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Ajena a cualquier cavilación, se retorcía como incómoda en su asiento, con la cara pegada a la ventana. No notaba la planicie azul, oscura, inmaculada y misteriosa que se extendía fuera del automóvil y cambiaba de figuras según inventara el azar de la naturaleza desconocida. La desidia y los malos recuerdos jugaban a esconder en la arena desértica los recuerdos felices, imágenes de la innecesaria felicidad que la habían preparado para los capítulos de tortura y desasosiego que sucedieron desde el vigésimo sexto cumpleaños. Tenía calor y sueño. Tenía hambre, pero no importaba, porque pocas cosas le importaban, porque se sabía capaz de dominar y dominarse. Siempre se había jactado de la facilidad que tenía para establecer paradigmas que, según Rigo, sólo aplicaban para Gabrieland, el mundo donde las gárgolas no volaban y por ello daban menos miedo, el mundo al que se entraba haciendo rechinar los tres goznes de una maltrecha puerta de cristal, en la que la mitad de las cosas se veían opuestas pero seguían teniendo sentido, el mundo nada descabellado donde las ideas iban a parar en las botellas de cerveza y no al revés (¡magnífico!), el mundo donde las buhardillas eran espejos cóncavos en los que se veía el retrato móvil del mismo mundo guarnecido. Todos los días le confería más detalles a esa realidad suya que tanto inventaba para dejarse de lo que le exigía el mundo real, de las necesidades que representaban siempre los límites del sosiego, así como los árboles eran la marca del final de las planicies para los ojos que observaban desde la carretera por la que transitaba. “Uno no puede estar feliz porque sí”, repetía cuando la casualidad jugaba su rol y la ocasión ameritaba hablar de tiempos ya ocultos, y los retazos de vida que se le resumieron en contento, recordándole que poco hubo de conocer esa felicidad para darse cuenta de que era una etapa de preparación para la catástrofe, “la verdadera razón de la vida”, como dijo alguna vez.
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Se veía a sí misma desde arriba, incluso fuera del automóvil, allí sentada, la cara desdibujada por más de un motivo: La carta y la voz de Jerónimo, las peleas familiares, los intentos de suicidio, el asco por su vida, los discursos existencialistas, como poemas sin sabor; la ginebra, más veneno que licor, y la desidia, oportuna y justa.
¿Sonaba acaso Fito Páez dentro del coche? Quién sabe. Hacía mucho tiempo que la muchacha era ciega y sorda por convicción. Para ella, estar con el sujeto que conducía era “estar solo dos veces; la soledad al cuadrado”, tal y como decía el rumor de la canción que le llegaba inevitablemente a los oídos, igual que la voz que la aterrizó a continuación.
–Gabi, ya casi llegamos… Gabi… de acuerdo.
Rigoberto seguía pensando que era buena idea llevarla al mar, a respirarlo, a hacerlo suyo, conocía el efecto relajador que este tenía con las personas que vivían lejos de él. Ese mar, altamente descrito por poetas, visto desde todas las perspectivas, desde las más miméticas hasta las más dialécticas. Para los del interior del país significaba una especie de anhelo y frustración. Ya se hallaban cerca, pero Rigo pensaba que las paradas para efecto de descanso, comida y atenciones al automóvil habían diseñado esa expresión de desespero en las facciones de su acompañante. Era el segundo día de viaje. Cartagena nunca había estado tan distante.
La tarde era tenue, desaparecía. Entre las montañas nunca se puede disfrutar de una puesta de sol como esa que Gabi y yo estábamos viendo. Hacía calor, calor con soplos regulares de brisa fresca, de la que empuja el mar. La bahía era impecable. A lo lejos, delante del sol, que se escondía incansable en el agua, pasaba lentamente El Gloria, desafiante, poderoso y persistente. ¿Acaso Gabriela notaba aquello?
La miraba de cuando en cuando, como tonto, con ganas de hacerle muchas preguntas, pero sin la posibilidad de pronunciarle ni siquiera una. Me sentía igual que de niño, cuando veía a los adultos departir en la sala y mamá me pegaba en la boca siempre que se me ocurría la idea de entrometerme y, sin embargo, yo lo seguía haciendo. Con Gabriela pasaba lo mismo, pero sea cual fuera la actitud de ella frente a alguna intervención mía, yo, sin experiencia previa, prefería correr dando gritos con la boca ensangrentada que hablarle durante aquella tarde.
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Cuando la noche era grande, impetuosa, azul y llena de luceros, Gabriela decidió entrar. Es admirable cómo una persona puede estar en silencio durante tanto tiempo, sin el menor asomo de pensamientos en su mirada. Pasó frente a mí y luego fui testigo austero e impasible de una imagen que no sabía si volvería a presenciar. Gabriela se paró frente al gran espejo de la habitación, en una posición imposible de flanquear más que con mis ojos que escrutaban con aprehensión. Había una decadencia implícita en la imagen. Se miraba como si estuviera abandonada, como si el holograma del espejo –porque no podía ser el tradicional reflejo– fuera su voluntad y alma, y el cuerpo era el cuerpo mismo fuera de ella. Pero también había cierta complicidad adosada; no, quizá la palabra adecuada es respeto, ese tipo de respeto que se establece entre dos entidades –personas– que llevan tanto tiempo insultándose con la incontrovertible verdad, esa que ya no les importa mucho y que aceptan, y que les permite aceptarse entre sí; entonces empiezan a coexistir en esa armonía fabricada por los días y el vilipendio, por el karma y la resignación. El holograma era como el azulejo que se va acostumbrando a ver el mundo por las hendijas, un mundo rayado a causa de la jaula interpretada por el cuerpo. El animal, pues, se reconoce perfectamente capaz de moverse dentro de la jaula a recoger lo necesario para sobrevivir. Y Gabriela parecía hacerlo igual, por la terquedad, quizá, que le propiciaba el hecho de no desear escapar a un mundo diferente –el verdadero–, y por la indolencia que representaría un episodio tan cliché que se resumiría siempre en soga, o veneno, o abismo.
Pronto parecía como si sus ojos ya no estuvieran, como si hubiesen desparecido dentro de la jaula, buscando dónde esconderse de sí y en sí misma. Ya yo no podía creer que el no pensar en algo era una simple insinuación, pues la imagen no dejaba dudas. Gabriela no veía nada y no se la podía ver más que como una masa inmóvil delante de su holograma, sin el menor repudio y mucho menos aprecio por ella misma, o por lo que sea que representaran las figuras detrás y delante del espejo. Ambas Gabrielas se me antojaban como hechas por Modigliani.
Cartagena no había sido buena idea, Cartagena la había empeorado. Cuando se te pasa la vida creyendo en la relevancia de cada idea que tienes, sin observar la consecuencias, mueres en el irremediable fracaso, esperanzado. Y la esperanza es amiga de la muerte. Le da ventaja.
La seguía con la mirada, aún en el duelo de hablarle o no, porque no sabía qué afirmar, no encontraba una oración que no necesitara de su respuesta. Y lo peor es que la miraba con esperanza. Era, entonces, imposible mirarla de otra manera; siempre que existiera esa indiscreción de algunos recuerdos, apareciéndose súbitamente, alargándome el tiempo, ella, intacta e irreductible, iba a conocer la manera más acertada para desnudarme y dejarme a solas con la estupidez, fantaseando con una extraña competencia que consistía en determinar quién me conocía más a mí mismo, ella o yo.
Otra vez estaba allí, tácita, con esa expresión de seguridad, de natural confianza puesta en las manos de un entorno soez, traidor; sentada en el suelo, en esa posición extraña que duele de solo ver, cual gimnasta habilidoso, sin triunfo ni derrota, ni halago, ni crítica; cruzaba las piernas como niña, se encogía tanto que parecía que trataba de que ninguna parte de su piel dejara de hacer contacto con otra. La habitación estaba iluminada por dos lámparas de neón, esas que tanto amaba ella, y que no sé en qué momento empacó para nuestro viaje.
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Y yo, detallando su flexibilidad, pensaba que soy un fiasco en el intento de conocerla. Ella, Gabriela, Gabriela, Gabi, sorda y ciega sin remedio. Dialéctica y ella eran oxímoron, contradicción; locura y yo, sinónimos, casi eufónicos, ah, y como sonido ella era una sólida cacofonía.
Caminábamos a la orilla de la playa. Siempre fuimos buenos para las caminatas. La marcha no era ajena a nuestras prácticas; fuimos desde Crespo, luego Marbella, pronto cerca a las murallas del Centro. Sus brazos iban cruzados. Me miraba con ojos desaparecidos, ojos que no estaban en nuestra dimensión de muralla y salitre, de golpe de olas y ropa salpicada, y brisa fuerte que reclamaba voces, pero seguíamos jugando a ser los mudos, yo por orgullo, ella por quien sabe qué cosa, ese elemento causante de todo lo que me agobiaba de ella. Su andar oscilaba entre la humildad y la soberbia, y se me hacía perfecto, ella era tan sencilla como la perfección, sí, porque soy de los que sostienen que no hay complejidad en lo perfecto. No obrar es perfecto, como la arena, como el agua, que sólo se dejan llevar por el viento; y, siendo ese el caso, yo era el viento que estaba llevando a Gabriela, y ella era tan autónoma como para dejarse llevar, completamente convencida de que cuando quisiera dejaría de depender de las direcciones a las que yo osaba arrastrarla, como el caso de ahora en Cartagena, en la caminata por la playa, cerca de las murallas. No obstante, ella no iba a impedir aún que la siguiera guiando, porque seguía siendo perfecta, como el desierto, como el mar.
Pasó caminando con cierta descoordinación, en su propio aire redondo, de colores que sólo ella podía ver, como animal de pecera, casi hasta suspendida en el caluroso aire rojizo de un atardecer común de La Heroica. Usaba un par de suecos y tarareaba una canción de Soda o de Las pastillas, no sé, luego la cortó y tarareó Don’t let me down. Y quedé absorto entre el sonido seco y pausado de los golpes de los suecos en el suelo, el tararear desafinado y el siseo, casi hecho rumor, de la bahía. Era fácil no pensar en el discurso de los universitarios y en las vías de hecho de los que, en apoyo a la revolución, figuraban en lo retórico y lo mediático, hablando sobre lo histórico y lo teórico, la praxis, el derecho, los consensos y las consecuencias, lo verídico, lo inaudito, lo factible, lo injusto y lo más injusto, represión. Ya no quería obedecer al fallo de su mirada, a esa doble moral que contrastaba con ella. Su cuerpo era disonancia en relación a lo expresado en sus ojos, y su asentir era, tras las miles de evidencias, una gran hipocresía.
Duele saber que el mar ya se me antojaba distorsionado. Hasta en la lejanía de Medellín a ambos nos era más sencillo soñar con él. Gabriela me había arrastrado lentamente, con voluntad o sin ella, hasta hacernos uno, hasta vernos a los dos como una sola silueta que no se correspondía con la realidad. Éramos una nueva realidad distante, anacrónica, aleatoria, como un rompeolas en la mitad del mar, inquebrantable, al que no le afecta el más violento azote de agua, así esta trate incansablemente de arrastrarlo, de moverlo un poco, así trate de que siga sus direcciones y sus ritmos, pero el rompeolas sigue ahí sin que lo conmuevan las intenciones del mar.
En la última reunión con Salazar, Gabriela, parcialmente borracha, me decía: “¿Vos por qué me querés llevar al mar? ¿Para demostrar lo que es arriesgarse, lanzarse al mundo y afrentar sus disposiciones? Parece que no te gustó cuando te dije que vos sólo te las das de arriesgado, aludiendo a las acciones que has asumido junto a los universitarios y que has catalogado, por puro egocentrismo, como trascendentales, pero que no te he visto hacer algo que de verdad muestre lo apasionado que dices ser, por la revolución o por cualquier cosa”. Ya me había retado y entre más veces me veía pensando en esas afirmaciones como reto, más sentía como cachetadas el hacer válidos sus argumentos.
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Removió todo en la habitación, dejando un gran espacio despejado. Rebuscó en su maleta el viejo tutú que la acompañaba desde tiempos en los que no conocía el nombre de esa prenda. Se lo puso encima de la ropa liviana y ligera que llevaba, retándome a la caricia, moviéndose tan suavemente que parecía verse todo por cuadros independientes y definitivos. Una vez el tutú estaba acomodado, Gabriela bailó su ballet. Era un ballet exquisito, la mejor exposición de los alcances del cuerpo, la feminidad descrita desde el plano motriz, sin palabras, y, sin embargo, viéndola yo era capaz de reconocer el mejor verbo de la lengua, y casi todos los adjetivos de orden positivo. Aun en toda esta armonía entre las direcciones que dibujaban sus extremidades y la rendición de mis ojos para seguirlas, Gabriela mantenía esa disonancia cuerpo versus mirada: mientras su cintura decía que me dedicaba cada uno de los movimientos que lenta y sensualmente perpetuaba, y que además admitía el trance en el que ya se hallaban mis sentidos, sus ojos me prohibían observarla, trataban de levantar una pared entre ella y yo, quizá para obligarme a saltarla y hacerla caer cuando yo lo intentara, dejándome aplastado. Pese a todo esto yo amaba verla haciendo su relevé. Gabi no era mejor que los danzarines de los recitales a los que habíamos asistido, pero era demasiado buena considerando el tiempo que llevaba practicándolo, era demasiado elástica para ser de carne y hueso y era demasiado hermosa como para que no quisiera fotografiarla, admirarla y adorar cada uno de sus movimientos. Primero capturé su relevé, luego varias posiciones del elegante port de bra, un plié, y me fascinó encontrarme, al revisar las fotografías en la tarde, con el desenlace de un fino piruet. Lo único extraño de aquella mañana, embriagada de fantasía y tutú, de placer y sacrificio, fue que Gabriela, incontrovertible en sus pasos, análoga, llena de pasión, y ritual, y Rey Sol, y Feuillet, y Rameau, y Magri, y Hilferding y Traité Maître à danser, nunca puso a sonar música para danzar, ni cuando estiraba, ni cuando practicaba sus pasos.
No tenía intenciones de aceptar la renuncia, esa que se había definido desde el mismo día que se firmó el contrato. No lo iba a hacer, pues estaba convencido de que la danza era el único camino que me llevaría de verdad a Gabriela. La danza me la mostraba de una manera diferente, más humana, menos transparente e inalcanzable. Cualquier idea de resignación se desvanecía con sus pasos. La cosa es que no sabía si eso era una intención premeditada por ella a fin de cuentas, de la misma manera con la que diseñaba sus geométricas coreografías.
Por lo general sus ensayos tardaban un par de horas, mas esa vez no soportó ni treinta minutos. Se quitó de par en par el tutú, y no hizo la reverencia ante el espejo o la nada con la que terminaba siempre el montaje o el despliegue de suerte de improvisaciones si era día de inspiración. Abandonada de cualquier expresión parecida a la de las otras veces cuando la vi bailando, me pidió que saliéramos a cualquier lugar. Su cara empapada de sudor revelaba frustración. Supuse entonces que ella también era víctima de esa ideología danzarinezca que predica ser mejor en cada intento, y que quizá no había logrado mucho, aunque yo lo viera todo impecable. Pero, cuando se puso las sandalias y me llamó con un gesto de las manos, noté una torpeza en los desplazamientos, acompañados de inciertos e inocuos quejidos que comprobé cuando estuve tan cerca como para fijarme en los moretones que ahora tenía en la piel. Según yo, que fui un espectador impasible de su práctica, fueron tan pulcros y delicados los movimientos y los pasos, que no pudieron ocasionar esos dolores manifiestos que la hacían lanzar quejidos al andar, voltear la cabeza, agarrar algo firmemente, etcétera. Nunca sabré cómo y cuándo se golpeó, tal vez ése debe ser el sufrimiento que muchos danzarines, según dicen, deben pagar por su arte. Y entonces me imaginé a mí con mi propia deuda de sufrimiento, pues sin practicar la danza, el teatro o la pintura, por el hecho de sufrir la Crisis Gabriela, consideraba un arte el sólo mirarla.
Una frase atípica, un momento suave que desembocaba en el rubor de tus mejillas, una pluma azul colgando de tu oreja, tan cerca de mí que la veía doble. La cólera de ayer, latente, la inexorable explicación de cada evento, el desconsuelo de los peces en la pecera, de las aves en la jaulas; las consecuencias de la libertad, invisibles. Un beso que seguía, como pugna del desconsuelo, como poema trillado, renaciendo, perdiendo su propia y estética noción; letras en espiral, retorciéndose, anagramándose, frente a la puerta de cristal y tres goznes, si perder su sentido. ¿Por qué seguía pensando esas cosas? ¿Quién dice que un beso no es en efecto dialéctica? Explorábamos el sentido de la vida, era la verdadera pugna para romper los paradigmas, la verdadera esencia y manifestación de las almas que por lo demás sí existían.
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Quizá la pugna sí está en un beso, largo y suave, seco y deseado, donde es verdad que se encuentra un sentido, la coherencia de las almas. Donde la filosofía pasó a ser amor, como dicta la etimología, y no obsesión, como dicta la historiografía. Donde la vida misma pasa factura de cada uno de los momentos que prestó preparándose para un pequeño momento, largo, suave y seco, para ser retribuida, para obtener al fin el significado verdadero, metafísico por lo demás.
Me vi como un tonto, haciendo una pregunta basada en uno de esos equívocos pensamientos que me llevaban a convencerme de que ella y yo volvíamos a estar cerca, y digo volvíamos porque una vez logró convencerme de que lo estábamos.
–¿Hacemos el amor?
–Si con hacerlo te referís a inventarlo, dudo que podamos.
–¿Inventarlo?
–Claro, ¿no te das cuenta de que eso no existe? No va más allá de las palabras. Y no me mirés así que es verdad. Dirás ahora que sólo soy un cliché, y dizque Summer en su medio millón de días y quién sabe qué más disparate, pero soy más una Isadora Duncan, y vos lo sabés bien, porque te querés creer mi Esenin.
Empezaba a convencerme de que ella conspiraba para enloquecerme. Ya me había enterado de que cordura y yo éramos los verdaderos sinónimos, y de que mi animadversión hacia ciertas cosas debía volcarse más hacia ella, una mujer sorda y ciega, taciturna y trascendente, acechándome; el monstruo bajo la cama, con la diferencia de que era real, y esperaba el momento oportuno para atacar. Un hotel en Bocagrande era su lugar propicio por excelencia, por la lejanía con la realidad del país, porque allí me entretenía la bahía, porque, en Cartagena, Gabriela era perfecta.
Y fuimos como dos ritmos yuxtapuestos en el aire, un olor a rocío y madrugada salada, las paredes calurosas y expectantes, y el sabor del sudor encima de tu boca, que elegía de forma descoordinada y por el azar de la pasión cada espacio de la piel para ungir el sonido de las campanitas pequeñas rebotando en la humedad. Y bailaban las piernas y eras impertérrita y aventurera, eras ballet de nuevo y seguías siendo música, de la que no le deja paso al habla, de la que no le da lugar a otra cosa que no sea el reconocer cada detalle del ser físico empecinado en la caricia, los vellos cortos y suaves, imperceptibles si no estás tan cerca para verlos sólo con la sensación que causa cuando rozan la mejilla, un placer exhumador, sublime.
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Esos momentos en los que me rebates con argumentos ilógicos, infantiles, que te nacen de los sentimientos –y es el único momento donde sé que existen–, y yo, convencido de que tengo la razón, percibo la seguridad infranqueable de tu voz, y empieza a destilar más confianza que la mía. Entonces, cuando menos me doy cuenta, paso a ser tu seguidor, y soy capaz de enfrentar las conjeturas que antes defendía, me armo con tus propios juicios sentimentales, sin ninguna duda ni condiciones, y termino siendo parte de ti, y me es satisfactorio, me parece racional y completamente sano, porque me besas cuando te creo, porque te creo mucho más cuando me besas, porque la realidad muta a lo fantástico, porque te es demasiado fácil llevarme a tu propia realidad, esa donde lo que dices tiene sentido. Y me llevas sin que proteste. Odio a Cartagena y al mar.