El año es 2042.
Juan Santiago está sentado en el escritorio de su estudio. Fue un día largo y la tenue luz de una tarde nublada que entra por las persianas combina con su disposición a estas alturas de la semana. A duras penas hay ánimos para prender una lámpara.
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En sus manos, una carta del colegio de su hija. El remitente, un profesor que se tomó la molestia de escribir una misiva a título personal para expresar su “profunda preocupación por el ambiente y valores a los que Cayetana está siendo expuesta en casa”. Juan Santiago relee con una mezcla de irritación e incredulidad el mismo párrafo una y otra vez:
“[...] Siento que hablo en nombre de toda la institución cuando recalco la importancia de los principios que esta enaltece y, aunque entendemos que los límites de nuestra instrucción se trazan en los muros de cada hogar, nos preocupamos por que las familias pertenecientes a nuestra comunidad reflejen estas mismas virtudes”.
El descaro.
“[...] A pesar de su temprana edad —o, más bien, teniendo esta misma en cuenta—, es de gran importancia que Cayetana aprenda sobre el peso que conllevan las palabras y entienda que con ellas puede influir de manera negativa en el desarrollo de sus compañeres. Me temo que mis amables explicaciones sobre el uso correcto del lenguaje no han surtido efecto y la próxima vez que utilice en clase el término patriarcal “papás” para referirse a ustedes, sus genitores, me veré obligado a agendar una cita con rectoría”.
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Mientras Juan Santiago se soba la sien y exhala lentamente, entra Nicolás al estudio. Al verlo frustrado, se acerca y le empieza a acariciar el pelo tiernamente. Él ya leyó la carta. Comparten una cansada mirada de resignación y con un breve suspiro se preguntan la misma cosa: ¿por qué todavía no dejan a dos hombres ser papás tranquilamente?