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El profesor bogotano Azriel Bibliowicz (1949) es sociólogo de la Universidad Nacional de Colombia, donde fue docente reconocido con la Medalla al Mérito Académico hasta su pensión. Es fundador de la Escuela de Cine y Televisión y de la Maestría en Escrituras Creativas de esa universidad. Es Ph.D. de la Universidad de Cornell (Estados Unidos), profesor visitante y conferencista en sociología y literatura en universidades de EE. UU. y Europa. Fue columnista de El Espectador y charlé con él porque este 2 de septiembre se cumplen 80 años del fin de la Segunda Guerra Mundial y, para mí, es el escritor que más ha profundizado el tema de la inmigración judía a Colombia a través de novelas como “El rumor del astracán” (1991), “Migas de pan” (2013) y “Del agua al desierto” (2022). (Vea otra entrevista de Nelson Fredy Padilla al politólogo Mauricio García Villegas sobre las raíces de la violencia en Colombia).
¿Por qué debemos recordar qué fue la Segunda Guerra Mundial y qué impacto tuvo sobre nuestra cultura actual?
La realidad es que la Primera y la Segunda Guerra Mundiales cambiaron totalmente la visión del mundo. En la Primera empezó la industrialización de la guerra, pero en la Segunda esa mecanización se usó para destruir al hombre. Cómo habrá sido de dramático lo que pasó ,que la palabra genocidio por primera vez aparece en la historia de la humanidad después de los juicios de Nuremberg. Por primera vez el mundo tuvo que entender que las guerras podían eliminar totalmente poblaciones, etnias, religiones, nacionalidades y que la intolerancia llegó a su máximo extremo. ¿Qué nos llevó a ese punto? Las mentiras, la propaganda nazi, la incapacidad de decir la verdad, el nacionalismo, los totalitarismos. La guerra destruyó una de las grandes utopías del mundo: el socialismo. Fracasó la dictadura del estalinismo, la dictadura del proletariado. Lo más dramático fue que se redujo el hombre a los campos de concentración y por eso lo que realmente vale la pena hoy para entender la dimensión de lo sucedido es que continuemos leyendo los libros que salieron de esos campos, esos testimonios tan importantes sobre lo que llegó a ser esa tragedia humana.
Su autoridad frente al tema no solo es académica sino de sangre, porque usted es descendiente de húngaros y polacos sobrevivientes del holocausto contra los judíos, muchos de los cuales llegaron a Colombia a través de Puerto Colombia y desde ahí emprendieron un viaje por el río Magdalena hacia el corazón del país en busca de una nueva vida. ¿Eso marcó su vida?
Sí, claro. Ya mi madre, por ejemplo, nació en América y se crió en Barranquilla. O sea que tuve una mamá costeña, que creía que nada podía ser más importante que el Carnaval de Barranquilla, bailar, comer arepa de huevo, en fin. Y yo soy bogotano. En ese sentido tengo mucho de colombiano al mismo tiempo que, claro, traigo una tradición judía por mis abuelos maternos de Hungría y mis abuelos paternos de Polonia.
¿Cómo sobrevivieron ellos a las guerras mundiales?
Mi abuelo materno vino huyendo después de la Primera Guerra Mundial. Llegó hace un siglo a Colombia mientras mi abuelo paterno sí huye de la Segunda Guerra Mundial en los años 30 y llega a Colombia a trabajar y a salvar a su familia, porque fueron muy conscientes del antisemitismo que se estaba viviendo en Europa.
Esas son las historias de “El rumor del Astracán”, una novela escrita como para cine, con una estructura dividida en secuencias, que ya va para seis ediciones.
Sí. Mi padre viene a trabajar como vendedor ambulante y es protagonista. Pero a mí me llamó mucho la atención, cuando empecé a escribirla, que uno de los problemas reales era cómo la gente estaba emigrando en medio de las hambrunas en Europa y el antisemitismo y, paradójicamente, aquí se estaba viviendo el comienzo de la violencia a raíz del fenómeno de la propiedad de la tierra generado por la ley 200 de Alfonso López Pumarejo, que le permitía por primera vez a un pobre señor que tenía una pequeña parcelita poder reclamarla después de 20 años de haber estado trabajándola. Entonces la novela hace un paralelo de la migración interna por ese factor con la migración externa. Eso llevó a que el gobierno de Eduardo Santos (1938-1942) y su canciller Luis López de Mesa prohibieran la visa a los judíos para que no vinieran Colombia. Sin embargo, muchos entraron de contrabando y el punto fundamental es que esas migraciones se encontraron en los inquilinatos de Bogotá, donde tuvieron que convivir hacinados. En la novela hay un momento donde se encuentran dos mujeres en un almacén y la colombiana le dice a la otra: “las dos somos pobres y las dos estamos trabajando aquí, pero usted es blanca y va a progresar. Yo soy india y voy a ser india toda la vida”, lo que marcaba el racismo que ha dominado todo el país.
Esa comunión entre la cultura judía y la cultura colombiana se desarrolla a otro nivel en la novela “Migas de pan”, por la que este año lo invitaron a Europa porque fue traducida al danés, al holandés y al italiano. Se trata de una familia sobreviviente que intenta rehacer su vida en una casa en el barrio Quinta Camacho, en Bogotá, y es golpeada de nuevo por la violencia, esta vez del secuestro. A partir de ahí se cuenta la historia de Josué y su familia.
Esa surge de que en 1987 Colombia bate el récord mundial de secuestros y una de las comunidades que más lo sufrió fue la judía. Como su estructura es tan cerrada, tan fuerte, inmediatamente secuestraban a una de las personas, pues toda la familia se reunía para ver cómo iban a aportar para pagar. Ante esa situación se volvieron vulnerables. El 25% de la comunidad judía, durante las décadas de los 80 y 90, padeció ese flagelo.
Pero lo que más me gusta es que la novela no se queda en el secuestro del patriarca, sino que lo usa para hacer un viaje a la memoria histórica del pueblo judío, de la familia, de su cultura y la supervivencia a pesar de las guerras mundiales.
Es que me propuse combinar la historia del cautiverio del secuestro en Colombia con el cautiverio de haber vivido en la Segunda Guerra Mundial en un campo de concentración.
¿Parientes suyos estuvieron en los llamados “gulags”?
Sí. El hermano mayor de mi papá sobrevivió a un gulag y a través de él logré entender lo que fue la vergüenza de haber sido víctima de la Segunda Guerra Mundial.
Explíqueme lo de la vergüenza.
Es que ellos siempre recordaban a los que habían muerto al lado de ellos y la gran pregunta que se hacían era: ¿Por qué sobreviví yo si los mejores fueron los que murieron? Una pregunta muy difícil, la misma pregunta que también se hace el escritor Primo Levi, uno de los grandes escritores del Holocausto, junto a Paul Celan y Nelly Sachs. Es un tema muy dramático porque se transforma en esa culpa que a la mayoría de ellos los lleva al suicidio. Walter Benjamin y Jean Améry también se suicidan.
Me impresionó, más que la exploración del dolor de las violencias, el proceso de intentar recobrar la dignidad familiar.
Es que lo que muestro en “Migas de pan” es que el secuestrado no era solamente la persona, sino la familia. Toda la familia quedaba secuestrada. De pronto la dimensión del tiempo cambiaba, el tiempo se volvía un presente continuo.
Por eso crea lo que usted llama “el teatro del tiempo”, esos niveles de memoria entre la realidad y la ficción.
Sí. Empiezo a manejar una serie de teatros para contar esta historia a partir de diferentes escenarios. Por eso el personaje central también es un director de teatro que educa a su hijo y a su sobrina dentro de la visión del teatro, también para que puedan entender la dimensión del tiempo, la dimensión de la memoria, la dimensión del lenguaje.
En la novela también hace un viaje al idioma yiddish, al origen de las palabras.
Ese es el idioma que hablaban los judíos de Europa Oriental, que era un alemán antiguo, y también hago un viaje a lo que llamo el hospital de las palabras. Porque, ¿qué es lo que hace la guerra? Te roba las palabras, te roba el sentido de las palabras. Eso fue lo que hizo el totalitarismo de la Segunda Guerra Mundial. Y hoy en día ocurre algo similar y hay que recuperar el lenguaje. ¿Y quienes recuperaron el lenguaje? Los grandes poetas. Por eso hay que volver a leerlos.
Y también hay que leer su más reciente novela “Del agua al desierto”, otro viaje de aprendizaje de la cultura judía a través de un escritor que mientras escribe una novela en Bogotá termina dialogando sobre la vida, la memoria y el valor del agua con una mujer de la cultura muisca.
Esa la escribí porque empecé a entender qué ocurre con la condición humana cuando se rompen los nacionalismos, que yo creo que es muy importante en nuestros días. Fueron los nacionalismos los que produjeron la tragedia de la Segunda Guerra Mundial.
Acaba de morir Samuel Gutman, que fue el último sobreviviente del Holocausto que vivía en Colombia. ¿Eso qué significa para usted como judío?
Es muy triste, porque esa fue la generación de mis abuelos, a quienes entrevisté para saber cómo habían llegado a Colombia. Y una de las cosas que descubrí es que cuando traté de grabarlos ellos no me lo permitieron, porque les daba miedo, miedo total. “¿Para qué vas a usar esa información? ¿Por qué quieres saber?”. Entonces me tocó apagar el aparato y empezar a tomar notas. Para mí es un gran dolor verlos desaparecer porque los conocí a todos.
Yo conocí a don Jacobo Brod, sobreviviente del campo de concentración de Auschwitz, donde fue torturado por Josef Mengele, El Ángel de la Muerte nazi. Murió en Bogotá en 2013 a los cien años de edad y un día me contó su historia con la advertencia de que solo podía publicarla cuando muriera porque no le interesaba volver al pasado y volverse objeto de curiosidad en el ancianato donde vivía. Hablamos de la trilogía de Primo Levi y me dijo: “Levi estuvo en el mismo campo de concentración mío, pero no hay palabras, no hay imágenes, ni siquiera las que escribió él, que puedan reproducir el sufrimiento que cada uno de nosotros vivió”.
No solo les quedó el sufrimiento, sino una cosa terrible que Primo Levi marcó como un hecho fundamental de la Segunda Guerra Mundial y es que la moral se pierde cuando a ti te bestializan, cuando te vuelven un animal, cuando tienes que pelear por una cuchara, cuando tienes que pelear por un vaso de agua, cuando el hambre te acosa. Tuvieron que luchar para sobrevivir y cargar con la culpa de quedar vivos.
De ahí el título de la primera novela de la trilogía de Levi: “Si esto es un hombre”.
Hay un hecho muy dramático de ese libro y es que se escribió en 1947 y solamente se vino a entender en 1961, lo que quiere decir que le tomó al mundo casi 15 años empezar a leer a estos autores. Era como si al principio el mundo no quisiera saber lo que realmente había pasado en la Segunda Guerra Mundial.
¿Ochenta años después hemos terminado de entender? Don Jacobo me decía que lo más doloroso para él antes de morir era que veía cercana la Tercera Guerra Mundial.
Estamos de vuelta a fenómenos como autoritarismo, nacionalismo, antisemitismo; vuelve a darse un clima global de distorsión de las palabras, donde la mentira genera una distorsión de la realidad muy dramática, empezando por Trump que vuelve a decir la famosa frase de que hacer la guerra es buscar la paz. Una contradicción. Como si no hubiéramos entendido que hace 80 años se definió el genocidio y un sistema universal de defensa de los derechos humanos.
Hoy en día estamos siendo testigos de un genocidio contra el pueblo palestino, en Gaza, producto de un terrible ataque de Hamás contra los israelíes. ¿Qué opina de eso como judío?
En octubre de 2023 yo estaba en Nueva York en una cena de artistas plásticos y me tocó sentarme junto a un señor que es un coleccionista muy rico y que fue nada menos que asesor del primer ministro israelí Benjamin Netanyahu. Le pregunté qué opinaba y me dijo: ojalá Netanyahu entienda que la respuesta no es la fuerza ante la crueldad de lo que pasó y el secuestro de 258 personas a manos de Hamás, muchas de las cuales todavía no han sido liberadas, y entiendo lo difícil de eso porque escribí una novela sobre secuestro. Pero lo más triste fue una respuesta de fuerza israelí, donde lamentablemente un pueblo que siempre había sido de víctimas, el pueblo judío, de pronto se transforma en el pueblo de los victimarios. Es algo que no habíamos vivido antes. Yo creo que este es un momento trágico para la historia del judaísmo y la humanidad en general. El trauma aquí es que ni Netanyahu quiere reconocer a los palestinos ni los palestinos que reconocen a Israel. Y si seguimos así, no hay forma de resolver este conflicto. Es hora de que pare la guerra. Es hora que se reconozcan. La única solución al conflicto es un Estado palestino al lado de un Estado judío y que sean capaces de convivir.
Usted fue mi profesor de literatura, lo que agradezco. Pregunto: ¿Por qué hay que seguir leyendo sobre la Segunda Guerra Mundial, escribiendo sobre las guerras y aportando a la memoria histórica?
Porque la memoria es frágil y el recuerdo es lo que nos vuelve humanos, es la conciencia histórica la que nos permite seguir adelante y no repetir los errores del pasado. Es muy importante llorar a los muertos, no podemos olvidarlos, pero también tenemos que perdonar y seguir adelante.
¿Su familia aprendió a superar eso?
Pues nunca lo pudo superar tan fácil. Era inmensamente difícil. Somos las generaciones que seguimos las que tratamos de hacer lo imposible por preguntar cómo había pasado.
¿Qué mensaje les da a los jóvenes para que se acerquen a este tipo de literatura y entiendan la historia?
Hay que leer los clásicos, porque es donde van a descubrir las verdades universales y los alcances de la condición humana. No pueden pasar las tragedias humanas sin que nos obliguen a reflexionar. Esto de alguna forma nos tiene que sensibilizar. La gran tragedia que fue la Segunda Guerra Mundial aún tiene que llevarnos a ser mejores seres humanos.
