Vivió, simplemente, para vivir. Murió, sencillamente, porque ocurrió de repente. Por una imprevisible caída, de la que puede morir cualquiera, pero de la que no cualquiera se levanta. Había entendido que de todos los mecanismos de escape, la muerte es la más eficiente. Y sí, no murió. Quedó encantada. Y quedó encantada porque vivió encantada. Aunque haya muerto de apenas trece años. De pronto, al caer de un piso alto. Desde entonces, sus padres no miran hacia arriba, sobre todo hacia los edificios. Muy a menudo se les ve cabizbajos, ausentes, autistas, aunque esto último no lo sean. Pero, no por ello, echados a la pena. Más bien, entre ellos se apoyan, para hacerla soportable y trabajan hoy más que antes, quizás pensando en ella y en el carpe diem. Porque, contra su voluntad, es algo que se lleva hasta la muerte. No obstante, tampoco hay para ellos pormenor de ausencia. Ella está presente en todo, hasta en lo que dejan de hacer: es decir, está en la vida cotidiana de sus padres.
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Contra lo que se cree, las personas no mueren, mucho menos cuando mueren jóvenes. Al contrario, se inmortalizan, porque desde entonces sus recuerdos se fijan con mayor firmeza y nitidez en la memoria de sus deudos. Llamados así porque son los que les quedan debiendo a quienes se fueron más temprano que tarde, es decir, antes que sus padres. Cuando lo que se espera es que sean éstos los que se vayan primero a ver las flores desde la raíz. Pero, no importa, así es la vida, no el destino. El que pese a lo que se piensa, no es fijado por los dioses. Porque de éstos no se conoce aún si existen, menos del que nos imponen, como si se tratara de alguien en concreto. Pero, ya se sabe que todo esto no es más que una cuestión de fe: y fe, según Carl Sagan, es la creencia en una falta de evidencias. O de acuerdo con Nietzsche, tener fe significa no querer saber la verdad. Frente a esto, ¿qué sentido podría tener, entonces, el mapa del genoma humano? Así que no hay nada que hacer. Valentina vivió como mejor pudo, de la forma más feliz imaginable. Hoy danza y ríe en las praderas del campo, cielo o infierno, que para el caso poco importa, en el que esté. Ayer estaba y hoy ya no está: en eso consiste la muerte. Y quizás por eso había entendido, entendió siempre, que de todos los mecanismos de escape, la muerte es el más eficiente. Y no falló. Ella misma escogió su destino. Jamás pensó en uno fijado por los dioses. Tampoco se sabe si se pasó para el lado claro. Quizás estuvo siempre en él. No todos los jóvenes son díscolos o insensatos. Algunos alcanzan la madurez suficiente para entender, gracias a su autonomía, que también es posible tener una vida breve aunque intensa y fructífera. Incluso, un ejemplo para los que vienen enseguida. Sin que, por supuesto, hayan pensado jamás en darle ejemplo a nadie o en tomar su vida como paradigma para las generaciones sucesivas. Tal vez, apenas, hayan pensado en vivir, no en trabajar, o en vivir para trabajar pero jamás en trabajar para vivir. Quizás teniendo presente que el trabajo de toda una vida se les debe dejar sólo a aquéllos que siempre desearon vivir de una pensión, de una jubilación, pero que, jamás, en todo ese tiempo, contemplaron la vida como un jubileo, una fiesta, una celebración. Entonces, lo importante parece ser no los avatares de la edad, ni el trajín de los años: a veces, bastan trece años para adquirir la experiencia suficiente para saber qué es la vida, qué se puede hacer con ella, cuándo es buen tiempo para ponerle fin. Y eso es algo fundamental que deben entender sus deudos, cuya deuda es apenas figurada: no es algo para cargar como lastre, como pena, como tristeza hasta el fin. Mucho menos como culpa, aun sabiendo que el error es culpa y que esta es a veces una barrera infranqueable o que, al intentar franquearla, por un razonable prurito de sobrevivencia, quisiéramos que no se prolongara hasta el fin. En todo caso, y por contraste, ya se sabe que el dolor de la muerte no es para el o la que se va y eso sí es algo irrefutable aunque pudiéramos creer que es si acaso inefable, pero nada más. Lo único verdaderamente reconfortante de todo esto es que Valentina no vivió para que su presencia se notara, sino para que su ausencia se sintiera. En ello creemos todos los que nos quedamos huérfanos de su presencia. Lo que no es motivo para la tristeza: más bien para la alegría, la de haberla conocido, tratado y querido como con muy pocas personas le pasa a uno en la vida. Y esa es, al menos para nosotros, suficiente razón para seguir viviendo. O, si se prefiere, para ralentizar la llegada de la siempre indeseada parca, la dama de la guadaña. Ya se sabe que paralelo al ritmo de vida va el ritmo de muerte y viceversa. Una subida es al mismo tiempo una bajada como reza el Tao-Te-Ching, del antiguo e inmortal Lao-Tsé.
A Valentina, en su vigésimo noveno natalicio, porque su recuerdo nos permite seguir con vida.
Bogotá, 4 septiembre 2021
*(Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Colaborador de El Magazín de EE, 2012, y columnista, 23/mar/2018. Su libro Ocho minutos y otros cuentos, Colección 50 libros de Cuento Colombiano Contemporáneo, fue lanzado en la XXX FILBO (Pijao, 2017). Mención de Honor por Martin Luther King: Todo cambio personal/interior hace progresar al mundo, en el XV Premio Int. de Ensayo Pensar a Contracorriente, La Habana, Cuba (2018). Siete ensayos sobre los imperialismos – Literatura y biopolítica, en coautoría con Luís E. Soares, fue publicado por UFES, Vitória (Edufes, 2020). El libro El estatuto (contra)colonial de la Humanidad, producto del III Congreso Int. Literatura y Revolución fue lanzado por UFES, el 20/feb/2021. Autor, traductor y coautor, con Luis E. Soares, en portal Rebelión. E-mail: lucasmusar@yahoo.com