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¿Qué lo llevó a ser guionista?
Mi papá era escritor, y yo de pequeño escribía. A los 14 años me regalaron una cámara fotográfica y empecé a tomar fotos. Mi papá, que casi no se metía en nada, vio las fotos y me dijo: “Oiga, chatico —era muy bogotano— usted debería dedicarse al cine”. Eso se quedó en mi interior. Cuando entré a la universidad me di cuenta de que narrar con imágenes me apasionaba. Ahí uní esa fase de mi papá, me enamoré de eso y simultáneamente de la televisión que hacía “Pepe” Sánchez en aquel momento, con “Don Chinche” y “El cuento del domingo”. Eran dramas serios, profundos, que se presentaban el domingo por la noche. Allí vi por primera vez la televisión que quería hacer, con una historia llamada “Vivir la vida”. En ese momento dije: “Quiero aprender a hacer eso”, y me busqué a “Pepe” Sánchez.
Entonces “Pepe” Sánchez fue su mentor...
Sí, él me abrió la puerta, me llevó de la mano, él me enseñó todo. Fue mi gran maestro.
¿Cuál fue su primer guion?
El primero que escribí fue el cuarto capítulo de “Romeo y Buseta”. Era asistente de dirección en ese entonces y “Pepe” no podía escribirlo porque estaba muy ocupado. “Pues lo hago yo, no pierden nada”, les dije, y se arriesgaron. El capítulo no solo le gustó a “Pepe” Sánchez, sino que lo grabamos. Desde entonces empezamos a escribir juntos, hasta que con el tiempo empecé a escribir los demás.
¿Cómo funciona la escritura de guiones en Colombia?
Eso lo han vuelto un show. Los productores en general no saben de historias. Algunos sí, pero en general no. Saben cómo hacer plata, así que los harían en una fábrica de zapatos o en una aerolínea. Para mantener algún tipo de control editorial fragmentaron la autoría y se inventaron que ya no puede haber solo un autor. Hoy en día se inventaron el “writer’s room” (cuarto de escritores) y todas estas cosas, que cuando están bien organizadas funcionan. Pero para que eso funcione necesitas que al menos uno sea un verdadero escritor. Ese escritor podría escribir toda la historia solo, pero el problema son los tiempos, porque una empresa de cine o televisión no puede esperar tres años a que una persona produzca. Para acelerarlo, hay que sumar gente a la cadena de producción y volverlo un proceso en cadena. El “writer’s room” es la forma en que se atomiza el poder para que un productor —que a veces sabe, a veces no— tenga el control editorial sobre algo en lo que no tiene autoridad.
¿Cuál es el rol de un guionista luego de entregar la historia escrita?
Eso depende muchísimo de la cultura en la que estés trabajando. Hoy en día, en Colombia, el guionista no importa, ni siquiera se conocen entre ellos. Hay equipos de siete u ocho escritores que nunca han interactuado personalmente, solo envían por correo lo que les ordenan escribir. En ese caso, el guionista no existe como creador, es solo un mecanógrafo que sigue instrucciones. Cuando hay una cultura de respeto por los roles, el guionista y el director se conocen, conversan bastante y se influyen mutuamente. Lo mismo sucede con los actores, quienes también aportan y se dejan permear por la historia. Es una cultura donde no impera el ego, sino el resultado de contar una historia de la mejor manera posible. Existen culturas intermedias, donde el director puede consultar al escritor cuando tiene dudas. Me pasó en algunas ocasiones, como en “Azúcar”, en 2016, cuando Carlos Moreno me llamaba y me decía: “Mauro, tengo este problema. ¿Aquí qué hago?”, y lo trabajábamos juntos. También está la otra cara: la cultura donde el escritor nunca aparece y nadie lo conoce.
¿Qué es lo más complejo de enganchar a las audiencias en los primeros capítulos?
Lo más retador es enganchar al público con una historia que no pueda dejar de ver. Hay que construir preguntas muy bien amarradas y supremamente intensas para no darle opción al espectador. No es que lo vas a querer ver, es que lo vas a tener que ver, porque te estoy planteando una pregunta como si fuera una noticia de vida o muerte. Te tengo en mis manos. Ahora, más te vale que te conteste algo que sirva. Pero mientras te lo contesto, te tengo en mis manos.
¿Hay algún detonante para sus historias?
Siempre es el dolor y la rabia. “La mujer del presidente”, por ejemplo, nació de mi rabia con el sistema penal y penitenciario colombiano. Es una rabia que tengo desde niño, porque conocí las cárceles desde ese momento. Mi mamá trabajaba en ellas, y yo veía el sufrimiento estéril de esos hombres y el de mi mamá tratando de ayudar en un Estado al que no le interesaba. O por ejemplo, “La otra mitad del sol” surgió de mi rabia con el sistema educativo, un sistema mentiroso que te dice cosas que no son verdad, te hace creer que eres profesional, pero no te enseñaron nada, solo te sacaron la plata. Es un sistema de evaluación completamente subjetivo, donde si te pareces al profesor, eres bueno, y si no, eres malo.
¿En su proceso de escritura necesita lectores antes de entregar el guion finalizado?
Necesito un lector honesto, no que me lea y me destruya, porque nadie funciona a las patadas. Al lector no hay que preguntarle si le gustó o no. Eso es un gran error que tenemos los escritores: esperar que nos digan si les gustó o no. La pregunta que uno le debe hacer a un lector honesto es: ¿qué leíste? Y si te dice lo que tú querías decir, entonces eso está bien escrito. No sé si lindo o no, eso ya es otra consideración. En vez de escribir bien, los colombianos preferimos escribir lindo.
¿Cómo ha visto los cambios en la industria a través del tiempo?
En Colombia, la llegada de los canales privados cambió la narrativa televisiva. Antes había una multiplicidad de voces y estilos, lo que permitió el surgimiento de producciones como “Betty la fea” y “Café con aroma de mujer”, que tuvieron un gran impacto en América Latina, pero cuando entraron los canales privados se homogeneizó la competencia y cambiaron las prioridades. Ya no se trataba solo de la calidad de las historias, sino también de los valores de programación. Una novela podía ser mala, pero si estaba bien programada, funcionaba. Todo esto llevó a que Colombia dejara de escribir historias para sí misma y empezara a hacerlo para el mercado internacional, especialmente para el US Hispanic —es decir, México y los hispanoparlantes en Estados Unidos—. Se abandonó lo que nos hacía singulares para adaptarnos a un modelo comercial impuesto desde afuera.
