El año pasado en Estados Unidos, los investigadores descubrieron datos impactantes sobre nuestra actitud ante la anticuada práctica de leer. Hace décadas se les venían preguntando a los adolescentes que escogieran entre una de estas dos opciones: “casi nunca leo un libro” vs. “leo todos los días”. El “casi nunca” pasó en 1985 de 15% a casi 50% en 2024, mientras que el indicador “leo todos los días” pasó en los mismos años de 35% a casi 10%. En el 2018, cuando el presidente Santos terminaba su período, bajo estos sueños románticos de los políticos de convertirse en “educadores”, hizo una gran encuesta nacional de lectura. Resultó que éramos una nación de lectores voraces. Lo que no nos dicen con claridad es que dentro de los datos estaban incluidos índices de lectura de memes en los celulares y similares bajo la denominación “soporte digital”, algo así como si en la canasta familiar incluyésemos la Bon Bon Bum.
La verdad es que somos uno de los países con peores índices de lectura no sólo de la región, sino del mundo, por no hablar de la comprensión de lectura de nuestros niños que queda evidenciada en las pruebas internacionales como PISA y OECD en las cuales hemos ocupado lugares cercanos a Afganistán. ¿Por qué es fundamental para una sociedad de cierto nivel de complejidad la lectura ya no de memes, sino de realidades estructuradas de manera más extensa en los libros? ¿Se trata de un rezago romántico de quienes amamos el olor del papel? Cuando se mira de esta manera, la lectura es equiparable a esa vieja tecnología innecesaria que ha devenido una afición como la de montar a caballo o hacer fuego frotando dos pedazos de madera.
Pero la revolución del libro permitió algo único que comenzó con la imprenta de Gutenberg y se consolidó en el siglo XVIII al crear el hábito de la lectura: la voz interior del que escribía, plasmada en símbolos en sí mismos silenciosos, se volvía apta para convertirse en la voz interior del lector. No hago acá una apología romántica de las vidas interiores compartidas. Lo que esta revolución permitió en últimas fue crear una fuente de pensamiento universal que era coincidente con las voces que se compartían. Al fin y al cabo, el pensamiento puede considerarse una voz interna que sólo a veces necesita una expresión exterior. El poder tener ideas de otro como si fueran mías, reproducibles por mi propia voz, fue a mi modo de ver uno de los aspectos más revolucionarios de la popularización de la lectura a la cual hemos aludido. Esto transformó la literatura producida, incluso la filosófica. El auge de la novela con su narración a menudo en primera persona que detallaba una experiencia personal del mundo; la idea de confesión y de ensoñación tan comunes en el pensamiento de Rousseau, se tomaron la imaginación de los lectores. No es de extrañar que la palabra “subjetivo” para el siglo XVIII llegara a referirse a una serie de ideas y de experiencias que de manera no pública eran sin embargo compartidas por todos los seres humanos. Había por primera vez en la historia de la humanidad un trasfondo de la experiencia humana que no era de una sola persona. La lectura fue la prolongación y exacerbación de una serie de habilidades que nos pertenecían desde las antiguas sociedades de cazadores y recolectores del neolítico: la apropiación de un conjunto de realidades o símbolos que volvemos propias para transformar y regresar al mundo a manera de nuevos símbolos, realidades y comportamientos.
Pero claro que no fue el único aspecto que la lectura revolucionó. Poco pensamos que el libro permitió una revolución expositiva que no logramos sin él. Considérese qué limitadas son las ideas expresadas oralmente. Se confinan a unas pocas ideas o argumentos. Si exceptuamos la tradición oral de obras como la de Homero en la antigüedad griega, que como en el caso de la Ilíada por siglos fue un poema cantado y no escrito, la complejidad de las ideas que requiere nuestra civilización demanda libros en los que se pueda seguir el hilo de un pensamiento de manera variada y extensa de la página uno hasta el final del texto, una proeza que la exposición hablada, como lo hemos dicho, no lograba. En este sentido, el libro y la lectura también permitían la adaptación de las ideas al tiempo de cada cual: el libro lo tomo, lo dejo, lo retomo, regreso a él cuando así lo deseo. Es por ello que según Martha Nussbaum, el libro es realmente un sucedáneo de la experiencia vital.
La gran pregunta de qué pierde la civilización con la lectura fragmentada y parcial que ha venido a sustituir al libro encuentra una respuesta. El fragmento, el módulo y la comprensión parcial derivada de la lectura de memes, breves inscripciones bajo un video o fragmentos no puede suplir la lectura del texto en su integridad. Imagine por un momento intentar entender la teoría de la relatividad a través de memes, el psicoanálisis en Instagram o la Crítica de la Razón Pura si nunca se hubiera escrito a manera de libro. La exposición de ideas parciales simplemente no logra suplir la complejidad que requiere una sociedad tecnologizada y democrática
Claro, tenemos mecanismos propios de la inteligencia artificial capaces de hacer resúmenes y poner en una serie de “bullets” todo los antiguos y extensos mamotretos. ¡Qué maravilla! ¡Una adaptación a nuestra ocupada forma de vida! Pero acá vuelvo con una idea de Nussbaum: leer un libro es la experiencia de leer un libro. Resumirlo se asemeja a ir a Acapulco de vacaciones a través de unas gafas de realidad virtual, o a dormir rápido. Son propósitos “autoderrotadores”. Y sin duda la complejidad de nuestra forma de vida, por no hablar de la libertad de pensamiento y acción, las cuales ya se han visto reducidas a través de la defensa de la “iliteralidad” de los extremos políticos de derecha y de izquierda, no sobrevivirán a una generación post-literaria que deseche el libro.