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Y eran una sola sombra (Por capítulos)

Presentamos el capítulo “En Calle Sepúlveda (2020)”, de la novela “Y eran una sola sombra”, de Isabel-Cristina Arenas Sepúlveda.

Isabel-Cristina Arenas Sepúlveda
23 de octubre de 2022 - 04:08 p. m.
Imagen de la portada de la novela "Y eran una sola sombra".
Imagen de la portada de la novela "Y eran una sola sombra".
Foto: Cortesía

En Calle Sepúlveda (2020)

Isabel sabía sufrir, pero hacía lo posible para que no se le notara. Su voz era un poco ronca, seca de tanto no fumar ha- ciendo tabacos. Con un cuchillo en forma de medialuna cor- taba las hojas o preparaba la picadura o enrollaba los cigarros en La Colombiana de Tabacos. Capa, capote y tripa, repito para ordenar en mi mente lo que contienen. ¿Qué pensaba mientras movía las manos haciendo treinta, sesenta, cien, quinientos al día? Al preparar la comida, al quitar las hojas secas de las plantas y regarlas, pienso en ella. A veces, cuando estoy frente a un lugar en donde venden matas compro una y pienso que Isabel me dijo al oído cuál elegir. Es una excusa para poblar otra vez mi nuevo apartamento de flores y rogar en voz baja que nunca más tenga que abandonarlas. La últi- ma que compré es una clavellina morada: había blanca y roja, pero esos colores, en claveles, no son un buen augurio, y los descarté de inmediato. Al entrar al apartamento fui directo al balcón que da a la calle Sepúlveda y puse mi nueva planta jun- to al geranio que es hijo de un hijo de un hijo de un geranio rojo que alguna vez tuve y regalé, y que regresó a mí después de tres generaciones.

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Junto a la clavellina está el lirio de la tía Belisa. Lo acaricio, le quito el polvo, ha sobrevivido con paciencia a todas mis mudanzas. Todavía no tiene flores, pero cuando le nazcan serán rosadas claras, perseguirán al sol desde nuestro balcón y morirán al tercer día. Es un lirio de lluvia, viene de Bucaramanga, era una sola yuquita que prendió con fuerza en ese tiempo hasta que todo cambió. Tengo la costumbre de traer esquejes diminutos escondidos dentro de la maleta al regresar de Colombia, y cuando ya son fuertes, y tienen hijos, voy po- blando las casas de mis amigos para que me recuerden. Aho- ra las plantas son hijas naturales y llevan mi segundo apellido. En su visita más reciente mi madre trajo un anturio peque- ñito, pero murió sin esforzarse, apenas unas semanas después de que ella regresara a su apartamento. No le conté nada al respecto, se pondría triste y casi siempre está ocupada y con- tenta con los gorriones, güíscalos y colibríes que se paran en su balcón, o cuidando sus propias plantas que nunca mueren, que no hacen mudanzas ni son abandonadas. Por eso cuan- do el nieto de Alfredo y yo llegamos a esta casa, después de sacar y ordenar todos mis libros, fui y compré uno nuevo: un anturio lleno de flores abiertas, unas rojas y brillantes y otras todavía en promesa, y lo pusimos en donde pudiéramos verlo cada día. Más tarde, al terminar de ordenar un poco las cajas del trasteo, decidimos dónde colocar el letrero de El Cisne: arriba, sobre la pared principal, y así, quien entre a esta casa, lo verá al fondo del pasillo en un lugar que parecía estar esperándolo. También pusimos el pie de hierro tres patas, la horma, los martillos, el taladro manual, los cuchillos, la caja de alfileres, la alcancía y el reloj Pielroja en el sitio que cada objeto eligió para sí mismo.

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A Isabel no la conozco. Sus manos, sus pies, el tacto de su pelo, su voz, su olor, todo me lo va contando mi madre. Sus dos hermanos me dieron datos, nostalgias y culpas, pero mi madre me la cuenta a ella, y no terminará de hacerlo. A veces escucho de nuevo su voz torturada en la grabación que le hice sin permiso o en los mensajes en donde respondió mis preguntas. Si necesito saber un detalle, ella no se niega. ¿Otra vez me va a hacer llorar?, dice y me lo cuenta. Soy su corazón y su espada amarilla. No le teme a su muerte sino a mi vida sin ella, a mi desamparo, a que vuelva a perder el techo y ella no esté ahí para empacar cajas. En mi último viaje a Colom- bia fuimos juntas a Girón, casas blancas, calles de piedra: es el pueblo en donde nació Isabel, pero no íbamos en su búsque- da, quizás ni la mencionamos esa tarde. Habíamos ido varias veces a rezar a la iglesia y a tomar malteada en la heladería de la esquina, pero en esa visita hicimos lo que mucha gente hace allí: pedir favores específicos. Justo en la plaza principal hay una tienda en donde venden figuritas de metal con forma de brazos, piernas, torsos, cabezas o cuerpos completos que están amarrados con un hilo rojo brillante; su tamaño es la mitad de un cigarrillo. Uno lo compra, lo aprieta en medio de la mano y pide. Después entra a la iglesia en busca de quien le va a hacer el favor y lo lanza a los pies del Señor de los Milagros. Ese día entramos también con una vela encendida y yo lancé dos figuritas: un hombre y una mujer con un lazo rojo individual, pero antes de hacerlo los até, no con un nudo ciego, sí con uno que tuviera que soltarse con cuidado, con amor y ceremonia si era necesario hacerlo, y pensando en que, por favor por favor, nunca lo fuera.

Al estar de rodillas frente al Señor de los Milagros sentí el suelo con los dedos de mis pies, mi calzado no era cerrado y de punta redonda como el que Alfredo le hacía a Isabel, o como el que le hizo a mi madre cada año para ir a la escuela. Cuando yo nací, el letrero de El Cisne ya había cambiado y todo lo que se vendía en el almacén era solo para hombres.

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Por Isabel-Cristina Arenas Sepúlveda

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