca van a florecer.
─¿Por qué?
─Porque las rosas blancas no se cultivan por estos terrenos.
─Sí pegarán y estarán florecidas para cuando Flora regrese a casa.
Al rato, pasó Abel.
─Te vas a quedar con las ganas, pero esos troncos jamás florecerán.
─No eres el único que me lo ha pronosticado. Pero a ti ¿qué te hace pensar así, Abel?
─Mi experiencia, Sabino, las rosas blancas se siembran en junio o enero y tú las sembraste en abril.
─No importa, abril será la primavera para nosotros y la gozaremos.
Cuarenta días después, sus amigos se sorprendieron de la luz blanca del patio y se asombraron cuando vieron a Flora con el ramo de rosas blancas entre sus manos.
14 de octubre de 2019
Santa Marta, cerca del mar. Martiniano Acosta
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