El Magazín Cultural

La literatura y el campo de concentración Sachsenhausen

A propósito de los 75 años de la liberación del campo de concentración nazi de Auschwitz, una crónica de viaje en clave de dolor y memoria, inspirada por la obra del novelista colombiano Roberto Burgos Cantor (1948-2018).

Alejandra Jaramillo Morales * / Especial para El Espectador
30 de enero de 2020 - 06:00 p. m.
El antes y el ahora de Sachsenhausen, el campo construido por la Alemania nazi para concentrar judíos, localizado cerca de la ciudad de Berlín. / Foto actual: Libertad García Jaramillo
El antes y el ahora de Sachsenhausen, el campo construido por la Alemania nazi para concentrar judíos, localizado cerca de la ciudad de Berlín. / Foto actual: Libertad García Jaramillo

¿Se puede sentir el dolor ajeno? Esa pregunta me ha acompañado toda la vida. He vivido siempre queriendo entender lo que sienten los demás, y claro tratando de que alguien entienda mis propios sentires. Y la respuesta más potente, aún en la bruma de las dudas que siempre acompañará esa pregunta, me la ha dado la literatura. En los libros que he leído he sentido esa extraña proximidad con los dolores ajenos. En las palabras he aprendido a vivir emociones antes desconocidas y quizá, creo por momentos, he llegado al extremo antisolipcista de sentir el dolor de los otros.

En esa búsqueda me marcó, hace ya varios años, la lectura de la novela de Roberto Burgos Cantor, La ceiba de la memoria. Me impresionó cómo el autor cartagenero fue capaz de narrar, desde dentro del dolor, la voz de africanos enviados a la fuerza a América. Cómo nos narró la enfermedad y la impotencia que trae consigo ser parte de un régimen que se abroga el derecho de decidir qué seres humanos valen más que otros. Pero sobre todo, me impresionó acompañar al escritor sin nombre que aparece en la novela, y que es el mismo Roberto con uno de los hijos, recorriendo los caminos que lo llevaron a Auschwitz y las atroces instalaciones de uno de los peores campos de exterminio de la humanidad. De esta lectura surgió mi deseo de escribir mi nueva novela, que será publicada este año y que me ha costado varios años de investigación y trabajo. Roberto Burgos me había llevado a visitar una de las sombras más aterradoras del siglo en que nací, así como del siglo XVII, siglo que en adelante sería mi campo de estudio para la novela.

Luego surgió otra pregunta: ¿para que ir a visitar un campo de concentración? Esta pregunta me la había hecho desde que por motivos del amor viajo con frecuencia a Alemania, donde ahora está mi segunda casa. Para qué quería vivir el dolor concreto de los turistas, si ya había sentido el dolor sublime de visitar Auschwitz con Roberto, y otros escenarios del Holocausto en los poemas de Paul Celan, o los textos de Primo Levi y Hanna Arendt. Si la literatura me había entregado visiones de ese mundo tan contundentes que la realidad misma no podría superar, para qué hacer una peregrinación como esa. (Le puede interesar: ¿Quién era Roberto Burgos Cantor?).

Sin embargo, mi hija Libertad quería visitar Sachsenhausen, un campo de concentración que había oído que estaba cerca de Berlín. Al principio me negué, pero cedí ante los argumentos que ella me esgrimía. Quería ver el horror alemán para imaginarse los lugares de la guerra colombiana, ¿no ves que en nuestro país no hay una memoria que nos quieran dejar ver? Accedí.

Viajamos a Oranienburg. Un pueblo tan cercano que se llega en trenes del circuito urbano de Berlín. Esa mañana hacía mucho frío, las hojas caídas bordeadas de hielo y el cielo estaba azul por completo. Era uno de esos cielos traslúcidos berlineses que tanto me gustan. En Oranienburg nos bajamos del tren con una multitud de personas que viajaban al campo de concentración. Era esto un ritual turístico o había algo más que nos envolvía a todos.
En Sachsenhausen encontramos, para empezar, una serie de fotografías con la historia del campo hasta la marcha de la muerte y la liberación final. Ya empezaba a ser espeluznante asomarse a ese universo. Luego entramos a la torre de inicio del campo. Era la llamada torre A, edificio donde estaban los perpetradores. Desde allí los nazis daban las órdenes, desde allí vigilaban todo el complejo que en forma de triángulo frente a la torre A funcionaba como panóptico. Eran esas ventanas el instrumento que hacía pensar a todos los prisioneros que estaban siendo observados, y claro que no había salida posible. Lo interesante de que la exposición empezara por ahí es que producía un desdoblamiento a nuestro ritual de paso por el horror. Asomarse a esas ventanas era vivir por un segundo la inmensidad del poder, la banalidad del mal. Desde allí surge esa atroz pregunta: ¿cómo alguien puede producir tanta maldad? Lo claro es que no es muy difícil que la maldad surja entre los humanos, no hay que ir al pasado para saberlo, basta con que haya campos de concentración de latinoamericanos en Estados Unidos, en el siglo XXI, para comprobarlo.

Después nos adentramos en el campo, en ese complejo donde se nos cuentan historias que ya hemos oído muchas veces y que vuelven a sacudirnos: los trabajos forzados, las experimentaciones con seres humanos, el hacinamiento, la esterilización obligada, hornos crematorios, cámaras de gas y salas de tortura: la muerte encarnizada. Y claro, en qué podríamos pensar nosotros si no en Colombia. Pensábamos en esa guerra que regresa a pasos gigantes. En la brutalidad que trae consigo ese imparable negocio del narcotráfico, en la funcionalidad de la tierra fértil colombiana. En los líderes sociales que son asesinados casi a diario. Y tuve mucha tristeza de recordar el momento en que lloré junto a mis hijos de la felicidad de ver que se firmaba el Acuerdo de Paz. Y supe también que la mayor vergüenza de ser colombiana hoy es pertenecer a un país donde la mayoría prefiere la guerra, ese horror que Sachsenhausen nos estaba recordando, y que muchos de mis compatriotas prefieren.

Entonces me volví a preguntar si tenía sentido ese viaje que hacíamos, si valía la pena, si ahí podíamos imaginar la memoria que anhelamos en Colombia. Si algún día haremos esa peregrinación del horror en nuestro país, cuando ganemos los que queremos la paz y la justicia.

No encontré una respuesta definitiva, solo puedo decir que me parece absolutamente necesario que ese lugar exista, que la memoria nos sacuda y en ese momento fue que volví a pensar en mi amigo Roberto Burgos, en su abrigo negro y su pausa, en las palabras calmas que siempre le escuché con atención devota. En ese momento lo vi, me parecía que estaba a mi lado, que Roberto estaba imaginando cómo narrar lo que veía, cómo entrar en esa hondura de las emociones que el horror movía en él, como hombre y como escritor. Pude imaginarlo sentado escribiendo. Descubriendo la palabra precisa para llevar a cabo esa visita al exterminio y a los vericuetos de la maldad humana que muestra su gran Ceiba. 

Ahí, en Sachsenhausen, supe que si algo tenía sentido para mí era recorrer el lugar acompañada de los muchos textos que he leído en mi vida. Allí le agradecí una vez más a Roberto haberme enseñado que no es necesaria la demostración de si se siente o no el dolor ajeno, sino que más bien la literatura vale, es poderosa, precisamente porque lo intenta, porque las palabras con las que contamos historias buscan ese destino del amor, vivir la vida de los otros. Porque con las palabras revelamos las innumerables caras de la belleza y la brutalidad, tan humanas las dos.

* Escritora bogotana. Autora de las novelas “La ciudad sitiada” (2006), “Acaso la muerte” (2010), “Magnolias para una infiel” (2017) y “Mandala” (2017); tres libros de cuentos, “Variaciones sobre un tema inasible” (2009), “Sin remitente” (2012) y “Las grietas” (2017), libro ganador del Concurso Nacional de Novela y Cuento de la Cámara de Comercio de Medellín y nominado al Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez 2018.
 

Los sobrevivientes de Auschwitz y sus testimonios del Holocausto 75 años después

El lunes pasado, 75 años después de la liberación de Auschwitz, los supervivientes del Holocausto se reunieron en ese lugar del sur de Polonia para honrar a los más de 1,1 millones de víctimas, principalmente judíos, en medio de una gran preocupación por el resurgimiento del antisemitismo. La agencia de noticias AFP informó que más de 200 de ellos, procedentes de todo el mundo, se congregaron en el lugar para compartir sus testimonios que, a la luz de la reciente ola de ataques antisemitas a ambos lados del Atlántico, son una advertencia. “Queremos que la próxima generación sepa lo que hemos vivido, y que nunca se repita”, declaró David Marks, superviviente de 93 años. Treinta y cinco de sus familiares murieron allí, en el campo de exterminio más grande de la Alemania nazi y convertido en el símbolo de seis millones de judíos europeos asesinados en el Holocausto tras las deportaciones masivas iniciadas a mediados de 1942 hacia Auschwitz-Birkenau, Belzec, Chelmno, Majdanek, Sobibor y Treblinka. "No queremos que su pasado (de los supervivientes) sea el futuro de sus hijos o de sus nietos”, dijo Ronald Lauder, jefe del Congreso Judío Mundial.

Por Alejandra Jaramillo Morales * / Especial para El Espectador

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