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Dios es ese sol vidrioso de allá arriba, inclemente, que todo lo observa, calcina y pulveriza; ese mismo que al mediodía se siente como un botellazo en la nuca y transforma en fantasmas gelatinosos a las figuras en lontananza, como ese par de camionetas que se acercan, a lo lejos, a lomos de la serpiente polvorienta y reseca del único camino que los conecta con el pueblo más cercano. Poco a poco avanzan los espectros que inquietan a Gitana. “Otra, otra y otra vez, y nunca más”, piensa la perra, y ladra con más furia. Cuando los tenga cerca, seguro intentará penetrar sus carnes con sus mandíbulas macilentas. La rodean sus tres cachorritos, chillando de hambre, insaciables como siempre.
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Con pasos agigantados, de diésel y pistoneo maniaco, avanzan los monstruos de hojalata y pólvora, tragándose la distancia, tensa, infinita y filosa, como el machete que Jacinto, su amo, acaba de soltar al reconocer el rumor de motores, harto conocido. Cachum, cachum, cachum. Y bang bang, cuando los engendros, forrados de verde y marrón, escupen fuego sobre Gitana que, en efecto, intentó morderlos.
Nunca jamás se vio por estos lares un cadáver más piadoso y cautivante. Los tres huerfanitos de Gitana rodean su cuerpo, próximo a convertirse también en pasto de los gallinazos; pero, antes de que sean pisoteados por los asesinos, Chela, la gallina saraviada, enérgica y sensata, como siempre, les aletea y picotea para que se metan a la protectora espesura de los arbustos más cercanos.
Chela es sabedora de lo que pasa cuando se abre la tierra y brotan, como hierba perversa, los monstruos escupe-fuego, mismos que ahora envuelven con sus tentáculos a papá, mamá y sus niños, y los arrastran hasta el río, a cuyo cauce, cantarín y cristalino, son arrojados atados de pies y manos.
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Los monstruos regresan y todo es una sinfonía de destellos plateados, y más truenos y chispas y hedentina a quemazón y azufre. Chela y los cachorritos se guarecen bajo la sombra bienhechora del bledo, del cilantro cimarrón y del cacao, y a ellos se han unido Marcos, el puerco; Clara, la gallina, y sus pollitos; Bandido, el perro tuerto, y Marta, la mula. Nada pudieron hacer por Jacinta, la vaca, que, junto con su ternero, ahora los observan, con resignada mansedumbre, mientras son atados y halados carretera arriba...
-¿Y si los atacamos todos al tiempo para que suelten a Jacinta y su ternero?, pregunta Chela, pero la detiene Marta quien, por más vieja, sabe que terminarían todos como sus amos.
-Nada vamos a hacer, nada podemos hacer. Yo prefiero morirme devorada por las bestias del cerro, que reventada a golpes, cargando relámpagos para esos monstruos. Créanme, amigos, resucitaremos de entre las fauces de la noche o del jaguar o de los colmillos del ofidio, pero jamás de entre las garras emponzoñadas del hombre.