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¿Qué es lo que más disfruta de su trabajo?
Lo que más disfruto es conectar mundos. Mi papel es facilitar ese encuentro entre las personas: los artistas, el Centro y el público. De ahí se derivan aprendizajes sobre lo diplomático, lo político y lo cultural: saber cuándo hablar y cómo hacerlo, pero siempre con autenticidad. Tengo la facilidad de entender universos que necesitan encontrarse.
¿Esa visión influye en la manera en la que se viven y recuerdan las experiencias culturales?
Lo que interesa es que el público aprenda a narrar lo que ve, porque ese voz a voz hace que las cosas se hereden. Si no recuerdas de dónde viene una música o quién la interpreta, es difícil contarla y difundirla. Nombrar lo propio y entender al otro genera una conexión más interesante: en el discurso, en las conversaciones, en las investigaciones. Los espacios artísticos son refugios para pensar, más que simples lugares de programación.
¿Y de qué forma se traduce esa conexión en los eventos?
Creo que la meta siempre debe ser hacer cosas que nunca hemos hecho. Aunque el trabajo debe tener un enfoque académico, reconocemos que existen otras formas de conocimiento y saber. La universidad valora esas miradas porque todas alimentan la misma escena.
No hay una sola fuente de legitimidad para las artes: esta se construye en el hacer, en la práctica. Entonces, el ejercicio de la gestión depende tanto de la fuerza que pongas en el quehacer como de tu capacidad de decisión. Yo lo veo como un entrenamiento.
¿Qué considera esencial para que los proyectos funcionen?
La gestión se sostiene en las relaciones. Es un trabajo de responsabilidad, preparación y sensibilidad. Si construyes bien una relación, los artistas vuelven. Se sienten bien recibidos porque hay respeto por el arte.
He encontrado valor en mediar esos universos de los que te hablo, en presentar y materializar encuentros que son efímeros, pero mágicos. Cuando todo sale bien y el público se va satisfecho, sientes que valió la pena.
¿Y cómo sostenerlo en la práctica?
No se trata solo de programar desde un escritorio, sino de comprender los tiempos de cada artista y sus posibilidades de movilidad. La gestión cultural se basa en la investigación: saber qué se está moviendo, en dónde están los artistas. Más allá de tener una buena idea, se trata de llegar en el momento justo.
¿Qué otro aspecto contribuye en la selección de los invitados?
Es una amalgama que hace que la vida sea mucho más interesante. Primero, hay que estar muy conectados a los mercados, a las instituciones pares en otros países, a las políticas de circulación de artistas. Pero para escuchar cierta música, para entender la emoción ligada al arte, para hacer una búsqueda de un artista, hay que entender la gestión como un espacio de diálogo y aprendizaje. Ya ni siquiera es sobre si te gusta o no el artista, sino entender lo que tiene por decir desde lo que hace. Son conversaciones que forman estructuras de pensamiento muy potentes. Deja de ser mi mundo para ser un mundo compartido necesariamente. Tienes que entender la realidad del otro.
Hablemos, entonces, de la narrativa que menciona y de la conexión con Latinoamérica...
Yo lo veo como si existieran “sombrillas” que agrupan los conciertos, las muestras de arte, la poesía. Por ejemplo, tuvimos a Yayo González, cantautor argentino; a Alberto San Juan con un monólogo sobre Lorca; a Claudio Narea, de Los Prisioneros. Si sumas esas propuestas, se forma una agenda poética. Estas expresiones, aunque puede que no siempre hayan estado tan cercanas a nosotros, reflejan nuestra identidad latinoamericana. Hay una coherencia en la forma, el criterio y la manera de construir las letras y el mundo.
Todo lo que eliges, lo que piensas, la emoción que sientes... todo es un tema que debemos abordar con urgencia. Formamos parte del mundo y estamos viviendo una realidad. Entonces, ¿cómo sumamos? La cultura y el arte dan pie para inspirar y reconocernos.
