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La torre de Babel

Migrante, exiliado, artista. Felipe Bueno, artista bogotano, narra su testimonio y su encuentro con personas de diferentes latitudes, que, como él, más allá de ser una cifra huérfana, representan luchas, sueños, esperanzas y resistencias históricas. “Esa quizá sea nuestra carta de identidad migrante: el hacer del barro nuestra carne maleable que asume y recrea su propia forma”.

Felipe Bueno
26 de agosto de 2020 - 08:29 p. m.
"Soy artista y pienso que el arte es el único privilegio o refugio que me queda: poder canalizar lo que estoy viviendo para no hundirme en la depresión que aquí es tan abundante como la lluvia", escribe Felipe Bueno, artista colombiano, desde un campo de refugiados en Europa.
"Soy artista y pienso que el arte es el único privilegio o refugio que me queda: poder canalizar lo que estoy viviendo para no hundirme en la depresión que aquí es tan abundante como la lluvia", escribe Felipe Bueno, artista colombiano, desde un campo de refugiados en Europa.
Foto: Archivo Particular

Despierto en el refugio. Lo primero que hago es verificar la hora: son las nueve de la mañana y aún no ha salido el sol. Es invierno. Cierro los ojos y reacciono veinte minutos más tarde. Sigue oscuro y llueve. Ojalá este fuera un día gris pero no es así, aquí lo extraño es ver otro color en el cielo. Pienso en Colombia, pero no puedo hablar con nadie a esta hora. La diferencia horaria me obliga a esperar hasta la cena. Nunca imaginé que estaría allí para despertar con la familia y amigos que no veo hace tantos años. Yo, que nunca he sido bueno para madrugar, puedo seguir cómo sale el sol dos veces aquí y allá. Pero en invierno el frío es el mismo y da igual que sea de noche o de día.

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Soy un migrante. Y eso, a fin de cuentas, significa que he hecho mi panal para que flotase sobre el río. Ya perdí la cuenta de las generaciones de mi familia que lo han sido también. Unos cambiaron de región solamente e hicieron ese rudo tránsito del campo al pueblo y del pueblo a la ciudad. Otros se aventuraron al mar y para ir a Colombia tuvieron que cambiar de nombre, de idioma, luchar unas guerras que no les pertenecían para escapar de las guerras y la pobreza de esa misma Europa que me recibió hace años.

Soy un migrante refugiado. Una condición que incomoda a muchos nacionalistas aquí que creen que venimos a quitarles aquello que les pertenece –el trabajo, la salud, los derechos- porque sólo tenemos lo que llevamos en las maletas: nuestras vidas, con un poco más o un poco menos. Pero también es cierto que aquí he conocido otro tipo de personas con una generosidad que no sabía que existía. No eres nadie y sin embargo te tratan como si fueras su hermano. Saben que para ninguno es fácil venir, que tampoco migramos por antojo, que su lengua no se adapta fácilmente a nuestras palabras y aún así con señas y gestos de cuidado te dan la bienvenida. Esa es la Europa que muchas veces se pasa por alto. Para ellos siempre las gracias.

Salgo hacia el baño compartido para encontrarme en el mismo pasillo con seis o siete personas diferentes en sus orígenes, pero con un mismo destino incierto en tierra ajena. Paso de balbucear ruso al árabe o del armenio al francés en cada paso. Un buenos días en español centroamericano cierra la antesala de la ducha. No es una cumbre mundial sobre la multiculturalidad sino el teatro que resume los efectos de la violencia global y como colombiano pongo con mi acento, y cómo no, nuestra nutrida cuota. No somos muchos aquí, un puñado entre cientos de otras nacionalidades con sus resistencias históricas. Nuestro dolor no es único y frecuentemente olvidamos que en cada latitud están llorando incluso lágrimas más amargas que las nuestras.

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Soy artista y pienso que el arte es el único privilegio o refugio que me queda: poder canalizar lo que estoy viviendo para no hundirme en la depresión que aquí es tan abundante como la lluvia. Tengo mis pinceles listos ocupando la mitad del espacio de mi ropa. Miro a dos refugiados con extremidades amputadas y pienso que soy afortunado de no haber perdido mis manos. Puedo pintar, pero qué mundo nos queda luego de haber tocado, como humanidad, tantos fondos. De saber lo que hay detrás de Siria, Irak o Libia, Burundi, el Congo o la Europa del Este que no le “alcanza” para ser Europa. Bebo a escondidas cada vez que puedo para hacer más livianas las cargas del viaje y más pesados los sueños.

Cada uno viene roto y el viajar es otra fractura. Esperar una decisión administrativa que defina nuestro estado jurídico no sana. Las sombras se cuelan por esas fisuras y se anidan en los rostros carcomidos por la resignación y el frío multiplicando todos los sentimientos y conflictos que crecen en el encierro.

Respiro hondo y sueño con ballenas migrando desde siempre como diosas del mar. Entre aguas tibias y algo de hielo le enseñan a sus ballenatos a moverse por las corrientes oceánicas. Así veo a las madres que traen en sus vientres a sus hijos e hijas a mejores aguas. Entonces me decido finalmente a pintar con todas porque para mis adentros siento que puedo compartir esa otra vida artística que se niega a colapsar ante lo que pasa. Un pequeño niño palestino se ofrece como voluntario para asistirme en la preparación de una tela grupal. Su nombre es Allah y supongo que no fue fortuita su ayuda. Él también ve las ballenas saliendo poco a poco en el espacio y pinta conmigo los pétalos de una flor, un loto que se atreve a abrirse en el lodo de estos conflictos interminables.

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Tomo otra bocanada de aire y me arriesgo un poco más. Mientras las esculturas de las ciudades caen por el peso de su pasado colonial pienso en los rostros invisibles, en las caras migrantes que no duran lo suficiente para coagularse en nuestra memoria colectiva. Me decido a esculpirlas y poco a poco va saliendo del lodo el rostro de una niña. Modelo en arcilla su cara para traducir a todos los idiomas posibles su sonrisa. Esa quizá sea nuestra carta de identidad migrante: el hacer del barro nuestra carne maleable que asume y recrea su propia forma.

Se va haciendo tarde pero no puedo dormir porque finalmente puedo hablar con las personas que amo al final de un pasillo helado donde mi celular alcanza a agarrar señal. No soy el único que encuentra este momento preciso para decir que todo va bien, que seremos fuertes mientras por dentro nos derrumbamos. Antes de caer profundo vuelvo a soñar con los ojos abiertos. Imagino mis ballenas entre las estrellas y me convenzo finalmente como migrante que los muros sólo se justifican para colgar cuadros. Y duermo un poco, siempre con un goteo de silencios y lejanos llantos. Necesito descansar para conservar estas sonrisas en mis manos. -No quiero que sean frágiles porcelanas ni que los colores de mis sueños los destiña la nieve de marzo-, es algo que me repito mientras cubro mi cara hasta la primavera y desnudo mi ser en el verano.

Posdata: Luego llegó la pandemia. Estábamos habituados al confinamiento y a pasar por hologramas para otros en la distancia. Sin embargo, ahora le tememos a lo invisible. Seres compasivos nos ayudaron a salir de allí antes de que quedáramos doblemente encerrados.

Por Felipe Bueno

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