
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Algunas de las discusiones filosóficas, más conceptuales o más pragmáticas, en la actualidad -como, por ejemplo, la relacionada con la despenalización del aborto en Colombia- e igualmente, las consecuencias de dichas discusiones en la vida de los individuos en sociedad ponen de relieve que los ensamblajes jurídico-políticos de muchos de los Estados contemporáneos reclaman aún más atención, tanto en un sentido de análisis teórico como en su sentido práctico, con acciones efectivas.
Nos movemos en dinámicas de globalización, y ciertamente lo que pasa en unas partes del mundo afecta e influye en otras partes: así, países más desarrollados, al menos desde el punto de vista económico, marcan tendencias que luego son seguidas por países menos desarrollados. Sin embargo, dos polos “ideológicos” jalonan estas dinámicas globales: en un extremo, la prevalencia de la libertad individual, el derecho a la propiedad privada, la economía de mercado, el laicismo. En el otro extremo, los ideales del protagonismo estatal, la limitación de las libertades individuales, la búsqueda de una sociedad igualitaria, el materialismo y el ateísmo. Dos tendencias en gran medida antagónicas, que vienen avanzando desde hace ya casi 250 años: 1789 es el hito de la revolución francesa; 1830 la revolución industrial; inspira una tendencia Adam Smith (1723-1790); la otra, Karl Marx (1818-1883).
Lo que considero un problema de fondo es que se insertan e instalan en las naciones sin suficiente consideración de la voz y del sentir común de sus pueblos, por falta de previsión de canales adecuados para verdaderos diálogos sociales, no manipulados, no condicionados; sin justificación suficiente, la esfera de lo privado se silencia ante la esfera de lo público. Por ello, tales ideales, libertarios o estatistas, de bienestar económico o de igualdad, solo aparentemente avanzan. De ahí las “crisis”, las abstenciones a la hora del ejercer el derecho al voto o el malestar general de las mayorías.
Las personas todas, en cuanto miembros de la sociedad y agentes de su dinamismo, tienen -tenemos- derecho pleno a ser escuchadas, sin limitar ni condicionar la expresión de las conciencias. Claro: para hablar, debemos estar informados; pero el ciudadano mayoritario no asume este deber porque sabe que, al final, de nada sirve. Su voz será silenciada.
(Le puede interesar: Letras en voz alta: La escritura como confesión y rol de la mujer en la comunidad)
Los ideales filosóficos que sustentan las ideologías prevalentes y las ideologías mismas, de nuestra actualidad, no solamente deben ser considerados por unos pocos con acceso a la educación especializada, sino que deben ser reflexionados en debates públicos rigurosos, -lo que no implica necesariamente el lenguaje técnico y oscuro del experto- para que sean contrastados suficientemente con y por quienes los llevan a la práctica y reciben sus consecuencias: los ciudadanos de a pie, los jóvenes en desarrollo, o los adultos mayores; en cualquier caso, es en ellos donde está verdaderamente depositada la herencia histórica y cultural que va dejando el pasado y la proyección hacia futuro de las naciones, con espacios cada vez más humanos y más dignos.
Hay que asumir el riesgo de la libertad humana, en serio, sin ambages. Y la única condición de posibilidad auténtica para su ejercicio es la que la conciencia individual se exprese, primero ante sí misma, en la esfera privada y después, ante los demás.
Si a costa de ello se desvela el teísmo, o el ateísmo; las creencias religiosas sobre el orden del mundo y del ser humano, expresadas en las distintas culturas, o la ausencia de estas; las convicciones morales y de derechos humanos fundamentales o los simples sentimientos … es un imperativo buscar y encontrar alternativas para su respeto. Esa es la naturaleza de lo político y su gran reto. Pero, que las conciencias individuales queden puestas entre paréntesis a la hora de la toma de decisiones gubernamentales, violenta justamente unos de los pilares de la dignidad humana: la libertad y el ejercicio de la ciudadanía.
Más a la base de las instancias que administran el poder, están las personas que conforman el entramado social en general, en quienes está depositada la más auténtica responsabilidad política. Los gobernantes nos representan, las instituciones tienen que favorecer esa representatividad, pero su poder ha sido delegado por nosotros, los con-nacionales, para que se vele por nuestros más auténticos intereses.
¿Cómo conciliar estos dos ámbitos, el de la esfera pública y la esfera privada, para que las personas en general (ante quienes las instituciones deben responder y a las cuales ellas deben servir) no vivan fragmentadas y en cierta medida, excluidas? ¿Cómo dirimir este conflicto, que está a la base de la sociedad y de la política y de la economía, y que aparece paralelamente al análisis de las ideologías y sus práxis, y que no está favoreciendo la verdadera estabilidad de los pueblos y las naciones?
Es, pues, un deber urgente y de primer nivel trabajar en la dirección adecuada para que el ámbito de lo público no ahogue el ámbito de lo privado de las personas; para que, desde el respeto a la dignidad humana, las conciencias individuales se clarifiquen y se expresen; para que existan espacios de opinión pública libre de manipulación ideológica.
Y quiero precisar: esta invitación no implica cuestionar la autodefinición moderna de los estados como estados no-confesionales, pues ciertamente, este se muestra como un requisito para la diversidad de un mundo cada vez más pluricultural.
(Quizás quiera leer también: De la justicia como virtud: un posible diálogo entre Aristóteles y John Rawls)
Uno de los más recientes artículos de Fredom House tiene el siguiente titular: “El autoritarismo desafiando a la democracia, ese es el modelo dominante global”. Y ciertamente, es ésta una experiencia evidente: las democracias y también los sistemas autoritarios están en crisis.
Personalmente pienso que ello responde, en última instancia, a una precaria comprensión de la dignidad humana y de los derechos humanos fundamentales, a la luz de lo cual se ha levantado el edificio contemporáneo de lo político.
No permitamos que por más tiempo se fuerce el cauce de la sociedad, no impidamos por más tiempo la primera de todas las formas de paz; busquemos entre todos formas adecuadas para que los primeros agentes sociales que somos las personas de a pie de cada nación, y particularmente de Colombia, respondamos a lo que nuestra misma humanidad nos invita: la mayor coherencia posible entre los ideales propios de nuestro fuero íntimo y nuestras acciones de cara a la sociedad en general.