El Magazín Cultural
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Orígenes de García Márquez en la pantalla grande (Diez años de soledad)

Presentamos un texto del especial “Diez años de soledad”, esta vez sobre la estrecha relación de Gabriel García Márquez con el cine.

Carlos-Germán van der Linde *
16 de abril de 2024 - 10:33 p. m.
En medio de tantos y tantos estudios, quizá la relación con el cine es uno de los lados menos explorados de la obra de Gabriel García Márquez.
En medio de tantos y tantos estudios, quizá la relación con el cine es uno de los lados menos explorados de la obra de Gabriel García Márquez.
Foto: El Espectador

1964 es muy importante para las relaciones de Gabriel García Márquez y el cine. Esta historia inicia casi una década antes, cuando viaja a Italia a cubrir el estado de salud del papa Pío XII. La estancia la aprovecha para tomar clases de guion cinematográfico en Cinecittà de Roma, en octubre de 1955. Tiempo después, a inicios de la década del sesenta, el inquieto García Márquez se radica en México con el propósito de impulsar su carrera como escritor de cine. Tras este derrotero, en 1964, en colaboración con Carlos Fuentes, el hijo del telegrafista de Aracataca consolida el guion cinematográfico de Tiempo de morir.

Este proyecto creativo se emprende en 1963 con el guion titulado El charro y, en 1966, llega a la pantalla grande bajo la dirección de Arturo Ripstein, con el título arriba anunciado de Tiempo de morir. El mexicano Ripstein también es conocido por dirigir El coronel no tiene quién le escriba (1999), versión que no fue aprobada por García Márquez ni tuvo buena acogida por la crítica. Esto no hace a Ripstein un mal director, pues basta con conocer sus grandiosas obras como El castillo de la pureza (1973) o Un lugar sin límites (1978) para quitarse el sombrero ante su genialidad. El guion de Tiempo de morir, casi dos décadas después de su estreno, llega a una realización colombo-cubana, a través de Focine y el Icaic, bajo la dirección de Jorge Alí Triana (1985). Las colaboraciones entre García Márquez y Triana continuaron con la serie de televisión Crónicas de una generación trágica (1993) y el largometraje Edipo alcalde (1996).

El guion de Tiempo de morir es considerado por muchos críticos una pieza literaria de alta factura poética e, incluso, no faltan las invitaciones a asumirlo como un género narrativo autónomo. El guion cinematográfico es escritura, en principio, no para ser leído sino para ser filmado. Por esto mismo, la invitación a tomarlo como un género literario es una propuesta novedosa y, para algunos, inquietante. El guion, en tanto literatura, permite imágenes poéticas poderosas que, en el caso del Gabo guionista heredero del Gabo literato, son un verdadero reto para los directores de cine y los directores de fotografía. En este sentido se tiene el final del guion de Tiempo de morir, ejemplo diciente de la conjugación de la literatura y la escritura para cine:

“De pronto, sin ningún anuncio, pocos metros más allá de la cruz, Juan se detiene, y empieza a derrumbarse ceremoniosamente. Es como si no se derrumbara todo el cuerpo, sino como si cada uno de sus miembros se fueran deshaciendo, uno tras otro, en una desintegración silenciosa y solemne. En el armónico transcurso de aquella caída interminable, el polvo se va levantando con igual solemnidad; con la misma apariencia de ingravidez monumental con que el cuerpo se ha ido desmoronando, reintegrándose al polvo original, hasta que cuerpo y polvo se confunden en una especie de silenciosa, infinita y majestuosa conflagración”

Ripstein resuelve la escena escrita con una cámara lenta que se desplaza con el personaje abaleado por la espalda, inicialmente en un plano medio acompañado de un sonido ululante del viento, que deja ver los tiros en el chaleco de Juan Sáyago. Este énfasis sirve para contrastar con los agujeros que recibió el viejo Trueba, a quien Sáyago mató, hace dieciocho años, de frente y con honorabilidad. Luego el plano se abre a uno general para mostrar al personaje desvanecerse sobre el suelo al lado de la cruz, donde una ola de polvo lo cubre a él y destaca la cruz que marca la muerte del viejo Trueba. La traducción de la imagen literaria “silenciosa, infinita y majestuosa conflagración” es una bella composición en la que el cuerpo sin vida de Sáyago, acompañado con un solo de guitarra, parece una sombra proyectada desde la cruz.

Triana, por su parte, conserva el ulular del viento de la versión original pero cada detonación hecha por el menor de los Trueba tiene un efecto sonoro abovedado. En esta ocasión, Sáyago no lleva chaleco y después de dar varios pasos siendo impactado por la espalda por fin cae al piso. En ese mismo instante, la cámara hace un primer plano de la cara y con ello se despide del hombre muerto, para dar paso a una secuencia en la que se realza la angustia de Pedro, el inocente asesino. La cámara corre con el desorientado joven, una canción sobre la muerte de Juan Sáyago, a ritmo de vallenato, está en lugar del ulular y sirve para conectar este plano medio con la siguiente secuencia. La cámara se eleva hasta alcanzar un ángulo cenital que al final muestra la corraleja donde los dos personajes abatidos, uno de muerte y otro emocionalmente colapsado, son las víctimas del encierro que significan los códigos medievales de honor.

He aquí dos tratamientos audiovisuales diferentes de la propuesta poética del guion original. No es tarea en este momento juzgar si uno es mejor logrado que otro, tan solo señalar las posibles “traducciones” que se pueden ejecutar al pasar de la palabra a la imagen, sobre todo cuando aquella no es tanto descriptiva como sí poética.

La importancia de 1964 continúa con el estreno de la película El gallo de oro, dirigida por Roberto Gavaldón. El mexicano Gavaldón es reconocido por el imponente largometraje Macario (1960), interpretado por Ignacio López Tarso, quien también hace de Dionisio Pinzón, en El gallo de oro. Esta es coprotagonizada por Lucha Villa en el personaje de La Caponera. Villa, además, actúa en Presagio de Luis Alcoriza (1974), con guion de García Márquez. Manuel Barbachano Ponce es el productor de El gallo de oro y de la más importante historia de Juan Rulfo, a saber, Pedro Páramo, dirigida por el español Velo (1966), así como de la película Amor, amor, amor (1965). Esta última está compuesta por cuatro historias, en realidad es la suma de cuatro cortometrajes. El segundo de ellos se titula Lola de mi vida, cuyo guion es una colaboración entre la idea original de Juan de la Cabada, el director del corto Barbachano y García Márquez. El guion del cortometraje Lola de mi vida en realidad es pilotado por el nobel y es resultado de ese fructífero año de 1964. Este entramado de directores, productores, actores y guionistas revela la existencia de un bloque de artistas e intelectuales iberoamericanos trabajando en conjunto por un nuevo cine latinoamericano.

El largometraje El gallo de oro es el primer guion cinematográfico de Gabo llevado a la pantalla grande. Es un trabajo de adaptación de la novela de Juan Rulfo que inicia el colombiano y al que se le agregan Carlos Fuentes y el propio director de la cinta. Las historias de Rulfo, como las de García Márquez, presentan un reto para guionistas y directores, pues, la magia, la poesía, la idiosincrasia y la riqueza de lo local, que funcionan tan bien en la palabra escrita, no se puede vaciar tal cual al lenguaje audiovisual. Requiere un esfuerzo de traducción tanto de los guionistas como de los directores. En los talleres de guion cinematográfico dictados por el cataquero en San Antonio de los Baños en Cuba, se insistía en que los personajes de cine no pueden hablar como los personajes literarios. Estos tienen cierta licencia para un estilo más poético, mientras que aquello deben conservar un registro más cotidiano para ser aceptados por el público. Los personajes cinematográficos tendrían que hablar como la gente real, pero en la medida de lo posible deben transmitir una visión de mundo profunda y compleja.

1964 termina con una mención de suma importancia para el escritor colombiano y paradójicamente sin participar como guionista. En el Concurso de Cine Experimental de ese año su historia En este pueblo no hay ladrones obtiene el segundo puesto. Sus amigos Alberto Isaac y Emilio García Riera estaban interesados en participar en el certamen y le dieron a leer a García Márquez el guion en el que trabajaban. El colombiano, sin tapujos, descalificó el guion y les cedió su cuento sobre el robo de unas bolas de billar, perteneciente al volumen Los funerales de la Mamá Grande (1962). Ellos adaptan el cuento e Isaac dirige la cinta, en la que participan varios artistas e intelectuales iberoamericanos como Carlos Monsiváis, Juan Rulfo, Alfonso Arau, Arturo Ripstein y Luis Buñuel. La cinta es sobria en su ritmo y su fotografía, con lo cual se transparenta la dinámica cotidiana del pueblo. A la par, va internándose poco a poco en la desazón de Dámaso, el inútil ladrón.

Las producciones de 1964 tienen el favor histórico de ser previas al boom del realismo mágico que vendrá pronto, en especial, con Cien años de soledad (1967). Esto es así, aún cuando ya había claves de realismo mágico en las primeras crónicas de La Sierpe y en el mundo legendario de la Mamá Grande. Esa anticipación salvaguarda las tres obras de tener que ser mágicas y pueden profundizar en la vida cotidiana y monótona de pueblos insignificantes y premodernos en los que leyes ancestrales, casi tribales, rigen sus designios. Tal como sucede con la misión de vengar un padre muerto hace dieciocho años, enterrar con dignidad a una madre amada gracias a la suerte que trae un gallo y una cantante, y tratar de restituir la sociabilidad de un pueblo que se ha quedado sin el juego de billar.

Por último, se debe añadir que en el único proyecto que García Márquez no colabora en la adaptación es el largometraje de Isaac; sin embargo, sí participa en la película en un papel fugaz de taquillero a la entrada de una sala de proyecciones. Esta sala de cine perfectamente podría evocar al teatro Olympia de Aracataca al que el abuelo Coronel, apodado Papalelo, llevaba a Gabito a ver películas de vaqueros. Con ello, la memoria afectiva del niño perdura en el adulto escritor de literatura y en el creador de guiones.

* Carlos-Germán van der Linde, doctor en literatura latinoamericana contemporánea de la Universidad de Colorado. Actualmente es profesor en la Universidad de La Salle.

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Por Carlos-Germán van der Linde *

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