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No me ofendiste
Era domingo en Barranquilla, 11 p.m. El volumen de la música era insoportable. No podía dormir. Había llamado al 123, y nada: ningún policía se acercó a regular la situación. El vecino seguía parrandeando en la terraza de su casa. No soporté más: salí y le pedí de manera amable que bajara el volumen. Sí, efectivamente, bajó el volumen, pero para gritarme: “¡Si no te gusta, múdate de aquí, campesina; devuélvete para tu pueblo!”. Le contesté: “No me voy porque tú lo digas. Procura ponerte unos audífonos, a nadie le interesa escuchar la basura que tú escuchas”.
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Subió el volumen y siguió parrandeando. Noche eterna e infernal.
Al día siguiente me quedé pensando: si él creyó que gritarme “campesina” significaría un insulto para mí, está muy equivocado y desubicado. Lo reconozco: nací en Barranquilla y al cumplir un mes mis padres me llevaron a Bomba, Magdalena. ¿Por qué negar que crecí en un pueblo? Sí, ahora vivo en la ciudad, pero no olvido mi infancia, todavía utilizo el vocabulario de mi pueblo y me acuerdo de sus vericuetos, sus rostros y de su ciénaga. Lo visito, le tomo fotos y cuento historias sobre su cotidianidad. Pena no me da.
Creo que él relacionó la palabra “campesina” con “corroncha” y asumió que eso me ofendería. A mí no. Nunca. Díganme campesina o corroncha, no me afrenta, porque serlo es mantener vivos los recuerdos de esa población recóndita, es tener claro de dónde vengo, es llevar en la memoria una gastronomía inimitable, es no tenerle asco a andar descalza ni al barro, es darles un lugar digno en mi corazón a mis nostalgias.
Todavía tomo café de la ollita tiznada; no hay Starbucks que lo supere.
A la escritora Inma Chacón le preguntaron alguna vez qué se aprendía en un pueblo que no se aprendía en una ciudad, y ella supo dar la respuesta más lúcida: “A corretear por las calles sin miedo”. ¿Por qué yo me debería avergonzar de criarme en un pueblo? Fui feliz allí. Mucho.
Como suele pasar, la contestación más concreta y acertada se me ocurrió después: ese día debí decirle ignorante. Sí, porque no sabe que los alimentos que encuentra servidos en su mesa vienen del campo.
En fin, esa es la “gente de bien”.
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Es peligroso no mirar
Yo estaba allí cuando una niña se detuvo y se quedó mirando el paisaje. La madre la espantó: “No te quedes ahí, el sol está muy caliente, vámonos”. Es peligroso no saber contemplar. Es peligroso creer que contemplar es perder el tiempo. Es dañino no aprender a pasar los ojos por los paisajes, por las pieles, por los caminos, por otros ojos. Hay tanta gente que no detecta las nostalgias en las sombras ni los lugares que aún no han estrenado la luz dura. Por no contemplar es que no aprendemos a dibujar nuestro propio reflejo y terminamos por creer que el reflejo fidedigno es el que nos muestra el espejo o es el que confeccionan los likes en Facebook. Que no nos sigan espantando mientras contemplamos, que no lo hagan, es nocivo: es allí cuando germinan las miradas analfabetas. Tal vez por eso hay tantas fotografías sin mensaje.
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Señora Sensatez
Cuando la abuela pregonó su edad en medio de hijos y nietos el día de su natalicio, por primera vez sentí que alguien era consciente, con toda honestidad, de la velocidad del tiempo:
—Tengo 75, entrando a los 76.
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Arisca
Siempre hay alguien que te da un consejo que no has pedido: hace unos días me dijeron que para no subir de peso debía dejar de comer arroz. Me eché a reír. Fue un buen chiste, un reverendo chiste. No lo tomé en serio, yo no voy a dejar el arroz. No voy a perderme de ese espectáculo que me roba los suspiros a mediodía: humedecer el arroz con el guiso y contemplar el humo que ni el abanico logra que cese con prontitud.
Sí, sí, dejé desde hace varios años las bebidas azucaradas, las frituras, otros alimentos refinados y los embutidos. Pero al arroz yo no lo dejo. Ya no me preocupa si mi cuerpo está fit o fat, ignoro los espejos; quedarme viendo mi imagen para recalcarme que soy una mamacita no me hace más feliz. Me cuido, tomo agua cada día, camino. Mi sueño no es estar delgada. Tampoco deseo ser obesa. Mido 1.55 cm y peso 53 kilos, ¿por qué querría estar flaca?, ¿por qué la gente da consejos que no pedimos y que no necesitamos?, ¿por qué nos quieren ver enflaquecidas y siempre jóvenes?, ¿por qué no mantener la contextura de nuestro cuerpo al natural? Al arroz no lo abandono, él es más fiel que otras cosas: me espera siempre al mediodía; cuando lo veo servido, de inmediato me genera un equilibrio esotérico.
Soy arisca ante ese consejo, y si me lo vuelven a dar, diré lo mismo que Frances McDormand, esa mujer que no tiene tiempo para la vanidad: “Preferiría no ser consciente de lo gordo que se ve mi trasero”.