
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Hace poco más de dos semanas tuve la enorme sorpresa de leer una entrevista que le hizo el poeta Federico Díaz-Granados al ensayista y escritor León Valencia sobre su libro La vida infausta del negro Apolinar (Editorial Planeta, junio de 2025, 298 páginas). Un título no solo muy bien logrado, sino que deja sembrado el anhelo por conocer tanto infortunio. Luego leí otra entrevista que le hizo Andrés Osorio Guillott en este diario, así que decidí comprar el libro para leerlo en mi computador: como no vivo en Colombia me resulta muy difícil conseguirlo en papel.
Lo leí en dos tardes. Lo hice disfrutando cada palabra, cada giro, cada golpe de tambor que resonaba en mis oídos. Es un libro que, como dice Díaz-Granados, cautiva y atrapa; esa es la magia del pathos. El logos está en el título, que resume muy bien la narración que hallaremos en sus páginas, y el ethos nos permite decodificar los símbolos de la cultura del Pacífico y del Valle del Cauca colombianos. También encontramos la magia de la poiesis en un lenguaje lleno de musicalidad y de poesía que nos recuerda a la literatura oral.
Esta novela epistolar es para ser escuchada; y ojalá con maracas, tambores, guitarras y la voz de las negras del Pacífico colombiano. Me refiero a los alabaos. También es para bailar al son de su lectura en voz alta. Pienso en un currulao, en un mapalé, en una salsa o en un bolero. Sin olvidar esa danza sensual que es el tango y que estremece cada poro de la piel de quienes crecimos escuchando este género argentino. En cierta forma, muchos de nosotros consideramos a Gardel colombiano, además de nuestro amigo y confidente más íntimo.
Antes de continuar, quisiera resaltar lo que considero un gran acierto lingüístico de esta novela: la utilización permanente de la palabra “negro”. Al parecer, ha sido borrada del habla y de los medios colombianos desde hace unas dos décadas por considerarla políticamente incorrecta.
Al nacer en el mismo año que León Valencia, crecí en un lenguaje en el que la palabra “negro” aún no estaba proscrita. Desde siempre ha tenido una connotación ambigua, pues puede expresar cariño, pero también desprecio u odio. Todo depende del contexto y del tono que se utilice en el discurso coloquial. Y eso es precisamente lo que hace Valencia. En cada página de esta novela, a todas luces sorprendente, nos encontramos con esta palabra al menos unas cinco veces, sin que signifique ni cacofonía ni desprecio del escritor frente a un pueblo valiente que ha sabido levantarse una y otra vez ante los embates políticos, religiosos y culturales de un país extremadamente racista, clasista y aporofóbico como es Colombia.
Las personas que utilizan ese eufemismo de “afrocolombiano” olvidan o ignoran que el Homo sapiens proviene de ese continente maravilloso y mágico que es África; esto al menos hasta que las investigaciones antropológicas y hallazgos arqueológicos no demuestren lo contrario. Con esto quiero recordar que todos los colombianos, sin excepción, somos afrocolombianos. Una herencia genética y cultural que debería llenarnos de orgullo.
Mary Grueso, nuestra poeta del Pacífico y primera mujer negra en formar parte de la Academia de la Lengua de Colombia, lo dice claramente en su poema Negra soy:
“¿Por qué me dicen morena?Si moreno no es colorYo tengo una raza que es negraY negra me hizo Dios.Y otros arreglan el cuentoDiciéndome de colorDisque pa endúlzame la cosaY que no me ofenda yo.Yo tengo mi raza puraY de ella orgullosa estoyDe mis ancestros africanosY del sonar del tambó”.
Nicolás Guillén lo dice así en su Son # 6:
“Yoruba soy, lloro en yorubalucumí.Como soy un yoruba de Cuba,quiero que hasta Cuba suba mi llanto yoruba,que suba el alegre llanto yorubaque sale de mí.Yoruba soy,cantando voy,llorando estoy,y cuando no soy yoruba, soy congo, mandinga, carabalí”.
Por su parte, Chimamanda Ngozi Adichie, la gran escritora nigeriana y autora de Americanah, se define a sí misma como negra, sin que dicho apelativo tenga ninguna connotación racista ni excluyente.
Pasemos ahora a la escritura propiamente dicha de La vida infausta del negro Apolinar.
Ya había enunciado que es una novela epistolar; contada a dos voces. Apolinar —¿cómo no pensar en Apolinar Moscote, el padre de Remedios la Bella?— es un negro libre, honesto, trabajador y parrandero, muy diferente al Apolinar Moscote que representa al Estado opresivo de Cien años de soledad. Y si traigo a colación este paralelo entre el nombre de Apolinar y estos personajes de ficción es porque la novela de Valencia es de cabo a rabo una oda a la novela magna de Gabriel García Márquez. Por ello no es de extrañar que muchos de los giros lingüísticos de La vida infausta del negro Apolinar nos hagan pensar en ella. No obstante, no puede decirse que su estilo sea una copia.
La vida infausta del negro Apolinar es una novela completamente original, tanto en su construcción como en su temática. La narración que hace Apolinar tiene la sabrosura del lenguaje utilizado por los negros del Pacífico colombiano: en el deje, en el acento y en el vocabulario presente a lo largo de sus cartas. Un lenguaje que contrasta con el utilizado por el otro personaje: León Valencia. El suyo es de ciudad, de la cultura paisa. Un hombre de izquierda que desea convertirse en un intelectual al servicio de una causa común: la emancipación de la clase obrera. Porque este libro es, ante todo, político.
Volvamos al lenguaje.
En su gran mayoría, los capítulos tienen una extensión larga y están escritos como cuando se le cuenta a alguien la propia vida, no por escrito, sino oralmente. No hay puntos aparte ni puntos seguidos, solo comas, y eso con el fin de respirar. Esa forma de escribir ya es, por sí sola, un desafío. Recordemos que El otoño del patriarca está escrito, precisamente, sin signos de puntuación. Otra alusión de Valencia a Gabriel García Márquez.
Esta decisión al escribir les da a los dos amigos una gran fluidez y libertad al momento de derramar en el papel sus recuerdos, sus batallas, sus traiciones, sus alegrías y sus derrotas.
Y si hablo de derrotas es porque estas dos historias se concatenan a través de todo el libro hasta conformar una sola historia: la de la amistad de dos hombres que creyeron, lucharon y vivieron para crear un mundo mejor y con una sociedad más justa, para encontrarse al final de sus vidas con una pandemia a nivel global. Una hecatombe tan grande como la que se vivió cien años atrás con la gripe española. En otras palabras, con la derrota tanto a nivel personal como colectivo. Es un libro que habla sobre la condición humana, sobre su miseria y su repetición, como si fuese una serpiente que se come eternamente la cola. No hay escape, ni mañana, ni esperanza. Cuando la esperanza alumbra, en algún pequeño recodo del camino, es para ser inmediatamente aplastada por innumerables razones: desde las políticas —tomadas por una sociedad y por un Estado elitistas y sanguinarios— hasta por esa mísera condición a la que acabo de hacer alusión.
Los dos personajes recuerdan sus vidas tratando de escapar de sus propios demonios, para encontrarse con ellos mismos y darse cuenta de que, en esa huida, no solo no escaparon de sí mismos, sino que la bofetada de la existencia es aún más ruidosa.
Al ser una novela epistolar, su estructura narrativa no tiene mayor complejidad. No se trata de una novela como Cien años de soledad ni como Pedro Páramo, para no nombrar dos pilares de la narrativa latinoamericana. Aunque no maneja los intríngulis de una novela que rompe con paradigmas narrativos, León Valencia conoce lo que es ser lector. Este género literario, tan válido como cualquier otro, permite conocer más profundamente a los personajes principales y a los evocados, ya que la narración en primera persona permite develar todos los secretos anidados en su interior. Los dos se despojan de todo prejuicio narrativo, no hay cedazos por los que la historia tenga que pasar para dejar a un lado secretos y culpas demasiado graves. Es una confesión, de parte y parte, sin pudor, sin trabas. Esto es posible porque Apolinar es el alter ego de Valencia y viceversa. Los dos respiran porque el otro respira.
Al final, con la muerte de Apolinar, Valencia podrá seguir respirando porque recupera una parte de su vida con sus confesiones. Valencia recobra una parte de sí mismo que estaba escondida o aprisionada en el alma negra de Apolinar. Y Apolinar muere tranquilo porque sabe que su historia, la que le faltaba a Valencia, va a ser contada, y que los arcanos que escondía serán develados a su hija Damiana.
La vida infausta del negro Apolinar es también una oda a la mujer. Es un canto épico que recuerda una y otra vez que sin el arrojo y la valentía de las mujeres no habría sociedad alguna y, por ende, no existiría ningún Estado. Las mujeres de la novela son guerreras desde todo punto de vista. Son ellas las que hacen mover la rueda del progreso económico e intelectual de las familias y de los grupos sociales a los que pertenecen. Si bien es trabajador, el negro Apolinar también es un hombre que rechaza las raíces y abandona el hogar, a las mujeres y a los hijos en cuestión de horas; así sea para regresar sobre sus pasos años más tarde. Cada vez que parte por una nueva senda debe comenzar desde cero. Las mujeres, en cambio, son árboles centenarios, sequoias con raíces profundas, cuyos rizomas tejen redes de apoyo. Ellas organizan huelgas, fiestas, comedores comunales; buscan y protegen a sus hombres, aunque estos luego les den la espalda. Esta oda a las mujeres no ignora que entre esos hombres que las rodean también están los patriarcas que creen que sus cuerpos —y, quien dice cuerpo, dice sexualidad— les pertenecen.
Esos hombres representan a la sociedad patriarcal en todo su apogeo. Luego asisten a la derrota que sus impulsos de machos cabríos les imponen, haciendo de sus vidas verdaderos infiernos en los que se ahogan en el alcohol y en el fracaso.
También están los hombres que visten sotana. Y en este libro nos encontramos de frente con curas que admiran a Camilo Torres y otros que deciden seguir los dictados de la Teología de la Liberación. No son curas castigadores ni violentos. Son justos, compasivos y están del lado de los oprimidos. Buscan servir de consuelo en las horas de derrota de hombres y mujeres. Son curas que entienden que el mundo espiritual tiene muchas manifestaciones y que todas son válidas; por ello comprenden el sincretismo de la religión católica y la santería que llegó con los barcos negreros.
La vida infausta del negro Apolinar es, también, un paseo por la literatura; un recorrido por las novelas y la poesía. Es un libro que nos muestra que ese acto íntimo de la lectura no es solo para clases acomodadas y ociosas, sino también para las trabajadoras cuyo acceso a los libros se dificulta. Este paseo literario nos recuerda que esa idea es solo otro de los prejuicios que reinan en las élites, posiblemente para demostrar que la clase trabajadora —los “brutos”, como a veces los llaman— es incapaz de acceder a la belleza, al análisis y a la crítica.
Y detrás de los relatos escuchamos hablar, todo el tiempo, de un joven escritor que luego se suicida. Una alusión clara a Andrés Caicedo, ese joven autor que removió los cimientos de la clase privilegiada a la que pertenecía.
La vida infausta del negro Apolinar es un libro de resiliencia, combativo. Es un registro de la historia de Colombia; al menos de la del siglo XX y de lo que llevamos del XXI. Es, también, el testimonio de un antiguo guerrillero que se dio cuenta bastante tarde de que los sueños de su juventud eran demasiado ambiciosos: “Cómo no nos íbamos a frustrar, si en la adolescencia queríamos acabar con Dios, el Estado, la familia y la propiedad privada. Casi nada.”
Leí este libro con pasión, casi de una sola sentada; desde el principio me dejó perpleja, asombrada, no quería parar de leer. Y esa sensación, casi de alucinación, me sucede muy pocas veces.
Chapeau, León Valencia! Tu negro Apolinar tiene ahora una silla privilegiada en mi sistema límbico.