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Infortunios de un prodigio: declara el hombre invisible

Sospecho que, por exceso de optimismo o carencia de juicio, se ignoraban los infortunios del prodigio de la invisibilidad. Ya el científico turbio de la historia de Herbert George Wells, que tenía la enorme ventaja de ser albino, los había padecido.

Juan Sebastián Padilla Suárez
16 de enero de 2022 - 12:07 a. m.
El libro 'El hombre invisible' es una novela de ciencia ficción, publicada en 1897, por el escritor H. G. Wells.
El libro 'El hombre invisible' es una novela de ciencia ficción, publicada en 1897, por el escritor H. G. Wells.
Foto: Archivo particular

En los años posteriores a la publicación de El hombre invisible (1897), varios entusiastas colombianos quisieron replicar con fines parecidos la invención de H.G. Wells. Por ejemplo, se sabe que, en Bogotá, en 1912, unos ingenieros alemanes contratados por el presidente Restrepo para instalar un torno industrial trabajaron la idea de un sombrero con un sistema propulsor de fuerzas centrípetas que, al momento de activarse, generaría tal implosión de energía que el sombrero (de alas anchas, según trazos de los primeros planos) cubriría el perímetro del cuerpo con un campo de luz que lo haría pasar inadvertido, entre formas y colores. Sin embargo, el proyecto de los alemanes tenía tozudos problemas. En primer lugar, el mecanismo de activación era rústico y exagerado, pues consistía en un botón de mano conectado por un cable plegado desde uno de los brazos hasta la coronilla del sombrero; el segundo problema era todavía más ingenuo: no funcionaba de noche; y el tercero repetía la tragedia del joven Griffin: el simple empellón de unos hombros afanados era suficiente para delatarse.

También hay registro de un grupo de jóvenes en Armenia que en los años treinta arriesgaron una idea más novedosa, aunque radical en su imaginación. Creían que el argumento del relato de Wells era patético; pues, según disertaban, la especie nunca ha deseado ser invisible para “alcanzar el misterio y gozar de poder”; todo lo contrario: “la obsesión por ser invisible radica en la ambición desenfrenada de negar toda responsabilidad y consagrarse al placer”. Hablaban de libertad absoluta, tan ilimitada e indefinible como Dios mismo. La única forma de resolver ese problema, decían, era mediante la sustracción de materia. Los primeros suicidios generaron una ola de críticas, y la empresa de los jóvenes ambiciosos, a fuerza de volver invisible a toda la juventud del municipio, tuvo que ser suspendida.

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Sospecho que, por exceso de optimismo o carencia de juicio, ignoraban los infortunios del prodigio de la invisibilidad. Ya el científico turbio de la historia de Wells, que tenía la enorme ventaja de ser albino, los había padecido. Recordemos la llegada de aquel hombre misterioso a la posada: “¡Por caridad, una habitación y un fuego!”. Ser invisible no lo absolvía de la primitiva necesidad de abrigo. A partir de allí empezaría un ridículo laberinto de pesadillas. La nieve y la lluvia lo revelaban; tener el buche medio lleno bastaba para el horrible espectáculo de ver un pan magullado suspendido en el aire; no podía evadir el agudo olfato de la policía ni las mandíbulas rabiosas de los perros; para dormir tenía que vendarse los ojos; su propia sangre, al brotar en las refriegas, lo ponía en evidencia; bajar unas escaleras le resultaba difícil porque no podía verse los pies; y tampoco podía fumar, pues boca, garganta y faringe parecían un sistema de “tuberías humeantes”.

El mensaje no es alentador: todo milagro depara una condena. No hay paraíso sin infierno. Borges tramó espejismos semejantes: Funes murió abrumado por su memoria infinita; un mago capaz de soñar un arquetipo de hombre e imponerlo a la realidad descubrió, entre la humillación y el terror, que él mismo era una apariencia; los inmortales eran perros tirados en el estiércol; Marcos, que le enseñó la sagrada escritura a los granjeros pelirrojos, murió en una cruz improvisada con las vigas del establo; el profesor emérito, cuyo destino era Shakespeare, terminó abjurando del don eterno de la memoria del poeta inglés. La digresión anterior explica, con alguna claridad, supongo, la maestría del juego retórico de Wells.

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Pero en el fondo nos sigue apurando la incertidumbre: para qué ser invisible. Platón, en otro relato, se anticipó a la cuestión. Giges, con el anillo de oro que le quitó al cadáver que yacía en las entrañas del caballo de bronce, acudió a la reunión de pastores para rendir cuentas al rey sobre el ganado; allí descubrió el poder del anillo: si ponía el engarce hacia dentro podía desaparecer. Luego fue al palacio, sedujo a la reina, mató al rey y asaltó el poder.

Con un ligero tiemblo en su labio inferior, míster Griffin le confesó al doctor Kemp su noble intención de establecer el Reinado del Terror, pero la apostólica traición de su amigo lo detuvo. Propósito que sí conquistó Giges. Lo sé, resulta arbitrario este paralelo, pero ambos relatos, los de Platón y Wells, digo, sin duda joyas del género fantástico, acaban en lo mismo: somos justos porque nos toca, y, al menor descuido de los ojos que nos acechan, clavamos la puñalada. Mejor será hacerlo sin experimentos ni artilugios, porque ser injustos en público es una virtud.

Por Juan Sebastián Padilla Suárez

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