Primera parte (segmento)
Alejandra trepaba los escalones de madera de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires cuando, al tropezarse, cayeron de sus manos multitud de papeles escritos con letra menuda, como caminitos de hormigas bordeando sus primeros abismos. Eran estos los poemas de su libro “La tierra más ajena”. Tenía veintidós años, la timidez a flor de piel y las palabras que ya decían mucho de su visión de mundo.
“¿mis alas?
dos pétalos podridos
¿mi razón?
copitas de vino agrio
¿mi vida?
vacío bien pensado
¿mi cuerpo?
un tajo en la silla”
De niña corría calle arriba por Avellaneda. Volaba en silencio arrastrando sus siete años a la espera de su padre que se acercaba lento, con su maleta vieja, chaqueta larga, negra y sucia que se elevaba con el viento. A lo lejos agitaba su mano y gritaba su nombre en yidish (Buma), y ella volaba con sus pétalos podridos a cuestas, le arrebataba la maleta y corría a esconderse en un rincón de aquella pequeña casa de puerta verde, andenes altos y recodos, a tocar con sus dedos ligeros los tesoros que aparecían en sus manos. Eran cadenas de oro barato, anillos de todos los tamaños, aretes simples, collares y pulseras que tintineaban al caer sobre las baldosas frías de aquel otoño de 1943. Ella venía jadeante, buscando la luz al fondo del zaguán, deseando atrapar con sus manos el silencioso brillo.
Elías Pozharnik deambulaba las calles de Avellaneda, puerta a puerta, en medio del bullicio del tranvía que corría repleto de peronistas con los brazos en alto gritando vivas al Patrón; sus cabezas se asomaban por las ventanas interrumpiendo los avisos de Coca-Cola que daban muestras de la alegría de ese Buenos Aires que amanecía a mitad del siglo. Gastaba sus años ofreciendo a cómodos plazos joyas de oro barato y alagando a las mujeres de Avellaneda con su aliento idiomático, diciéndoles boito muy boito, al ver lucir en sus rostros las alhajas que resplandecían en el viejo espejo de marco de madera, que sostenía en sus manos mientras reía junto a ellas, con sus labios gruesos, ladeados, tristes y lejanos. Era un duro comienzo para esta familia de inmigrantes rusos que nada conocían del sur y no podían advertir la vida que se avecinaba. Huían de la pobreza y la persecución judía, habían nacido en la pequeña ciudad rusa de Rovne, entre montañas, árboles y ruinas de antiguas culturas perdidas en el tiempo. Elías y Rejzla Bromiker, en su huida, cargaron dos maletas de cuero hasta París para encontrarse con un primo que también buscaba un lugar dónde vivir. El invierno en París fue tan implacable como los ruegos de Rejzla que hablaban de su hermana, quien vivía en un lugar muy lejano, cerca del mar, en un sur donde el invierno era menos duro: una promesa llamada Avellaneda. Iban escapando de una realidad implacable, muchos de sus familiares habían sido encarcelados o desaparecidos, ellos ya no tenían nada que perder.
Le recomendamos: Alejandra Pizarnik, cincuenta años después
Se embarcaron en El Havre en un buque antiguo, el Regina Margarita, con rumbo incierto. Dos cartas de Rejzla se habían perdido en el tiempo y la distancia, a pesar de ello la hermana salía a esperarlos, día tras día al puerto, siendo la única alternativa ante la incertidumbre de un largo viaje, sin comunicación alguna y sin otro idioma distinto al de ellos, que les serviría de muy poco en la lejana latitud que los alcanzaba. Fueron treinta y dos días en un viejo y desvencijado camarote de tercera clase, en medio del frío y el calor, hartos del hacinamiento, de los olores y del tedio; pasaron el viaje encerrados en esa torre de babel, asqueados por aquella comida de presidio.
Después de una larga monotonía en un repetir de olas, finalmente llegaron para someterse a un registro de procedencia que les quitaría el nombre, desde ese momento ya no serían Pozharnik, se llamarían Pizarnik: una equivocación del guarda de aduana bastó para que fueran otros. Su hermana los condujo a través de una hermosa ciudad con autos, tranvías y caballos, de mercados y ventorrillos en las aceras, hasta una pequeña alcoba de inquilinato en Avellaneda, junto a la escuela pestalozziana donde la joven comunidad judía se ayudaba a ser ellos, mientras recibían noticias de las persecuciones que marcarían el comienzo del Holocausto.
El nacimiento de Flora Alejandra los sorprendió pues ninguno esperaba otra niña después de Myriam, y dos hijas no facilitaban la vida en un país desconocido donde apenas se abrían paso entre nostalgias y empujones. Flora, nombre que perfumaba el mundo de afuera, se convertía en Buma puertas adentro, donde se le soltaban las palabras que derribaban el muro de los dos idiomas.
En la casa traslucían los murmullos cotidianos, las observaciones de la madre, las conversaciones entre las hermanas, las noticias que llegaban desde Europa, por los nuevos emigrantes judíos rusos y polacos que contaban el trágico destino de cada uno de los Pozharnik, que poco a poco eran exterminados. La madre y el padre los iban llorando uno a uno en yidish, entre lamentos y largas frases que se repetían sin que mediara un respiro o un silencio, ni un cambio en la voz; eran inmensas cadenas de oraciones que recorrían los rincones de aquel inquilinato de puertas verdes e idiomas diversos.
Los ojos de Alejandra se asomaban al mundo exterior a través del borde de la puerta, sintiendo el bullicio de las multitudes de la esquina, el paso de los tranvías de colores fuertes y, por primera vez, miedo al sol. Corría a esconderse intimidaba por el sonido de la campana del carro de bomberos que volaba calle abajo. Se ocultaba tras las cortinas para asustar a las sombras de la casa. Mientras su madre la buscaba, el gato se paraba junto a ella delatándola con el mismo verde de su mirada y Alejandra, poniendo el dedo sobre los labios, le decía: si te ríes gato, nos encuentran. Pasaba las horas entre claroscuros, en la penumbra tenue de una cortina traída de muy lejos con el incansable olor a viejo de un pueblo perdido entre muebles de madera y eso tan lejano que contaba su madre en el idioma, que le enseñó qué es ser judía.
Nosotros fuimos una familia muy grande, le decía, nacidos en un pueblo llamado Roda, los jardines se llenaban de flores rojas y tu padre oraba en el Templo, ensayaba todos los días, y a mí me gustaba oírlo cantar en el baño cuando el agua de la tinaja se rompía sobre su cuerpo, era joven y robusto cuando lo conocí, decía su madre como hablando consigo misma, él tenía los labios gruesos por donde salía una voz deliciosa, no como ahora que es todo silencio. Era bonito oírlo cantar mientras se afeitaba frente a un espejito partido por el medio, lo recuerdo con su pañuelo rojo al cuello, luciendo su sombrero en la calle; sí, niña, había sol y también gatos y tu padre era tu padre, y yo tan nido.
Le sugerimos: Carlos Luis Torres: Monólogo de un librero
Alejandra quería devorarlo todo, en la escuela gozaba abriendo la puerta de vidrio del mueble que guardaba libros de lomo azul y verde pues no perdonaba ningún párrafo, ni siquiera los periódicos que colgaban en la puerta del boliche del italiano, esos que también olían a queso rancio.
Su padre, al regresar del templo donde al orar también recordaba sus muertos, se sentaba en la sala, se quitaba los botines y posaba sus pies desnudos sobre las baldosas frías. Se le veía cansado, siempre triste, se pasaba la mano por los cabellos, se mordía un dedo, se ponía a llorar mientras le contaba a Rosa que el tío, que la abuela y que el chico pelirrojo estaban en la lista de desaparecidos. Luego cantaba y su voz se iba por el pasillo trepando la clepsidra, se tornaba lamento, oración, llanto tenue, camino de pájaros negros entrando por la casa. Ella se escondía tras las cortinas para verlos a los dos, abrazados, muy solos en Avellaneda y en el mundo.
* * *
La tarde caía en el mismo lugar de siempre, a una cuadra donde Alejandra limpiaba las horas y les dejaba un silencio pulcro como la quietud del mundo que deseaba. A ella la desbordaban los ruidos de autos y sirenas, las risas de las colegialas, los aullidos de los perros callejeros y los gritos de los vendedores de verduras del mercado, por eso corría calle abajo a refugiarse en el boliche, y tras unas cajas de madera hurgaba revistas obscenas que estaban junto a las de carreras de caballos; al descubrirla, el italiano la sacaba de su escondite y le ofrecía otra para que llevara a casa: escrita en francés, con fotografías que mostraban un sendero junto al río bordeado de edificios y porteros, ventas de flores y gente en los cafés, todo gris, lleno de una brisa fría y del vapor que ascendía de las tasas de café sobre las mesas que la acompañarían muchas veces, con una media luna mojada en lágrimas.
Alejandra se descubrió en el reflejo de una vidriera en Avellaneda. Era otra. Ya no era una niña esperando a su padre en la esquina, con su falda a cuadros, su cartera de tela, su cabello recogido con una peineta roja, sus zapatos bajos cubiertos de polvo; ahora su busto había aparecido de pronto: como una flor de macetero en Buenos Aires. Huyó corriendo calle arriba y luego se escondió en la lectura de un libro que con el tiempo fue olvidado. De aquella época tal vez perduraría la amistad silenciosa con una niña igual que ella, retraída, estudiosa, con acné, flaca, muy tímida y muy pobre, quien podría considerarse su primer amor.
Años después, al mirarse los dedos amarillos, huella imborrable de los cigarrillos sin filtro, sintió de pronto el viento frío de la poesía de George Trakl y recordó ese primer amor: compartían revistas y comían juntas, recogidas las dos en cosas simples, hasta que Alejandra se internó en sí misma, en un silencio negro que rompería, sin que ella se diera cuenta, aquel ingenuo amor.
Caminaba una noche entre las burbujas de colores que se movían sobre el piso a lo largo de la calle Corrientes, iba rumbo al cine en el Teatro Apolo, embriagada de aventura, pues se escapaba con su amiga: corrían al estreno de la película “Un tranvía llamado deseo” y ahí en la esquina, en medio de la brisa de ese atardecer de invierno, entre curiosa y asustada, miró a todas partes, se sintió más alta, de cabellos dorados y bucles en los extremos, apretó su cartera y caminó segura de tener algo que decir: con furia gritó desde la calle al balcón donde creyó que se asomaba su hermana vestida de percal. Alejandra se vio como Vivien Leigh, la hermosa rubia del cine con cabellos enloquecidos y palabras sin parar. Se sintió trepar la escalera en caracol que conducía al segundo piso de aquel edificio de madera y cartón, propicio para una escena teatral, y en medio de la luz fría del farol rompió a gritar entre sollozos. Creyó ver a Myriam frente a su madre, descoloridas ambas, destrozando las palabras con los gestos, reclamando una, defendiéndose la otra, corriendo sin propósito, huyendo de la luna que entraba intrusa por la ventana; entonces vio pasar al padre sudoroso y agitado. Ella les gritó a todos que me iría de la casa, tan solo llevaré mis libros y con el gato me quedaré, vagando por ahí como he querido siempre, “la olvidada, la vacía, la viajera”. Ella atraviesa una y otra vez la puerta batiente del salón y se sorprende al ver a un desconocido, intruso, con su belleza de obrero, sentado junto a su hermana. Vocifera, maldice, le muestra las cadenas y anillos de oro barato que se le caen de las manos mientras reclama balbuceante algo que ella misma no entiende.
Si le interesa seguir leyendo sobre El Magazín Cultural, puede ingresar aquí 🎭🎨🎻📚📖
Minutos después se descubre sentada en el cine, junto a su amiga, sorprendida frente a la pantalla, con la mano entre las suyas mira el entorno y dice: ¡Es posible escapar del sol!, ¿te das cuenta?, y se levanta y corre calle abajo hasta tomar un tranvía de regreso a casa, sola, llorando… Un tranvía llamado deseo.
Un juntar de ruidos y de edificios derruidos la conducen entre olores y montones de hombres horribles que le muestran sus desatinados ojos, sus lenguas babosas y manos untadas de noche y hollín de locomotora. Corre, se abre paso a empujones porque siente la asfixia del vagón de tercera; adentro no tiene espacio y afuera ella sobra. Lanzarse, caer al abismo imaginado, huir en un barco, ahogarse de una vez en el silencio, no volver. Corrió, se sentó luego en un escaño frío y lloró al saberse invadida, “con las manos llagadas”; rio hasta el amanecer.