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“Morir, dormir: dormir, tal vez soñar”.
Hamlet
*
Fue la larga lista de espera lo que me hizo tomar la decisión de manera tan atropellada. Quería, simplemente, ahorrar algo de tiempo, y ahora pago las consecuencias. Sepultado por mis rutinas diarias, envié mi solicitud, pero jamás me di a la tarea de informarme sobre las minucias del procedimiento. Y, a decir verdad, hasta llegué a olvidarme del asunto. Bueno, el ‘asunto’ siempre ha estado en mi mente desde que tengo uso de razón, solo que esta vez, agobiado por el aburrimiento de una vida anodina y común, estaba resignado a ser una más de las estadísticas anónimas que esperan y esperan y esperan a que el ojo lagañoso del Estado se apiaden de ellas. Solo cuando llegó la carta de aprobación, con la fecha y el lugar, pensé seriamente al respecto.
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¿Y ahora qué? Por amigos y conocidos sabía que la forma dependía del estado físico, y de las características psicológicas del paciente. También, que podría ser doloroso, en extremo, o un sueño de ángeles químicos, si uno tenía algo de suerte. Pero nunca nadie me advirtió de lo que enfrentaría al encontrarme, frente a frente, con el entramado burocrático que conllevaba, o de la tramitología intensa que escondía, el participar en una de las multitudinarias jornadas de suicidio que patrocinaba la Sociedad de Tanatología del Estado.
Así fue como varios meses de espera terminaron, tristemente, en una fila kilométrica, aguardando por un número y una hora aproximada para finiquitar mi existencia, aportar mi granito de arena para bajar la explosión demográfica y, quizá, dejarle mi espacio vital a alguien mucho más útil para la sociedad. ¿Puede uno, acaso, morir de tedio? Deberían incluir ‘Muerte por burocracia’ en la lista de opciones.
Cuatro horas después lo logré: pararme frente al escritorio de una secretaria displicente y amargada, todo un cliché pintarrajeado del empleado público, que ni siquiera me miró a los ojos, menos aún me saludó, cuando me soltó:
-¿Y su F340?
-¿Mi qué?-, le respondí, aún sumergido en la bruma del insomnio, tras una larga noche de despedida de mis 35 años de vida, con algunos familiares y amigos.
Me aclaró, con gesto de hastío y voz gangosa, que el F340 era mi declaración de reconocimiento familiar y social, porque no se procesaban solicitudes de gente sin identificación, y que todos teníamos que garantizar que alguien se hiciera cargo de mis cenizas.
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-Esta no es una fábrica de autos, señor, es una causa muy seria, creada y respaldada por el Supremo, con todos los elementos de ley. Si no trae con usted el F340, supongo que tampoco el C4 o las atestaciones de donación de órganos y reinserción digital. Le sugiero que vuelva otro día, ¡siguiente!-, remató molesta.
¿Qué mierdas era todo aquello? Con toda seguridad, si entraba mi nombre en su sistema, vería mi pasado psiquiátrico, razones de más para dejarme participar, razones de menos para aplastarme, de nuevo, la autoestima. No iba a perder la madrugada, ni el tiempo perdido en la fila, ni los dos meses de espera en lista, ni las últimas 24 horas de energía vital y emocional consumida despidiéndome de mis seres queridos. “Lo siento, pero de aquí no pienso moverme, esto es una falta de respeto”, alegué, irguiendo mi puño en alto, como esperando que el resto de deprimentes y deprimidos de la línea me respaldara. Pero, obvio, no hubo tal, solo una pesada y gruesa cortina de silencio, matizada por uno que otro carraspeo o sorbida de mocos.
Fue entonces cuando me percaté de la presencia, en una de las esquinas del salón, de un guardia de seguridad, que empuñaba uno de los tristemente célebres bastones de corrección térmica, quien ya me miraba con gesto entre curioso y amenazante.
-Señor, hágase a un lado, por favor, tenemos todo un día de trabajo por delante, como puede ver-, insistió la mujer, rematando con una mirada al guardia, que dio un par de pasos en mi dirección.
Mi mente voló en todas direcciones y tuve una epifanía: saltar sobre el escritorio y asir a la funcionaria por las solapas de su uniforme. Obvio, lo próximo que sentí fue la primera descarga del bastón térmico del guardia. Luego vino otra mucho más fuerte y, tras ella, el regulador cardiovascular que llevaba desde los cinco años, debido a una arritmia cardiaca congénita, me explotó en el pecho.
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Un olor a circuitos y plástico quemados se esparció por todos los rincones y, espero, que hasta la última de las narices de la mencionada y tortuosa hilera de aspirantes a difuntos. Nunca habría imaginado un final tan grotesco y a la vez tan emocionante para mi vida. Podía verme, en el suelo, de medio lado, con el pecho abierto, con el rostro crispado de dolor y la mirada vidriosa, pero con un dejo de satisfacción en los labios. De una u otra manera, me había salido con la mía, el triunfo del ciudadano de a pie contra la bestia inconmensurable de la burocracia. O de pronto mi gesto de arrojo y ciega tozudez enviaba un mensaje certero a mis compañeros de jornada, como para que toda la espectacularidad de mi deceso no fuera en vano. ¿Pero, cuál? ¿Nunca te rindas, ni siquiera para bien morir? ¿Nunca te dejes pisotear por el sistema? ¿La constancia vence lo que la dicha no alcanza? Todas y ninguna de las anteriores.