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La voz de Mafalda

Con motivo de la muerte de Joaquín Salvador Lavado, Quino, ocurrida el pasado viernes 30 de septiembre, se recordó por estos días un hecho que es digno de un comentario. Es el siguiente: Mafalda fue llevada por primera vez al cine en 1981, pero a Quino no le gustó la película.

Joaquín Mattos Omar
15 de octubre de 2020 - 11:29 p. m.
La voz de Mafalda es distinta en cada lector de la historieta. De modo que hay tantas Mafaldas como lectores de Mafalda; y hay tantas voces de Mafalda como lectores de Mafalda.
La voz de Mafalda es distinta en cada lector de la historieta. De modo que hay tantas Mafaldas como lectores de Mafalda; y hay tantas voces de Mafalda como lectores de Mafalda.
Foto: REUTERS - Eloy Alonso

¿La razón? Al salir de su función de estreno, que tuvo lugar el 3 de diciembre de dicho año, oyó que algunos decían: “¡Pero esa no es la voz de Mafalda!”. Esta reacción de los espectadores y el crédito que Quino le concedió resultan muy llamativos porque hasta entonces todos sólo habían “oído” la voz de Mafalda leyéndola.

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¿Es posible de verdad que los seguidores de Mafalda supieran cómo era la voz de la protagonista de la ya por entonces famosa historieta únicamente leyendo sus entregas periódicas en la prensa? La respuesta es por supuesto afirmativa. El testimonio espontáneo y enérgico del público de aquel lejano viernes de primavera no puede ponerse en duda. De hecho, la pregunta adecuada no consiste en si es o no posible que lo supieran. La pregunta adecuada es otra: ¿cuál es el mecanismo que nos permite oír la voz de alguien que sólo habla mediante unos textos impresos encerrados en unos globos?

Una respuesta posible es la que nos ofrece el antropólogo y lingüista estadounidense Edward Sapir, quien en su libro El lenguaje. Introducción al estudio del habla (1921) observa que, incluso en quienes practican una “lectura puramente visual”, las “asociaciones auditivo-motoras” están siempre “cuando menos latentes”, esto es, entran en juego “de manera inconsciente”. Lo cual significa que, al leer (sobre todo en silencio, paradójicamente), reproducimos –valga decir, oímos– en el cerebro las imágenes sonoras correspondientes a las formas escritas. Yo creo que todo lector más o menos avezado puede atestiguar esta experiencia, pero dejemos que sea uno tan grande como Borges quien la corrobore: “Yo diría que lo más importante de un autor es su entonación, lo más importante de un libro es la voz del autor, esa voz que llega a nosotros” (Borges oral, 1979).

Y esa voz del autor –y la de sus personajes, desde luego– llega a nosotros, según el filósofo y esteta alemán Hans-Georg Gadamer, gracias a lo que él denomina el “oído interior” (atención: el “oído interior”, no el “oído interno”, que es otra cosa). Gadamer, en efecto, plantea que el “oído interior” le permite al lector reconstruir íntimamente los patrones sonoros codificados en el texto (si bien él habla en particular del texto poético, su teoría puede extenderse a todo tipo de texto creativo). Más aún, Gadamer agrega: “Y es aquí donde la escritura representa un lugar seguro, abstracto, comparado con la materialidad del habla”.

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Además de lo anterior, hay que asentar que la caracterización mental que un lector hace de un personaje de ficción a partir de la descripción –apoyada en la imagen, en el caso concreto de Mafalda– de su modo de ser, de su temperamento, de su discurso, de sus actos y de su fisonomía, esa caracterización mental, digo, constituye un todo que incluye desde luego su voz.

Así que está claro que, con solo leer sus viñetas con puntual periodicidad, o reunidas todas en un libro, sí es posible oír (así, ya sin entrecomillar) la voz de la querida niña argentina de coposo cabello negro y labia perspicaz. Y en consecuencia es posible determinar si su voz coincide o no con la de la actriz que le prestó la suya en aquella película de 1982 (actriz que, por cierto, se llama Susana Klein, y quien entonces tenía ya casi 40 años).

Pero este hecho tiene todavía otro aspecto crucial: esa voz del personaje, esa voz de Mafalda, es distinta en cada lector de la historieta. Recuerden lo que dice el mismo Borges, para indicar el papel del lector con respecto al texto que lee, su papel de colaborador o cocreador del texto: “Hay tantas Biblias como lectores de la Biblia”. Es decir, un libro, un texto “resuena” de un modo particular para cada lector. De modo que hay tantas Mafaldas como lectores de Mafalda; y hay tantas voces de Mafalda como lectores de Mafalda.

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Esa voz múltiple, cambiante, capaz de adquirir un registro distinto en la mente de cada lector, se empobrece al ser materializada por la voz concreta de una actriz determinada. Se empobrece y, además, claro –justamente por ser cambiante, incesante en la imaginación del público–, no se parecerá nunca a la voz concreta de nadie de carne y hueso. (Estoy evocando aquí también a Borges, al Borges de “The unending gift”, el regalo o el don interminable).

Este episodio de la suplantación cinematográfica de la voz de Mafalda es similar al fenómeno que García Márquez siempre consideró con temor: el de la suplantación cinematográfica de los personajes de Cien años de soledad. Como se sabe, el escritor colombiano –cuyo ascenso a la fama, a propósito, estuvo ligado también, como el de Mafalda, a la revista argentina Primera Plana– siempre rechazó las ofertas que le hicieron para adaptar al cine su gran novela, debido a que quería que los millones de lectores de esta obra mantuvieran la capacidad de imaginar a los Buendía como quisieran, “y no con la cara prestada de un actor en la pantalla”. En una nota publicada en El Espectador el domingo 18 de abril de 1982, escribió, por ejemplo: “Anthony Quinn (…) no será nunca para mí ni para mis lectores el coronel Aureliano Buendía”.

Es curioso que García Márquez sólo pensara en la fisonomía de sus personajes, es decir, en su aspecto estrictamente visual. Porque hay que decir que una posible versión audiovisual de Cien años de soledad tendría como consecuencia no sólo el que les pusieran una cara prestada a sus personajes, sino también una voz prestada, lo que no sería menos fatal. Si, como ya parece un hecho inevitable, Netflix convierte la novela de García Márquez en una serie de televisión, asistiremos con seguridad a una réplica de la queja colectiva que tuvo lugar al término de aquel estreno en Buenos Aires, en 1981, de la película de Mafalda:

–¡Pero esa no es la voz de Úrsula!

–¡Ni esa es tampoco la voz del coronel Aureliano Buendía!

–¡Cómo carajos se va a enamorar Meme de Mauricio Babilonia con esa voz falsa que le pusieron al muchacho de las mariposas amarillas!

Por Joaquín Mattos Omar

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