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Tierra caliente (Cuentos de sábado en la tarde)

Gitana, la perra, renguea muy despacio, fiel juguetito fracturado. Su mirada legañosa y cansada se desparrama sobre la topografía desértica que rodea el rancho de sus amos. Olisquea el aire granuloso del mediodía, ladra con todas las fuerzas de su sarnosa existencia y mete la cola entre las patas, señal inequívoca de que hay algo en el ambiente que no le gusta, que la molesta, que la enfada, que la asusta.

James Arias

26 de junio de 2021 - 03:00 p. m.
A los tres huerfanitos de Gitana, Chela, la gallina saraviada, enérgica y sensata, como siempre, les aletea y picotea para que se metan a la protectora espesura de los arbustos más cercanos.
Foto: Pixabay
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Dios es ese sol vidrioso de allá arriba, inclemente, que todo lo observa, calcina y pulveriza; ese mismo que al mediodía se siente como un botellazo en la nuca y transforma en fantasmas gelatinosos a las figuras en lontananza, como ese par de camionetas que se acercan, a lo lejos, a lomos de la serpiente polvorienta y reseca del único camino que los conecta con el pueblo más cercano. Poco a poco avanzan los espectros que inquietan a Gitana. “Otra, otra y otra vez, y nunca más”, piensa la perra, y ladra con más furia. Cuando los tenga cerca, seguro intentará penetrar sus carnes con sus mandíbulas macilentas. La rodean sus tres cachorritos, chillando de hambre, insaciables como siempre.

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Con pasos agigantados, de diésel y pistoneo maniaco, avanzan los monstruos de hojalata y pólvora, tragándose la distancia, tensa, infinita y filosa, como el machete que Jacinto, su amo, acaba de soltar al reconocer el rumor de motores, harto conocido. Cachum, cachum, cachum. Y bang bang, cuando los engendros, forrados de verde y marrón, escupen fuego sobre Gitana que, en efecto, intentó morderlos.

Nunca jamás se vio por estos lares un cadáver más piadoso y cautivante. Los tres huerfanitos de Gitana rodean su cuerpo, próximo a convertirse también en pasto de los gallinazos; pero, antes de que sean pisoteados por los asesinos, Chela, la gallina saraviada, enérgica y sensata, como siempre, les aletea y picotea para que se metan a la protectora espesura de los arbustos más cercanos.

Chela es sabedora de lo que pasa cuando se abre la tierra y brotan, como hierba perversa, los monstruos escupe-fuego, mismos que ahora envuelven con sus tentáculos a papá, mamá y sus niños, y los arrastran hasta el río, a cuyo cauce, cantarín y cristalino, son arrojados atados de pies y manos.

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Los monstruos regresan y todo es una sinfonía de destellos plateados, y más truenos y chispas y hedentina a quemazón y azufre. Chela y los cachorritos se guarecen bajo la sombra bienhechora del bledo, del cilantro cimarrón y del cacao, y a ellos se han unido Marcos, el puerco; Clara, la gallina, y sus pollitos; Bandido, el perro tuerto, y Marta, la mula. Nada pudieron hacer por Jacinta, la vaca, que, junto con su ternero, ahora los observan, con resignada mansedumbre, mientras son atados y halados carretera arriba...

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-¿Y si los atacamos todos al tiempo para que suelten a Jacinta y su ternero?, pregunta Chela, pero la detiene Marta quien, por más vieja, sabe que terminarían todos como sus amos.

-Nada vamos a hacer, nada podemos hacer. Yo prefiero morirme devorada por las bestias del cerro, que reventada a golpes, cargando relámpagos para esos monstruos. Créanme, amigos, resucitaremos de entre las fauces de la noche o del jaguar o de los colmillos del ofidio, pero jamás de entre las garras emponzoñadas del hombre.

Por James Arias

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