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La singular banda ecuatoriana que le sacó música a las hojas y calabazas

Su olor es conocido ampliamente pero solo aquí, en una aldea afro de la serranía ecuatoriana, las hojas de los frutales suenan. Son instrumentos, señala Isidro, y se lleva a la boca la lámina verde que aprieta entre sus manos callosas de agricultor.

Paola López- AFP
15 de diciembre de 2021 - 03:57 p. m.
Campo Elias Rea (izq.) Y Segundo Yepez, integrantes de la "Banda Mocha", son vistos al amanecer en el parque central de Chalguayacu, Ecuador el 4 de diciembre de 2021. - La "Banda Mocha" de Chalguayacu es un grupo musical tradicional que utiliza hojas y calabazas como instrumentos y participa en las fiestas de San Francisco Javier, patrón de Chalguayacu, un pueblo negro de la provincia de Imbabura en el norte de Ecuador. (Foto de Rodrigo BUENDIA / AFP)
Campo Elias Rea (izq.) Y Segundo Yepez, integrantes de la "Banda Mocha", son vistos al amanecer en el parque central de Chalguayacu, Ecuador el 4 de diciembre de 2021. - La "Banda Mocha" de Chalguayacu es un grupo musical tradicional que utiliza hojas y calabazas como instrumentos y participa en las fiestas de San Francisco Javier, patrón de Chalguayacu, un pueblo negro de la provincia de Imbabura en el norte de Ecuador. (Foto de Rodrigo BUENDIA / AFP)
Foto: AFP - RODRIGO BUENDIA

Lo que sigue parece magia. Un sonido agudo y melodioso flota sobre el campo de aguacates donde se sienta a ensayar. Isidro Minda forma parte de la centenaria “banda mocha”, un conjunto atípico de los Andes en vías de extinción.

Originarios de Chalguayacu, en la provincia de Imbabura, son once músicos aficionados formados exclusivamente en la tradición. Cinco ejecutan puros -calabazas huecas alargadas-; tres, hojas de árboles y el resto toca instrumentos más establecidos como bombo, tambor y güiro.

La banda tomó el nombre de la expresión “mochar” que en Ecuador significa cortar o arrancar. Es lo que hace Minda con las hojas de limón, mandarina o guayaba y sus compañeros con las calabazas, para convertirlas en instrumentos.

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Minda, de 66 años, pelo ensortijado y cenizo, avanza entre los arbustos de su pequeña finca. Lleva un camuflado desvaído que lo hace ver como un veterano de guerra. Palpa el verde aquí y allá. Elige una hoja de limón y ensaya su próxima presentación.

“Tiene que ser suave. Muy duras no saben querer sonar”, se explica en una entrevista.

Desde los 25 años aprendió a extraerle sonidos a la naturaleza. En su boca las hojas suenan como un clarinete. Cuando termina de tocar, guarda algunas láminas en una bolsa con agua para que no marchiten, y pueda interpretarlas otro día.

La banda mocha animará dentro de poco la fiesta patronal de Chalguayacu, el poblado de unos 2.000 habitantes donde se juntaron dos universos sonoros: el del mundo andino y el de los esclavos traídos del África, comenta el etnomusicólogo Juan Mullo.

“Vibra el ser, vibra el cuerpo. El instrumento es el cuerpo en la banda mocha”, añade.

Sin herederos

Minda, Segundo Yépez y Tomás Carabalí se presentan como los “hojeros”, los afro capaces de hacer sonar las finísimas láminas de los árboles.

Uno a uno van llegando a la plaza central de Chalguayacu al sonido del bombo. Todavía no amanece, y los once ya están preparando una vez más la presentación del domingo ante el pueblo.

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Mientras vibra con el puro, Abdón Vásquez, de 78 años, se reafirma: quiere morir tocando de la misma forma que empezó a hacerlo hace tres décadas.

Aunque cuenta con algún reconocimiento externo, la banda mocha se encamina hacia la desaparición, se lamentan los músicos.

El flautista y el platillero ya murieron sin dejar herederos y entre los jóvenes de esta aldea del árido valle del Chota, difícilmente se encuentra uno que quiera seguir practicando sus sonidos.

Sus aspiraciones, comentan, apuntan más a la vida militar o policial, pero sobre todo hacia el fútbol. El entusiasmo con el balón creció con la generación dorada de jugadores del Chota que llevó a Ecuador a su primer Mundial en 2002. La música, en cambio, sigue siendo sinónimo de pobreza.

“Me da tristeza que se vaya perdiendo nuestra cultura conforme cada uno va muriendo en la banda”, sostiene Julián García, quien debió pasar de la hoja a la calabaza tras perder sus dientes frontales.

Sin sucesores a la vista, su amigo Isidro suelta una anécdota que resume los miedos de la banda. Uno de sus nietos mostró interés, pero migró a Quito y todo terminó.

Un baño de fama

Con “suerte” la banda puede cobrar por espectáculo hasta 800 dólares. Lo suyo no son precisamente las ganancias, aunque tuvo su baño dorado de fama.

En 2014 viajó a Cuba con ayuda oficial para realizar una presentación. En la isla del Buena Vista Social Club, el proyecto que sacó del olvido a estrellas veteranas de la música cubana, Isidro y los demás arrancaron aplausos.

“Fuera de nuestro país (es) la felicidad más grande que tengo (...) Los hermanos cubanos se quedaron con la boca abierta”, se enorgullece Abdón.

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La nostalgia se disipa con la llegada de la fiesta patronal en la que tocan sus bombas, albazos y pasacalles, todos géneros típicos de los Andes ecuatorianos.

Les falta herederos, pero les sobra seguidores.

Por Paola López- AFP

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