El viernes destruyeron, incendiaron, y saquearon cuanto edificio se encontraron. El gobierno no lo podía creer. Algo —ni idea qué— les había hecho creer que nunca los verían estallar de una forma tan estruendosa (después de todo, ¿no se había demostrado en el pasado que no había turba lo suficientemente grande para ser controlada?). Pero no. “La chusma estaba dedicada al pillaje y la depredación”. Después de todo, la “chusma” era más olla a presión que “chusma”. Años y años de hacer que los campesinos se reventaran a machete limpio por un partido, eventualmente, pasó su cuenta de cobro. Obreros marchando por el centro de Bogotá, gritando con un terrible dolor la muerte de esa figura que había sido Jorge Eliécer Gaitán, le recordaban al gobierno que hasta ellos eran capaces de hartarse.
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De las víctimas en piedra de esa fecha, sobreviven hasta nuestros días unos pocos en perfecto estado. Uno de esos es el edificio Vengoechea, vecino de la Luis Ángel Arango, obra de unos españoles que llegaron huyendo de la Guerra Civil. Ejemplos de unos menos afortunados, podrían ser esas casas del Cartucho, que desde la colonia era algo así como un Rosales pero de teja de barro, y que ahora son el patio de al lado del edificio de Medicina Legal.
Este último caso es algo espeluznante. Llega el nueve de abril, llega una población completamente colérica, y el barrio termina, con el paso del tiempo, convirtiéndose en una zona prohibida en pleno centro de la ciudad. El barrio finalmente fue demolido por Enrique Peñalosa en 1998, porque pensaba devolverle vida a ese espacio construyendo un parque. El problema es que, más o menos por la misma época de la demolición del Cartucho (nombre que viene de un apodo que le pusieron al barrio en tiempos del Virrey por estar decorado con bellas flores del jarro), salieron a la superficie sórdidas historias de lo que ocurría en los pasillos de las antiguas casonas (a esta fama contribuyó, en gran medida, una serie de documentales que sacaron unos cineastas japoneses que se rodaron por la misma fecha de la intervención al barrio). Obviamente ganaron las historias que se han ido descubriendo de la zona, porque el parque del Tercer Milenio es un pequeño punto en pleno corazón de la capital que los bogotanos evitan con mucho cuidado.
La cosa con muchos sobrevivientes, es que son más reanimados que sobrevivientes. Por ejemplo, retomando el caso del Vengoechea, nos encontramos con un edificio que, más que haber tenido buena suerte el día que mataron a Gaitán, la tuvo en 1990, que fue el año en el que lo compró el Banco de la República. Con esa compra llegaron reparaciones, limpiezas, y empleados del banco que ahora tienen su oficina ahí. Pero hay un lugar que sobrevivió al nueve de abril. Y realmente sobrevivió. No necesitó de reanimaciones ni planes de revitalización del alcalde. El barrio, por su cuenta, sobrevivió al magnicidio de Gaitán (y a un par de siglos más antes de eso).
Belén se fue consolidando en el periodo colonial como un barrio indígena. Sus habitantes se dedicaron a diversos oficios manuales (que en ese entonces eran vistos como oficios propios del equivalente a “chusma” del momento) que les permitieron aislarse del resto de la ciudad. A esto se le suma que, antes de que la calle séptima fuera presidencial, esta era un río al que los bogotanos botaban toda la porquería que no querían en la casa. El olor del río era bastante penetrante. Los ciudadanos que poseían un olfato más delicado procuraban no acercarse al río, porque el hedor era una cosa desesperante. Eso sí, cabe resaltar que por ahí ya no pasa un río lleno de desechos; ahora hay una calle que separa a Egipto, Las Cruces y Belén del Palacio de Nariño. Belén siguió aprovechando ese aislamiento que le permitió la hediondez del río.
El barrio se dedicó a oficios tal como el trabajo de la madera, la panadería, y la elaboración de manualidades. Mientras en Bogotá se reventaban a puñetazos y le hacían varios intentos de asesinato a Bolívar, el barrio seguía alejado del resto de la ciudad. Alejado de la ciudad en pleno centro de la misma. De hecho, los betlemitas de la actualidad se refieren al barrio como “El Pueblito”, porque efectivamente parece un pueblo que alguien decidió trastear de un día para otro a Bogotá.
Los betlemitas, que por culpa del río y sus oficios se habían ganado un lustre de puercos en el periodo colonial, decidieron renovar esa fama en el siglo XIX dedicándose a la elaboración de chicha (que, además de ilegal, era vista como algo de mal gusto). El barrio, además de sobrevivir a todos esos años de bayoneta y puño, no fue tocado por el Bogotazo. Por cosa de suerte, o por ayuda de la pereza que probablemente le dio a los manifestantes trepar la loma, Belén no sufrió lo que sí le tocó aguantar al resto del centro de la ciudad. Y la mayoría de los betlemitas de la actualidad son descendientes de esos primeros habitantes que tuvieron que perder la sensibilidad en la nariz durante el Virreinato.
La amenaza —que nunca tuvo el rostro de la lucha independentista, la rápida expansión de Bogotá durante el siglo XX, la ola de migrantes que estaba desplazando el conflicto interno, ni la rabia inmediata que provocó el crimen de Juan Roa Sierra—, empezó hace unos diez años. El problema, más que de bayoneta o de antorcha, es de palustre: a alguien le dio por decir que Belén necesita ser revitalizado, así que ahora el barrio está siendo acosado por constructoras que quieren construir torres residenciales de veintipico pisos. De hecho, la iglesia del barrio ya le vendió un lote a una constructora que edificó un pequeño conjunto residencial de edificios.
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Los habitantes de Belén tienen miedo, porque saben que esa innecesaria “revitalización” va a terminar separando a una comunidad que lleva siglos en ese terreno. Para completar la desgracia de los betlemitas, a la mente maestra del Tercer Milenio se le ocurrió impulsar el plan zonal del centro y el plan de revitalización del centro; proyectos que afectan directamente al barrio. Ellos siguen pidiéndole a los vecinos que no vendan sus propiedades, pues hacerlo es el primer paso para convertir a Belén en un nuevo Usaquén o Chapinero Alto lleno de universitarios con yines apretados, barbas retocadas y el último iPhone disponible (el término apropiado para esto en arquitectura y urbanismo es gentrificación).
Es gracioso ver cómo un barrio es capaz de sobrevivir a siglos y siglos de ciudadanos que se totean a machete, para finalmente verse amenazado por alguien que dijo que este necesita de una “revitalización”. Definitivamente esto es ignorar que, a diferencia de los que se mataban un poquito más arriba de la calle séptima, Belén es un barrio que ha estado mucho más vivo que el resto de la ciudad.