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Steven Spielberg aceptó el largo pincel untado de rojo. Despacio y con precisión escribió sobre la pared, sin dejar caer una gota: “Love what you do” (“Ama lo que haces”). Puso debajo su nombre y entregó el pincel a un joven acucioso que anotó la fecha.
¿Qué hacía el rey Midas del cine (“todo lo que filma se convierte en dólares”), uno de los más importantes directores contemporáneos (E.T., Tiburón, Parque Jurásico, La lista de Schindler, Salvando al soldado Ryan, etc.) inscribiendo su mensaje y su nombre en una pared vulgar? Ampliar un poco la visión permite explicarlo: en esa y otras paredes se multiplican los nombres y los mensajes estampados por muchos de los grandes hacedores de cine de nuestra época. A pocos metros de Spielberg, grandes letras identifican a Francis Ford Coppola (El Padrino, Apocalipsis Now), más discretas, a Costa-Gavras (Z, La confesión, Estado de sitio), a su lado Ettore Scola (Una jornada particular, El baile) y más y más personalidades que la historia del cine no podrá olvidar. Podría decirse que, a cambio del sofisticado Paseo de la Fama, de Hollywood, este es el anárquico Mural del Prestigio, probablemente único en el mundo. Nombres y mensajes invaden todo espacio disponible: además de la entrada, las columnas, los rellanos de las escaleras, los pasillos del segundo piso del edificio principal del campus de la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV), de San Antonio de los Baños, en Cuba.
La metodología de la enseñanza de la EICTV, que prescinde casi por completo de los profesores académicos habituales y los reemplaza por profesionales activos, es un imán para directores, guionistas, productores, fotógrafos, editores, etc., que quieren trasvasar sus conocimientos a las nuevas generaciones. Alrededor de 300, procedentes de unos 27 países de todo el planeta, arriban cada año a la “isla dentro de la isla”, para impartir cursos teórico-prácticos frescos, actuales, recién extraídos de su experiencia inmediata. ¿A quiénes? A unos 150 estudiantes de los tres años del curso regular y a docenas de participantes en talleres internacionales, más breves, de semanas o meses, que versan sobre todas las especialidades imaginables en el cine y la televisión contemporáneos.
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Grandes personajes del cine, que incluyen hasta presidentes de la Academia de Hollywood, llegan también de visita, atraídos por las peculiaridades de una escuela sembrada en el corazón de la única isla comunista del mundo, y por la estatura intelectual e ideológica de sus fundadores
Una escuela particular
Es frecuente oír nombrar a la EICTV como “la escuela de García Márquez”. Título excesivo, pero no impropio. Como presidente de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano (FNCL), Gabo representaba a un movimiento de creadores que había parado en la cabeza la forma y el fondo del cine de la región. Movimiento que entendía que una de sus misiones estratégicas era crear las condiciones para la formación de nuevos cineastas que continuaran la revolución emprendida, con el cual el eterno enamorado del cine se identificaba ética y estéticamente. En esa condición, pero empleando además su enorme prestigio y su honda amistad con Fidel Castro, Gabo fue determinante en la creación de la Escuela. También fue determinante, como es obvio, el propio Fidel. El Gobierno cubano donó el terreno, construyó y modificó las instalaciones, aportó equipos, dotó y sostuvo el pequeño ejército de trabajadores y técnicos, y mucho más. La última pata del trípode estuvo a cargo de los cineastas cubanos, encabezados por Julio García Espinosa. Para poner en marcha el proyecto, el primero y más importante ejecutado por la FNCL, se llamó al legendario cineasta argentino Fernando Birri, profeta del nuevo cine. Así nació, en diciembre de 1986, esa escuela absurda (si se la compara con la multitud de las convencionales), que llena, de manera anárquica y más bien irreverente, sus paredes con los grafitis de sus más cálidos visitantes. Absurda, porque su noción interna de libertad le permite incluso mantener abierta, 24 horas diarias, una cafetería-bar donde cualquiera, profesor, trabajador, estudiante, visitante, puede tomarse una cerveza a las cuatro de la mañana, sin que nadie se escandalice.
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Donde la palabra “discriminación”, en cualquiera de los sentidos en que pueda emplearse, es ajena al vocabulario de todos. Donde la disciplina es, principalmente, un asunto individual, autorregulado, y se conjuga con el sistema antiescolástico de enseñanza, en una combinación tan contradictoria que hizo afirmar al profesor británico Mamoun Hassan que la EICTV había encontrado “el equilibrio imposible entre la disciplina y el caos”. Un lúcido manicomio donde se habla solo de cine 24 horas al día.
Lo que se hereda…
Bien mirado, el espíritu a la vez riguroso y libertario de la EICTV puede calificarse como herencia de Gabo —aunque no haya sido el único progenitor. Herencia que proyectó con amplitud y firmeza, en su calidad de presidente de la FNCL (y también como docente irreemplazable en su curso anual de creación dramática “Cómo se cuenta un cuento”) hasta su muerte. Que fue parte de ese indeclinable amor al cine lo prueba, de manera reciente, la correspondencia entre el exredactor de El Espectador y su amigo Guillermo Cano, publicada en las páginas de este diario. Y que explica por qué su nombre no aparece en las paredes sin par; porque, de una manera metafórica pero irrefutable, esas paredes, en toda su magia, en toda su profundidad, son él.