:format(jpeg)/cloudfront-us-east-1.images.arcpublishing.com/elespectador/EQYNQVYHAZFCTAMPCR3HORZLA4.jpg)
El crimen verdaderamente perfecto
Asesiné al sepulturero.
Lo hice con la misma pala
Sigue a El Espectador en WhatsAppque él empleaba
para excavar las tumbas.
Todos saben que lo maté,
pero como tomé su lugar
nadie ha dicho nada.
Álvaro Pérez
Le sugerimos: Las máscaras de los “valientes sin rostro” de la Primera Guerra Mundial
‘Largo penar’
Comenzó a asomar su cabeza lentamente por entre la cavidad cálida y sangrante. Era empujado desde adentro, pero afuera, unas manos también lo ayudaban a salir. Su cara ya estaba expuesta a la luz. Bastaba una sola fuerza, un empujón más y el plan habría salido perfecto.
¡Señora, espere! ¡No puje más! – gritó el doctor.
El hombre tomó unas pinzas y cortó el cordón umbilical que se encontraba amarrado al cuello de Arturo, como lo llamaron en esta vida. No pudo evitar su salida y tuvo que aplazar su muerte. Felipe Lozano
Le invitamos a leer: Margarita Londoño Vélez: entre bloqueos, pérdidas y escritura
Niño radiactivo
—Chinga lléveme esta bolsita a la tienda del mono y no se vaya a demorar que lo necesito para otra vuelta.
El niño permaneció callado asintiendo con la cabeza, estirando sus manos agarró el paquete y salió a cumplir su misión. Minutos después y sin advertir los peligros de su labor salió corriendo hacia un destino inevitable. En el camino miró de reojo a la policía que estaba justo en la esquina contraria, un par de tombos encarnizados pidiendo cédulas y requisando a todo el que pasaba por su lado. La chinga cruzo la calle en pura y unos metros más adelante aterrizó en la tienda del mono, quien asomó detrás de la barra y le indicó que pasara, se miraron fijamente e intercambiaron las encomiendas sin decir ninguna palabra, su comunicación casi siempre era telepática. Un silencio mortal sellaba el trueque entre ambos.
Rodrigo D
Le puede interesar: ¡Qué clase’ e nota tiene Edy!
¿Qué podría decirte que no supieras ya?
Mi artífice mulata, de amores baldíos y de ímproba humildad.
Me hiciste adicto al dulce de tus labios, a la suavidad de tus manos con las que acaricias el cielo.
Sería tan fácil hacer de tu cuerpo un papiro y de mi boca tinta y plumero. Convertir tus caderas en arrecifes y mis manos en veleros que ansían navegar por tu sangre, por tu cutis de durazno.
Durante la noche mi cuerpo se desvive por enredarse en tus te quiero, y despertarnos con el alma desnuda.
Que irónico contraste cuando enajenados por la pasión de un beso pasas de caperuza a loba, de miedo a lujuria.
En medio de la penumbra las ganas no se hacen esperar, y al tiempo que tus piernas abrazan mi cintura, nuestras manos nos despojan los miedos.
¿Qué es un beso? Si no el acto más púdico y violento de toda nuestra existencia.
Sebastian Henao Sandoval