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Durante mucho tiempo circuló la peregrina idea de que España no había legado en filosofía nada digno a Europa. Sin embargo, esto se debe a que en la modernidad se llegó a pensar que África empezaba en los Pirineos mismos y que España sólo era tierra de conejos. Esta especie de eurocentrismo impidió reconocer que el pensamiento de hombres como Fray Bartolomé de las Casas, Francisco de Vitoria y, muy especialmente, Francisco Suárez, mucho antes que Ortega y Gasset, habían legado a Europa parte de las ideas modernas. En estricto sentido, mucho de lo que hoy se llama defensa de las culturas, la diversidad étnica, el derecho internacional, o las discusiones sobre la “guerra justa”, no serían posibles sin de Las Casas y Vitoria; así mismo, la famosa teoría del contrato y de la soberanía popular, no lo sería sin el gran pensador español Francisco Suárez.
En efecto, Suárez fue uno de los pensadores españoles más importantes del siglo XVI y XVII. Su influencia se puede rastrear en Descartes, Leibniz, Wolf, Schopenhauer y hasta en el mismo Heidegger. Esto se debe a que Suarez realizó en su famoso libro Disputaciones metafísicas, publicado en Salamanca en 1597, sendos aportes a la escolástica española, la cual tuvo una gran influencia en la modernidad europea. Sin embargo, uno de sus aportes más interesantes lo encontramos en su teoría política, especialmente, en su libro De legibus, publicado en 1612 y conocido también en toda Europa.
Para Suárez, en estricto sentido, el poder reside en el pueblo, en la comunidad política. Ella posee la potencia, como diría Enrique Dussel. De tal manera que, a diferencia de Hobbes, el jesuita no parte de un individuo abstracto, por fuera de la comunidad para fundamentar la autoridad política. Más bien, este individuo en comunidad, refrenda a posteriori la misma, mediante un pacto con un magistrado (monarca) o un grupo de ellos o aristocracia a quien se le delega el poder. Desde este punto de vista, el gobierno es meramente un sirviente del pueblo, quien siempre conserva la soberanía, pues la delegación no es absoluta. Dice Dussel en su monumental Política de la liberación (volumen 1): “La comunidad política…siendo la depositaria última del poder político…puede transferirlo o trasladarlo a un magistrado o rey, previo contrato o pacto”, este traslado no es completo, ni irrevocable, sino que es “una concesión condicionada, limitada […] El poder, por consiguiente, dimana del pueblo”. Por lo demás, el pueblo o la comunidad política siempre puede recuperar el poder. Esto ocurre en varios casos, cuando las leyes son injustas, cuando son demasiados gravosas, cuando no se obedecen, es decir, cuando no tienen eficacia. Y si el rey se convierte en tirano y usa el poder para dañar a la ciudad, es lícito defenderse del rey pues el “pueblo nunca ha sido privado” del poder mismo.
De tal manera que a Suárez, como dice Jaime Jaramillo Uribe, “ni siquiera como ficción le aparece aceptable la tesis de que hubiese existido una época en que la humanidad hubiera estado constituida por un conjunto de individuos dispersos”, pues Dios hizo al hombre de naturaleza sociable -sociabilidad sostenida también por Aristóteles-, razón por la cual el paso del famoso “estado de naturaleza” a la “sociedad civil” o al Estado, con el que pensadores como Hobbes, Rousseau, Kant, etc., intentaron legitimar y justificar la existencia misma de la autoridad y el poder, no deja de ser una ficción o un exabrupto teórico.
Se puede decir, sin entrar en detalles sobre las diferencias del planteamiento de Suárez con el de los contractualistas de los siglos XVII y XVIII, que en su obra encontramos la teoría del contrato y la doctrina de la soberanía popular. Lo que él logró, teóricamente, fue un gran aporte en la teoría de la soberanía (creada en la época por Jean Bodino en Francia): la trasladó de la cabeza del rey a la cabeza del pueblo.
De hecho, mediante una construcción argumental rigurosa, llegó también a justificar la idea secular del Estado, y su pensamiento sirvió para debilitar la doctrina del derecho divino de los reyes que circulaba- y se aplicaba- en Europa en ese momento. Esto se explica así: “la aparición de la teoría del derecho divino de los reyes inclinó cada vez más el pensamiento católico hacia una teoría de la soberanía basada en el consentimiento libre de los gobernados y, paradójicamente, contribuyó al desarrollo de la idea laica del Estado. El proceso era lógico, y un pensador tan agudo […] como Francisco Suarez sacaría todas las consecuencias. Si el poder de los reyes tuviera origen divino, podía estos no sólo ejercer la potestad del mando sobre sus súbditos, sin limitación alguna, sino también sobre la iglesia misma. Y en efecto, esa fue la conclusión que sacaron los monarcas absolutos de los nacientes Estados nacionales de Europa. Por eso Suárez y los juristas españoles de la compañía de Jesús establecieron que sólo existía una institución de origen divino: la iglesia, y que la potestad coercitiva del Estado tenía origen en el libre consentimiento otorgado a los gobernantes por sus súbditos. De ahí a la teoría de la soberanía popular sólo había un paso”, dice Jaramillo Uribe en ese magnífico libro El pensamiento colombiano en el siglo XIX. Por eso, “para mantener la autonomía y la prioridad de la iglesia, era necesario propiciar la crisis del derecho divino de los reyes”. De esta forma, Suárez avanzó en la idea laica del Estado, en la idea moderna de secularización donde la iglesia cada vez interfiere menos en las instituciones públicas.
Ahora, ¿cómo se relaciona esto con nuestra independencia en el siglo XIX? La respuesta resulta sencilla. Como se sabe, los jesuitas estuvieron en América hasta 1767 cuando fueron expulsados, entre otras causas, por estas doctrinas que resultaban peligrosas para España, pues implicaban un debilitamiento de la monarquía. De tal manera que muchos de los próceres de la independencia se educaron con esas doctrinas, desde México hasta Colombia. En el Virreinato de la Nueva Granada, de hecho, Nariño conocía esas doctrinas políticas españolas y las usó en sus alegatos de defensa en el juicio que se le hizo por la traducción de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789. Para él, en estricto sentido, lo que decía Rousseau sobre la voluntad general y la soberanía popular, ya se encontraba en el pensamiento que los jesuitas habían divulgado en América con el permiso de España, razón por la cual su traducción de los derechos del hombre no era un acto sedicioso contra España, pues no estaba introduciendo nada nuevo.
Por eso tras la captura del rey Fernando VII durante la invasión de Pepe Botella (hermano de Napoleón) a España, en 1808, el pacto que las colonias americanas tenían con la península se entendía disuelto, roto. Y si la soberanía ya no estaba en cabeza del rey, ésta, según la doctrina de Suarez, debía regresar al pueblo, a las colonias. Así que, a partir de 1809, como se hizo en Ecuador, y en las declaraciones de independencia de 1810, tales como la nuestra, la mexicana y la argentina, no sólo se tenía en mente la independencia de Estados Unidos frente a Inglaterra, o la flagrante Revolución francesa de 1789, sino que además, se contaban con una justificación en el propio pensamiento español del cual habían bebido los criollos. Por eso dice Enrique Dussel: “Esta teoría del derecho servirá de justificación teórico-política a las comunidades de criollos y mestizos emancipadores latinoamericanos en torno a 1810, para- tras la captura del rey en España- recuperar el ejercicio del poder de la comunidad”. De ahí se pasó, primero, a la idea de un autogobierno de las colonias; después, a la idea más radical de la ruptura definitiva con España.
De tal manera que cuando pensemos en las fuentes ideológicas de nuestra emancipación, no sólo debemos tener presente las ideas liberales y republicanas europeas o norteamericanas, sino a la mismísima escolástica española que alimentó las ideas de revolución en las cabezas de nuestros americanos.
dpachons@uis.edu.co