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“‘La vorágine’ me capturó de por vida”: Carlos Guillermo Páramo


Entrevista con el doctor en Historia y decano de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional. Explica los alcances del centenario de la emblemática novela colombiana que él acaba de reeditar. Además, es uno de los autores de la nueva Biblioteca “La vorágine”. Con esa inspiración, presentó al Congreso Nacional el proyecto Misión Ciencias Humanas.

Nelson Fredy  Padilla
26 de mayo de 2024 - 04:00 p. m.
El profesor, historiador y antropólogo Carlos Guillermo Páramo Bonilla asegura: “Hay grandes obras de la literatura latinoamericana que hacen muy mal en esconder la paternidad de 'La vorágine'.
El profesor, historiador y antropólogo Carlos Guillermo Páramo Bonilla asegura: “Hay grandes obras de la literatura latinoamericana que hacen muy mal en esconder la paternidad de 'La vorágine'.
Foto: Terumoto Fukuda

En 2010 charlamos cuando fue curador de una exposición sobre “La vorágine” en la Biblioteca Nacional. Ahora 2024 fue declarado el año de “La vorágine” por cumplirse el centenario de su publicación, y usted lideró, en la Universidad Nacional, una nueva edición del original de la novela de José Eustasio Rivera. ¿Por qué?

De La vorágine no escasean ediciones de toda índole. Tal vez puede ser la novela más reeditada en la historia de la literatura nacional. No hay una sola librería que no contenga una edición oficial o no oficial, y algunas son excelentes. El año pasado, para no ir más lejos, la Universidad de los Andes produjo una espléndida edición cosmográfica con énfasis en el territorio y la geografía. Pero siempre se han basado en la quinta edición, que supervisó Rivera en 1928, en Nueva York, pero la de 1924 nunca había vuelto a tener atención y era vista con recelo y desdén por la crítica literaria. Como la edición del 24 tiene unas características muy importantes que la hacen una novela sui generis y para ciertos fines mucho más vanguardista que la del 28, decidimos que la mejor forma de conmemorarla era reeditando la original.

Ahora varios profesores de la Nacional cotejaron esa primera versión con los manuscritos que hay en la Biblioteca Nacional y que cualquier colombiano puede ir a mirar en el centro de Bogotá. ¿Cómo asumieron el reto?

Teníamos no solo el desafío de curar la edición del 24, que nunca había tenido ese tratamiento, y así mismo poderla cotejar, que nunca se había hecho, al menos en una edición de la novela, con los manuscritos que están en la Biblioteca Nacional de Colombia, y que justo cuando se abrió aquella exposición, hace ya 14 años, eran recientemente adquiridos. Lo que buscamos hacer en compañía de Carmen Elisa Acosta, directora del Instituto Caro y Cuervo; de Jineth Ardila, directora del Centro Editorial y aguda crítica literaria, y la maestra Ángela Zárate, antropóloga, con el acompañamiento y la asesoría de la profesora Norma Donato, gran especialista en la obra de Rivera en nuestros tiempos, fue producir esta edición que es única en su género, porque trae una serie de notas al final que dan contexto histórico, auscultan algunas de las primeras intenciones de Rivera y le dan una dimensión histórica.

Como el objetivo de esta entrevista es invitar a los colombianos a que se reconecten con “La vorágine”, ¿qué encuentra alguien que vaya hoy a la Biblioteca Nacional y quiera ver los manuscritos?

Esos manuscritos son fascinantes. Partiendo de que se trata de una novela de indudable resonancia icónica en la identidad nacional, nos haya gustado o nos haya traumatizado en el colegio. Difícilmente la vida de la gran mayoría de personas en este país no ha pasado en algún momento u otro por La vorágine, siquiera porque la ha visto en alguna estantería. En muchos lugares de Colombia se aprende aún con amor y se recita. Hay una relación afectiva profunda con ella por las razones que sea. Entonces, encontrarse con el manuscrito y abrir este libro de cuentas que comienza con el título La vorágine que está encima de un tachón, y hay grandes especulaciones sobre cuál era el título original para el manuscrito, y que a renglón seguido siga el orden canónico de la novela con la carta a Arturo Cova y con el famoso “antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó en la violencia”, pues es muy conmovedor. Recuérdese que es una novela que a su vez es un documento testimonial y es el cuaderno que Rivera le envía el ministro de Relaciones Exteriores para dar cuenta de la situación de unos colombianos en las fronteras, que se han perdido en la Orinoquia. Está elaborado por un poeta, Arturo Cova, que ha huido de Bogotá con su novia embarazada y entonces, cuando uno empieza a ver los manuscritos, verdaderamente siente que ya no está leyendo a Rivera, que estaba escribiendo de primera inspiración, sino a Arturo Cova, que es el que toma posesión. Además, Rivera escribe en una primorosa caligrafía de abogado. También hay esbozos de mapas, croquis, listas de mercado y de cosas que van a llevar a la selva. Documentos que ha trabajado sistemáticamente Norma Donato, todo un palimpsesto, un texto que tiene cinco o seis niveles de lectura e interpretación.

Usted también trabajó en el equipo que constituyó la biblioteca “La vorágine”, recién publicada, que los colombianos van a encontrar en las bibliotecas públicas con acceso gratuito. ¿Cuál es el objetivo?

Lo primero es resaltar esta iniciativa del Ministerio de las Culturas, de las universidades Nacional y de los Andes, y de la Biblioteca Nacional, que fue la que ejecutó el proyecto con el que buscamos darle un contexto a La vorágine a través de una serie de obras importantes que dialogan y arrojan nuevas luces sobre la novela.

Son diez libros que reúnen muchas miradas sobre la obra y usted coordinó el octavo, que da testimonio sobre los viajeros de la época de Rivera, donde usted llama a estudiarla de una manera más integral, más allá de la visión de “la novela de los Llanos Orientales”, sino revisando la Orinoquia y el Amazonas como claves de lectura.

En este volumen se busca hacer énfasis en algo que me importa y que tal vez es una de las mayores justicias que le podemos hacer a Rivera, pero también a la historia nacional: de manera explicable pero injusta solemos pensar que La vorágine solo denunciaba los crímenes de la Casa Arana en el Putumayo. Por supuesto que los denuncia, pero lo que tal vez más le importaba a Rivera era decir: esto no solo pasó en el Putumayo. Decir: ojo compatriotas, esto está pasando en el Orinoco, como hubiera podido decir esto también está pasando en el Perijá, en la Sierra Nevada, incluso, hay mucha especulación sobre si Rivera escribió una novela sobre la cuestión petrolera que desapareció misteriosamente después de que él murió. Entonces es importante que en este centenario le demos un contexto más amplio a la banda Orinoco, que es la zona de Vichada, Guainía, Vaupés y Guaviare, la gran región donde ocurren tres cuartos de la acción de la novela y lugares hacia los cuales debiéramos volcar más la mirada. Claro, hay que festejar el relanzamiento en La Chorrera, un resguardo muy importante, que fue sede de una de las estaciones mayores y más terroríficas de la Casa Arana, pero La vorágine hay que celebrarla también en Puerto Inírida, porque para el Guainía es una novela propia, íntima, que ocurre allá.

¿Cuándo leyó usted por primera vez “La vorágine” y por qué le despertó tanta pasión?

Tuve la fortuna de que no me la asignaron en el colegio. Hubo gente que la leyó y le gustó. Otra la odió, otra simplemente la leyó por deber y la consignó al desván del olvido. Mi infancia y mi adolescencia fueron particulares porque me refugié en los libros de Julio Verne, de Emilio Salgari, en Las aventuras de Sherlock Holmes, de Conan Doyle. Era un febril lector de eso y perdí año, entonces mis padres dijeron ya estuvo bueno de lectura, tiene que repetir y salvar año, y frente a esa veda empecé a leer clandestinamente La vorágine, por instigación de un tío que había vivido en la selva y el llano. A los 13 años no la entendí del todo, pero el drama que había ahí me capturó de por vida. Y luego, a través de mi trabajo de campo como antropólogo, pude dimensionar la interpelación de la novela con el país, que uno percibe en la zona esmeraldífera, en el sur de Bolívar, en el Guaviare, etcétera.

De acuerdo. Le cuento que el año pasado la releí con un gusto especial a raíz del drama de los cuatro niños indígenas que sobrevivieron a un accidente de avioneta en el Guaviare y, en especial, por Lesly, la niña mayor que protegió a sus hermanitos durante 40 días. Me recordó a uno de los personajes más enigmáticos de “La vorágine”: la indiecita Mapiripana, sacerdotisa de los silencios de la selva, cuyo rastro es como el de un duende. Ahí uno advierte cómo esta novela sigue hablándonos en el siglo XXI.

Claro. Es un texto que sigue siendo impresionantemente actual. Por ejemplo, hay un diálogo de la primera vez que Arturo Cova se encuentra con Narciso Barrera y de las primeras cosas que le dice es sobre los migrantes que los están dejando sin trabajo: “Con los asilados de Venezuela, que la infestaban como dañina langosta, no se podía vivir”. Y estamos hablando de hace 100 años y de Clarita, que es una figura absolutamente hermosa en la novela, una desplazada venezolana que se acomoda a las circunstancias y la utilizan y vapulean de todas las maneras. Y, claro, ese episodio de los niños de la selva, con todas las especulaciones que hubo sobre cómo los encontraron, dónde podían estar, si eran espíritus del bosque, es recrear La vorágine. El famoso perro Wilson que se fue a buscarlos es el descendiente de Dólar y Martel, los perros de la novela. A quienquiera que le tuviera miedo a la lectura yo le diría que es un libro para degustar, porque está envuelto en un lenguaje que resulta un tanto impenetrable, pero es que la selva es impenetrable de alguna manera. Y Rivera también quería dar el efecto de algo a través de lo cual toca ir abriendo camino.

Un siglo después, el valor de “La vorágine” es literario, antropológico, cultural, psicológico y político. Por eso, una vez el escritor Antonio Caballero me dijo: “‘La vorágine’ es la gran novela de Colombia”. ¿Está de acuerdo?

Coincido plenamente. Y esto no en demérito de otras obras insignes, pero esta es una novela sobre las fronteras paradójicas, escenarios aterradores y de una conmovedora belleza. Hay un momento que a mí siempre me saca las lágrimas: cuando Cova se reencuentra con la niña Griselda y le pregunta, furioso, cómo le va. Ella le dice: “¡Lo mismo que a vos! ¡Fregaíta, pero contenta!”. Hoy en día puede hablarnos en nuestra ética cotidiana, en quiénes somos como nación. Y claro, es la gran novela sobre la violencia, el extractivismo, el llano, la selva, el capitalismo, una gran novela inextinguible.

Es la trascendencia de un clásico, de un realismo lírico creado 40 años antes del realismo mágico. ¿Cierto?

Eso es muy importante porque, como bien lo ha señalado Jineth Ardila, una de las editoras de la reedición de la Universidad Nacional, uno de los avances al celebrar este centenario es que ya no vemos a un lado La vorágine y en otro a Macondo, a un lado Rivera y en otro a García Márquez. Uno no descarta al otro; al contrario, lo que encontramos son continuidades, temas que se retoman y como probablemente entre ambos describimos un retrato mucho más dimensional y rico, donde iremos incorporando otras novelas de antes, de después, incluso de nuestra época. Nos ha permitido pensar de una manera distinta la historia de la literatura colombiana, las tradiciones que allí convergen, los problemas que le asisten. Como usted lo decía, es una novela no solo para para estudios en literatura, sin menoscabo de la importancia de ello, es para antropología, historia, psicología, geografía, comunicación... Fue lo que procuramos en la edición de la Nacional, sumando artículos desde muy distintas miradas, como psicoanálisis, museografía y estudios de género.

Sobre esa visión universal, ¿qué tanto dialogaría la novela de Rivera con “El corazón de las tinieblas”, de Joseph Conrad (publicada en 1899), la famosa travesía por la selva africana?

El corazón de las tinieblas es una obra de talante universal. Es un clásico, inapelable, universal, que precede a La vorágine. Algo absolutamente llamativo es que siendo obras tan semejantes en muchísimas cosas, una no ejerció ninguna influencia sobre la otra, porque cuando Rivera escribió la suya no se había traducido la de Conrad al castellano ni al portugués, que eran las lenguas que él leía, pues no sabía inglés.

Pero sí dialoga con la obra del escritor uruguayo Horacio Quiroga, quien dijo que “La vorágine” era uno de los libros más importantes del continente americano.

Por eso Quiroga le escribió una carta pública muy bella a Rivera, mientras la crítica nacional tendió a sentirse incómoda con La vorágine. Algunos la saludaban, pero no sabían qué tenían entre manos y lo que uno lee entre líneas es que pensaban que Rivera era demasiado poeta para hacer prosa. Eso nos pasa a todos, porque somos miopes ante las cosas de nuestra época. Se necesitaba que alguien como Quiroga saludara la novela, una especie de Clemente Silva que escribía, que vivía en la selva, que estaba medio loco, que era un magistral escritor sobre la selva, con una profunda vocación hacia lo sobrenatural y con una enorme sensibilidad frente a otras realidades que ocurren cuando uno se ha compenetrado con la selva. Dicho esto, hoy en día tenemos que poner a La vorágine a dialogar con el Ulises (1920) de James Joyce, con La montaña mágica (1924) de Thomas Mann, con las vanguardias literarias de su época.

Le cuento una anécdota. En 2014, después de mucho insistir, entrevisté, en Lima, al Premio Nobel de Literatura peruano Mario Vargas Llosa. Estaba empacando parte de sus libros para enviarlos a una biblioteca con su nombre en Arequipa. Sacó una edición vieja de “La vorágine” y me dijo: “Mire en lo que me inspiré para escribir ‘El sueño del celta’” (2010), su novela sobre el naturalista irlandés Roger Casement, quien estuvo en el Putumayo colombiano en 1910 y denunció ante el Parlamento británico la esclavitud promovida por los caucheros. ¿Coincidencia?

El sueño del celta es sobre el Putumayo y pasa por los mismos senderos de La vorágine. Pero es que Vargas Llosa también es autor de La casa verde, que está en la mejor tradición de la novela de la selva en la Amazonia peruana. Esos linajes se vuelven importantísimos, lo mismo con Los pasos perdidos (1953), de Alejo Carpentier, que ocurre en una zona parecida. Hay grandes obras de la literatura latinoamericana que hacen muy mal en esconder la paternidad de La vorágine.

Todo esto sin olvidar que es la novela sobre la Casa Arana, la gran memoria sobre la muerte de al menos 70.000 personas, y que esa violencia ha sido transformada por guerrilleros, narcotraficantes, paramilitares, mafiosos de la madera y la minería. O sea, ¿seguimos jugándonos el corazón al azar y nos lo sigue ganando la violencia?

Así es. Ahí hay claves que ayudan a adelantar una lectura de La vorágine. La primera es la dimensión histórica, porque es el más poderoso retrato que existe de la penetración peruana al Putumayo para extracción cauchera, de tal suerte que es una novela que, por un lado, denuncia la presencia del capital extractivista, muestra el drama y cómo eso conduce fácilmente al genocidio. Por otro lado, nos muestra que no es solo una gente mala que se metió a la selva a matar indios, sino que tiene la combinación de la ambición, el desprecio por la frontera, por sus habitantes y por la naturaleza, que conlleva volver a alguien un asesino insensible.

Hace un siglo esa codicia en la selva comenzó por la industria del automóvil pidiendo caucho para neumáticos, cien años después vemos la codicia por el coltán para fabricar teléfonos celulares.

Lo del coltán tiene que ver con la vigencia misma de la mirada de La vorágine. Pero usted lo pudiera ver en otros ámbitos, como la codicia por el conocimiento para generar nuevos mecanismos extractivos que producen otros tantos vicios de deshumanización.

Usted es doctor y profesor en Historia, y decano de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional, y en esa calidad acaba de ir al Congreso Nacional a pedir el replanteamiento de nuestra visión de país a través de lo que ustedes bautizaron “Misión Ciencias Humanas”. ¿Qué es ese proyecto y por qué tiene que ver con la filosofía de “La vorágine”?

Para la Universidad Nacional es muy importante La vorágine porque su autor, Rivera, fue abogado graduado en 1917 y porque es una obra que nos encapsula, que nos pone en una nube para hablar del espíritu de la gran universidad pública del país y su preocupación por la frontera, por cómo se construye nación, por la diversidad, el conflicto y las relaciones con la naturaleza. Tiene como misión construir nación y ser órgano asesor del Estado para tal fin. Y en ese mismo sentido, en la Facultad de Ciencias Humanas nació algo que ha sido la fundamentalmente una idea genial de la maestra Alejandra Jaramillo Morales, que es una insigne escritora también y colaboradora de El Espectador: un proceso llamado Misión Ciencias Humanas, que apela a que busquemos que la sociedad y el Estado reconozcan un lugar especial para las ciencias humanas a través de una política pública y una serie de estímulos que eleven su lugar en la sociedad. Este es un país que sería inviable sin las disciplinas sociales y humanas para resolver los problemas de la alimentación, el conflicto, la convivencia, la ciudad. Aquí vamos en yunta con la Asociación Colombiana de Facultades de Ciencias Sociales y Humanas, y viene un ámbito de reconocimiento nacional sobre muy distintos aspectos que deben ser tomados en cuenta para esta política, que estamos corriendo contra el reloj para que pueda entrar en la agenda legislativa, pues hemos tenido buena recepción de senadores y representantes a la Cámara de muy distintos partidos, porque les concierne a todos.

Ojalá se concrete ese proyecto de ley porque en “La vorágine” queda claro que la ausencia del Estado es el principal caldo de cultivo de la violencia.

En un célebre aparte de La vorágine lo clama Arturo Cova: “Porque a esta pobre patria no la conocen sus propios hijos, ni siquiera sus geógrafos”. El punto es que tiene que haber un esfuerzo nacional conjunto para reconocer nuestros territorios, sus particularidades, su sensibilidad, las diferencias culturales, la diversidad manifiesta en la novela y el Estado debe ejercer allí el monopolio de la fuerza.

Gracias por su valioso trabajo en esta convocatoria para que aportemos nuevas visiones de país desde la relectura de “La vorágine”. Le cuento que esta novela y la selva como inspiración literaria los propondré como temas del curso que dicto cada semestre en la maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional y uno de los invitados será usted. ¿Se le mide?

Me le mido. Encantado siempre de sus invitaciones, Nelson.

Nelson Fredy  Padilla

Por Nelson Fredy Padilla

Periodista desde 1989, magíster en escrituras creativas, autor de cinco libros, catedrático de periodismo y literatura desde 1995, y profesor de la maestría de escrituras creativas de la Universidad Nacional, del Instituto de Prensa de la SIP y de la Escuela Global de Dejusticia.@NelsonFredyPadinpadilla@elespectador.com

 

Aforado(47752)27 de mayo de 2024 - 10:00 a. m.
Como siempre Nelson Fredy Padilla nos ofrece brillantes artículos que nos enseñan la grandeza de esta patria
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