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La academia (Cuentos de sábado en la tarde)

Una botella se revienta contra la pared a apenas unos centímetros de mi cráneo. Nos baña una lluvia de vidrios y un líquido tibio y pegajoso.

Jimmy Arias
02 de octubre de 2021 - 07:00 p. m.
"Lo cierto es que la academia a uno jamás lo prepara para darse de hocico contra la brutalidad de la calle, ni para que la crudeza del asfalto te arranque los cojones y te los haga tragar a palo seco".
"Lo cierto es que la academia a uno jamás lo prepara para darse de hocico contra la brutalidad de la calle, ni para que la crudeza del asfalto te arranque los cojones y te los haga tragar a palo seco".
Foto: Pixabay

Para el Viejo KP y los días azules.

Marianita se pega a mi pecho como si quisiera refugiarse en mi caja torácica de toda la debacle que nos rodea. Yo hago lo que puedo por protegerla, por protegerme, por salvarnos el pellejo, ese mismo que, según calculo, ya debo tener agujereado en varias partes, gracias a la escarcha filosa que nos acaba de caer. De fondo, la música continúa con su estridencia, impasible; también suena un balazo, y muchos gritos.

Es increíble que hace apenas unos contados minutos todo estaba cubierto por una colcha de convulsa armonía y falsa felicidad, ese mismo gozo efímero que traen el alcohol y la juerga. Con que esa era la famosa y manida ‘calma antes de la tormenta’ o, en nuestro caso, ‘la tormenta antes de la tormenta’.

De la puerta de escape, ese retazo luminoso y mortecino al fondo de un pasillo cochambroso, nos separan unos diez metros, o kilómetros o años luz, depende de cómo se le mire, depende de qué tan bien nos cubra la retirada el Brando de platanal, ese aliado accidental en esta historia, quien llegó a ella una tarde de domingo cuando subí a su apartamento para pedirle que le bajara el volumen a su equipo de sonido.

De eso era ya meses atrás, cuando a mí me trasladaron a su ciudad para ejercer como corresponsal de un diario capitalino, con la peregrina esperanza de que mi óptica fresca y foránea me distanciara de la corrupción rampante de aquella parte del país, según creían mis editores, como si ya toda la nación no estuviera podrida de ladrones de cuello blanco.

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A primera vista, el disgusto fue mutuo; él, con sus lances de tipo duro de películas de los cincuentas, de camisetas compradas una talla menos para marcar su supuesta musculatura, y en cuyas mangas recogidas siempre sostenía la cajetilla de Marlboro, a un lado, y el encendedor Zipo, al otro. Además de los jeans demasiado ajustados, que me hacían recordar a los pandilleros gay de Tom of Findland. En efecto, una suerte de ‘Brando o Dean caribeño de platanal’, como lo solía catalogar. Por mi parte, yo era más bien del tipo reservado, low profile, escuálido y resbaladizo como salamandra asustada, siempre tratando de pasar inadvertido.

Cada vez que nos encontrábamos en el ascensor del edificio, en el lobby o en el pasillo, intercambiábamos comentarios mordaces o sarcásticos, pero inofensivos, como “Hey Brando, qué bonito llevas el pelo hoy, ¿te lamió una puta vaca?” o “Flaco (como me llamaba), ten cuidado afuera, la brisa está muy fuerte para los espantapájaros”.

Mantuvimos una relación de cordial, pero lejana camaradería, sin inmiscuirse demasiado el uno en los asuntos del otro. Hasta la noche en la cual me lo topé en El Pasha, un famoso lupanar de la ciudad, al cual yo había ido a parar por cuenta de un reportaje que escribía sobre una posible red de prostitución de menores de edad, de la cual hacía parte el mencionado antro. “Flaco, te estas metiendo en la grande, no les toques los huevos a estos tipos”, “Flaco, te puedes ganar un plomazo”, “Flaco, mueve tu culo escuálido para otro lado o terminarás con la boca llena de moscas”, fueron algunas de sus recomendaciones, pues, al parecer, el dueño del establecimiento, y de muchos otros del mismo corte, era, además de un proxeneta y delincuente reconocido, el único heredero de una de las familias más poderosas de la región. En resumen, un intocable, y yo, una mísera cifra más de las estadísticas de muertes impunes si seguía con mi investigación.

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Pero el trabajo es el trabajo y hay edades en las cuales a uno todo le vale mierda, incluso la vida misma. Y en mi caso fue un meteorito, de diez años, el cual habría de estrellarse contra la superficie seca, pero quebradiza de mi planeta. Un meteorito menudo, de mirada acuosa, de brillantes ojos negros, que aceptó desgranarme su insondable historia de apenas una década, a cambio de una mísera banana split y un conejo de peluche.

Lo cierto es que la academia a uno jamás lo prepara para darse de hocico contra la brutalidad de la calle, ni para que la crudeza del asfalto te arranque los cojones y te los haga tragar a palo seco. Por eso, no había manera de hacerle el quite a la locomotora de Marianita, ni metáfora o símil u otra figura literaria que pudiera aliviar la cicatriz de su historia, de su monstruoso día a día.

Me enteré de que era cuestión de horas, 48 a lo sumo, para que la vendiera a un millonario esloveno, cuyo yate fondeaba desde hace un mes en la bahía. Y fue así como tuve que pasarme todos los manuales de ética profesional por el trasero, y tomar cartas en el asunto, comenzando, aquella noche, con un silletazo que le acomodé al gorila que la arrastraba rumbo a una Van, aparcada en la trastienda del antro. Y cuánto me habían mentido las películas y la televisión, porque el tipo no se desplomó del golpazo, ni la silla se hizo añicos; todo lo contrario, el simio aquel me agarró por el cuello, como un simple muñeco de trapo que le acabara de estornudar demasiado cerca.

Vi puntitos de colores, y luego todo comenzó a moverse en cámara lenta, muy lenta y granulosa, hasta que Brando lo derribó de una certera tacleada a la altura de la cintura. Vomité, escupí, quise tragarme todo el aire infecto del lugar, de un solo jalón, y recobré la conciencia y mi lugar específico del infierno, cuando me gritó: ¡Flaco hijueputa corre, corre!

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Valga la pena aclarar que yo no lo invité. Yo no le dije: eh, Brando, esta noche pienso jugarme el pellejo por una niña que obligan a prostituirse en El Pasha. El tipo, sencillamente, apareció de la nada, como una efectiva y oportuna máquina repartidora de golpes.

Y corrí, de la mano de Marianita, haciendo lo mejor posible por volvernos invisibles, por convertirnos en charco de cerveza o colilla de cigarrillo, y que todos estos camajanes aborrecibles pasaran por nuestro lado como una brisa apestosa y nada más. “La niña, se llevan la niña”, gritó una vieja desdentada y peliteñida que salió a nuestro paso, pero le llegó, directo a la frente, otro providencial botellazo, esta vez, de color verde. ¿Heineken? ¿Venden Heineken en este agujero infecto?,  fue el pensamiento que se me atravesó entre la cordura y el instinto de supervivencia.

Miré atrás, calculando la ventaja que teníamos, sopesando nuestras posibilidades, y contemplé a nuestro Brando personal del tercer mundo forcejeando con dos gorilas, uno de los cuales blandía una brillante pistola, de esas que parecen escuadra.

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Vamos, Brando, amigo, tú puedes, danos unos segundos más, unos metros más, ojalá y el Diablo nos dé la oportunidad de agradecerte más tarde.

Por Jimmy Arias

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