Estos últimos años han empezado a aflorar las obras que muchas personas construyeron en esa época de la pandemia del coronavirus. Para muchos, acudir al arte fue una salvación, un descubrimiento o una reafirmación de la importancia que tiene en nuestras vidas.
León Valencia, analista político, hizo una amistad con Apolinar, el personaje central de la novela que acaba de publicar y que es un homenaje -en realidad hay varios- a las amistades con personas afro que el autor tuvo a lo largo de su vida.
“. Uno en momentos así está con los miedos, con la incertidumbre. Se ha dicho que empiezan a pasar las imágenes de la vida de uno cuando uno está como en peligro. Siempre ocurre eso. Y empezaron a pasar imágenes de la vida y de una relación que empezó muy en la juventud con negros y negras, que me impactaron mucho siempre. Las primeras fueron en Medellín, luego en el Valle. Y entonces pensé que sería bueno hacer una novela de ese mundo, del mundo negro, del mundo tan discriminado, pero tan potente que son los negros culturalmente, socialmente, como seres humanos también. Y entonces me decidí por eso. Y fue, yo creo, la pandemia, el encierro lo que me llevó a preguntarme: ¿y cómo se hace? Fue un poco también sanador para mí inventarme una conversación día a día con un negro. Pasé la pandemia conversando con Apolinar, con un imaginario, con un personaje ficticio que fue cogiendo vida propia, como un personaje que a veces me daba órdenes también. Es fabulosa la ficción porque los personajes adquieren cierto mando sobre uno y cierta vida propia, y aquí el diálogo tomaba un cariz de realidad enorme", contó León Valencia en entrevista para este diario.
Los homenajes llevan un tinte de nostalgia. Aunque León Valencia se muestra siempre con carácter y templanza, en este libro, que es además su regreso a la ficción, deja entrever varios lados humanos. Además de un homenaje a sus amigos, es un homenaje a sus luchas, a sus ideas, a la muerte que ronda e incluso a la ternura que logró encontrar en medio de contextos en los que difícilmente se podría creer que esta existía.
“En los libros de ensayo está la trama exterior de la vida: están las relaciones sociales, está el drama del país y todo lo que ocurre en la política y en lo social del país. Y es una cosa más externa. Uno tiene relación y lo impacta, pero es más externo. Esto, la ficción, es uno por dentro. Es la vida de uno por dentro. Y también es el esfuerzo de encontrar el espíritu, encontrar los sentimientos y lo que producen las cosas externas”, aseguró el autor de La vida infausta del negro Apolinar.
¿Cómo fue esa exploración de la amistad y de la identidad afro? Porque en el libro hay canciones, hay elementos muy específicos de su cultura.
En mi vida fui muchas veces al Pacífico. Yo viví un tiempo en la costa atlántica, en el Caribe, que es otra manera de lo negro, digamos. Una manera más mestiza de lo negro. Pero para mí esa cultura está muy en el Pacífico, que es un mundo escondido, un mundo negado. Porque incluso nosotros usábamos la palabra “costeño” solo para los caribeños. Nosotros ya tenemos una oficina hace muchos años en el Pacífico, como Pares, como la fundación. Yo era el director, iba por allá y empecé a recordar. Compartí muchos ritos. Me recorrí el río San Juan y muchos pueblos. Después una vez fui a La Habana y dije: “Bueno, voy a ver estos ritos exactos, los ritos santeros.” Y no utilizan la palabra “santería”. Entonces alguna vez le pregunté a alguien: “¿Usted por qué no utiliza la palabra santería?” Y me dijo: “Uno no puede, porque se enfrenta a una censura muy grande en el mundo, acá en toda esta costa y en el país.” Nunca utilizan esa palabra, y es que los ritos que se hacen entre negros —en esa fusión de ritos africanos y ritos católicos— se hacen en muchos lados en los momentos más especiales de la vida: el nacimiento, la muerte, el parto, todos esos momentos claves.
Hablemos de los personajes femeninos, por las mujeres que rodean la vida de Apolinar a lo largo de la historia.
¿Viste la fuerza que tienen esos personajes? Ellas dominan el campo que siempre domina el hombre, que es el campo del amor. Porque los hombres dominan la vida pública y dominan también la vida privada. Y estas mujeres… Sara, por ejemplo, domina la vida pública porque es la que organiza y tramita la huelga, o pues es la que termina triunfando en la huelga. Pero también domina la vida privada: ella es la que toma la iniciativa. Se encuentran los dos en un baile y se van, se pierden, y ella es la que llama, la que tiene la iniciativa siempre en el amor. Sara va conquistando al negro, a Apolinar, y se va metiendo en su vida de una manera tal…
Lo mismo Isabel. Carmen ya es una personalidad muy fuerte, que se enfrenta a toda su familia y termina construyéndose una vida lejos de Apolinar. Esos personajes se fueron haciendo en esa interacción, en cómo se relaciona una mujer. Esa relación entre una rubia y un negro era para mí un reto. Pero los personajes van diciéndose cosas y van construyendo como su propia personalidad.
A mí me gustó mucho cómo quedó Sara, cómo construí a Sara como personaje. Es la heroína, digamos, del cuento, más que incluso Apolinar. Y las otras lo esperan. Todas lo esperan. Y él, mientras da vueltas por la vida, es más confundido. Porque el confundido es él. Ni Carmen ni Isabel están confundidas. Y ya hubo una cosa que ahora me doy cuenta, después de que ya está publicado: Damiana es como la herencia de todas, tanto racial como intelectual.
Hablemos de —porque me parece que no es menor— el hecho de Apolinar como padre. Ese nacimiento de la hija marca para él un sentido muy distinto.
Pues Apolinar tiene unos ancestros y un reto muy grande con esos ancestros. Porque, bueno, primero es un padre que ama mucho, pero que abandona. Entonces ahí está una manera de ver ese abandono, que en la literatura siempre es ese punto… desde Kafka, pues, es una angustia muy grande la relación con el padre. Nosotros que somos hijos de Kafka, hijos de esta literatura moderna… Muchas de esas relaciones con el padre se ven ahí. Y luego la tragedia de él es que en un momento dado se siente como que hizo lo mismo que su papá, sobre todo con Damiana. Y él quería hacer una cosa completamente distinta, no incurrir en los mismos errores de su padre. Luego viene esa relación, ese momento tan duro para él, que no sabía manejar. Por eso huye. Quiere ser padre, pero siente que no es el padre de Damiana. Entonces, todas las contradicciones de Apolinar en su vida, en su historia, se reflejan en cada paso que da, también en la vida personal.
Hay un momento aquí en el libro donde se dice: “Supe también que traías roto el corazón por la mujer que te había acompañado en la aventura guerrillera. Supe que sufrías la peor derrota, la derrota de tus sueños. Sufrías por tus equivocaciones, que según decías no eran pocas.” Quisiera hablar un poco de eso, de esas derrotas que hay en el libro, de cómo es también hablar de esos fracasos, y cómo al exponerlos adquieren otro significado.
Es que Apolinar y yo somos dos derrotados. Él sufre muchas derrotas en el amor. Yo también las sufro en el amor, pero también en la política. Digamos que nosotros queríamos hacer la revolución. Yo a veces mamo gallo con eso, que digo: “No, pues cómo no nos íbamos a frustrar, si en la adolescencia queríamos acabar con Dios, el Estado, la familia y la propiedad privada. Casi nada.” No sé si tú alcanzas a dimensionar, pero era una locura. Decíamos que éramos marxistas, y había un libro que se llamaba El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de Engels. Y nosotros proponíamos eso. Y uno hoy mira eso… ese tipo de locuras, pues nada se ha acabado. La familia está un poco jodida, pero no por acción de nadie.
Entonces, reconocer la derrota para un ser humano es lo más difícil. El personaje ha sufrido todas esas derrotas, y yo, en mi vida personal, también. Hay una parte autobiográfica mía ahí, que es una cosa que nunca pensé hacer. Pero en el diálogo con Apolinar, él me ordena como personaje: “Bueno, cuente también su historia.” Y uno se extraña de esa relación con el personaje, porque uno se siente impelido también a obedecerle. Y yo empiezo a obedecerle al personaje y te cuento esa historia de derrota, que era la derrota de los sueños en los que viví yo en los años 70 y 80. Y entonces, pues, está ahí. Ese es el ingrediente más autobiográfico.
¿Por qué quiso usted, en esta novela, rendir homenajes a recuerdos, a personas, a ideas incluso, o a luchas que tuvo? ¿Por qué esa serie de homenajes o reconocimientos?
Yo creo que tiene mucho que ver con el momento de la pandemia, que es un momento como de incertidumbre, de miedo, de “vamos a morir todos”. Entonces, también es como… en los últimos momentos, cada individuo empieza a recordar, y empiezan a pasar sus recuerdos por la memoria. Y ojalá uno la tenga bien, porque uno siempre piensa en algo dicho oriental: que ojalá la muerte nos coja vivos. Es decir, que la muerte lo coja a uno recordando.
Y eso me ocurrió en la pandemia: recordar esta gente… Hay vidas novelescas, Andrés. Fíjate en Juan Guillermo Rúa. Si alguna vez husmeas en esa década del 70 en Medellín, este era un teatrero, un dramaturgo. Además, hacía sus obras y las presentaba en teatro callejero. Tenía una cultura muy vasta, pero que no se veía en sus obras porque recogía todo ese mundo popular, lengua popular e historias del mundo popular y del mundo negro. Iba por las calles presentando esas obras, y un día se inventó un personaje ciego. Y en el estreno de esa obra de teatro, él, en la mitad, queda ciego. Juan Guillermo Rúa. Lo llevamos a la clínica y le diagnosticaron un cáncer de cerebro. Duró siete años más de vida, ciego, presentando y haciendo teatro. Eso, en sí mismo, es un hecho.
Y otro que me impresionó mucho fue Jorge Artel, que es quizás el poeta negro más importante de Colombia, con Candelario Obeso. Pero él era más… un poeta de canto a la raza. Solo. Él discutía con Guillén, el otro alter ego suyo en Cuba, y le decía: “Tú eres un poeta, pero escribes poesía en general y le escribes también a los negros. Yo solo me dedico a los negros.”
Y en esta novela entonces yo digo: “Oiga, estos personajes tan lindos y tan olvidados, hagámosles un homenaje.” Y si la novela tuviera éxito, pues les pondríamos letras de molde a esos personajes. Son dos personas muy entrañables que conocí, y de una importancia enorme dentro de la raza negra
Hay una frase que dice: “Camus descubre en medio de la tragedia a un ser humano capaz de la ternura y de la entrega. No es lo que veo en Colombia. Apolinar, me duele mucho lo que veo en mi país: las mezquindades han crecido, las malquerencias se han multiplicado, la crispación política lo contagia todo.” Hablemos de ese retrato que hace usted también del país.
Es en La peste. Camus pinta esa ciudad, cómo la peste tiene un impacto. La peste de Camus es el retrato de una ciudad donde cada uno está en su mundo, cada uno haciendo su vida, no le importa nada del otro. Es una ciudad de la indiferencia completa. Y luego viene la pandemia y hermana esa ciudad, esa es la novela.
En cambio, entre nosotros, la pandemia no nos hermana. El mismo momento de la pandemia es un momento de dura confrontación y de egoísmos enormes y de disputas enormes. Y todo el mundo se está muriendo, pero no le importa a nadie que el otro se está muriendo. Era una cosa impresionante lo que ocurría, y eso me dolió mucho, de verdad que me dolió mucho ver mi país así. Yo tenía un recuerdo grande de esa novela de Camus, y entonces inmediatamente empecé a ver cómo reaccionaba el país frente a la peste, y me acordé de esa otra novela. El contraste es muy fuerte.
¿Por qué exalta tanto la ternura?
La exalto porque la he vivido en medio de las dificultades más grandes. Los amigos han sido una cosa asombrosa, cómo lo acogen a uno. He tenido unos amigos entrañables que podían dar la vida por mí. Y los amores, y la ternura de los amores. Porque —y esta frase también la cito, que me gusta mucho— es de Marvel Moreno, y la meto en la novela: “El amor es una amistad en llamas.” Ese es el punto más alto del amor.
Yo creo que ese factor de lograr dar ternura, pero también recibirla… y entre esas dos cosas… es más, sobre todo, un reto para el ser humano. Es más grande y reconfortante dar ternura, incluso a personas que no están… porque los que han tenido tragedias grandes y los que han recibido mucha indiferencia son difíciles para cultivar la ternura. Pero esas cosas hay que cultivarlas. Se dan también de natura, pero hay que cultivarlas. Y hay que enseñarle al país a cultivar la ternura.
Porque uno dice: “Bueno, ¿cómo sanamos tantas heridas?” Últimamente se ha dicho mucho que se sana con la verdad, que se sana con la memoria. Pero también se sana con ternura, como acto humano.
Yo viví momentos muy difíciles en mi vida, muy lejano de mis amigos, en el monte, de mis hijos, y solo con ternura pude conservar que no me odiaran mis hijos, habiéndolos dejado por un tiempo y yéndome para el monte. Que los amigos me recibieran cuando volví… Todo eso me parece como unos regalos de la vida, y quise hacer homenaje a esos regalos de la vida en la novela.
Hablemos del componente de la religión y de la afirmación de que cada uno se construye su propio dios.
Es que mira: la religión del mismo Apolinar, su mundo, es más un mundo santero, un mundo que la abuela y el papá le enseñan, y ese es un mundo. Luego se encuentra con una señora católica, Carmen, que termina de monja. Ese es otro mundo. Hay un poco de curas y de obispos en la novela, y está el mundo católico muy presente. Y está una cosa del autor: yo terminé en el ateísmo. Digamos, en el marxismo y en el ateísmo. Entonces: santeros, católicos, ateos… y cada uno va construyendo su propia manera de relacionarse con Dios.
Hay unas transgresiones enormes. Por ejemplo, esta monja, Carmen, tiene amores con un cura. Hay un poco de transgresiones y de construcción. Y yo he respetado mucho las creencias. Porque entre los ateos de los años 70, era una conquista el ateísmo. Descubrir que soy ateo… ¡qué felicidad! Y empezaba una disputa que tú no te imaginas: con los padres, con todo el mundo, porque “Dios no existe”, “mira…” Yo nunca frente a nadie discutí eso. Es más: para mí, la pérdida de Dios fue una angustia, no fue una conquista. Entonces me encerré como tres días en un cuarto a llorar por la pérdida de Dios.
Y esas cosas, de respeto por esas creencias… Además, yo sentía que Dios —el de los negros, el de los católicos, el de los musulmanes—, los dioses acompañan mucho los momentos más duros. Porque las religiones están construidas sobre los momentos donde el ser humano se enfrenta a la vida o a la muerte.
Hay un momento donde el narrador dice que “juntos han sufrido la soledad”. Me llama mucho la atención cómo hay también una exaltación de esas amistades que supieron mantenerse, y que supieron valorarse precisamente —y paradójicamente— como en soledad.
Sí. Es que la novela es un lamento. Un lamento que arranca desde la primera página. Un lamento por haber suspendido la amistad entre Apolinar y Valencia. Es un lamento y es un reclamo a la vida. Oiga, no se puede suspender la amistad. Porque suspender la amistad es la soledad. El antagónico de la amistad es la soledad. Y la novela es todo un lamento.
Ahí hay soledades muy duras, que se construyen… como el momento de la soledad de Isabel, que encuentra en el médico amigo —el otro solo— que ha sufrido también agresión sexual de niño. Y solo lo deja ver en el último momento de la novela. Ese personaje médico, que es amigo de Isabel, también está solo. Y cuando están los dos solos es que se estrecha un poco esa relación y se empiezan a apoyar mutuamente. Los dos personajes se entienden juntando sus soledades.
Quiero preguntarle por ese símbolo de la muerte, y sobre todo por ese matiz de una muerte que el personaje decide que así sea. Como que todavía ese es un tema delicado en Colombia.
Mira que Antonio Albiñana, que era un español que escribía columnas en El Tiempo, que había tenido programas de televisión —Antonio, un personaje que vivió como 25 años en Colombia—, era un anarquista que viene de España, había sido periodista importante en algunos medios españoles y europeos. Él va donde el médico, ya tenía 72 o 73 años, y el médico le dice: “Tienes cáncer, y es un cáncer bastante jodido, difícil que te recuperes”. Él sale de ahí y me llama y me dice: “León, ya. Hace una hora me dijeron eso, y ya tomé la decisión. Yo no voy a vivir este cáncer. Tenemos que buscar a alguien que nos ayude en este trance”. En ocho días tomó la decisión y se fue. Y como ese caso, me han ocurrido en estos últimos años varios. De amigos y amigas que se han ido y que han tomado la decisión.
Y eso quise reflejar como un hecho que está ocurriendo en la sociedad, pero que la sociedad no admite. Hay un debate sobre la eutanasia muy religioso. Y uno ve gente sufriendo mucho, y no se atreven a decir nada. Yo me relaciono con mucha gente que dice: “Mi mamá lleva tantos años así”, “mi papá…”, “mi hermano…” Ese drama lo está viviendo mucha gente hoy. Porque ya hoy se han abierto las puertas, y la gente recurre a cosas como estas, Andrés. Como no está bien reglamentada la eutanasia, tienen que llamar a un médico que se atreva a eso. Y los médicos se atreven, si hay un consenso familiar, a hacer como una muerte asistida. Y hay unos que acompañan estos momentos si ven que no va a generar ninguna polémica ni se van a meter en líos judiciales.
Pero se está presentando eso mucho. Porque, a mi edad, ya está mucha gente en esos dramas. A mí, el año pasado, se me murieron trece amigos y amigas. En un solo año. Unos mayores que yo, otros menores. Y estamos en ese mundo. Y yo quise reflejar ese momento.
¿Y cómo es, precisamente —ya con esto terminamos—, la relación que tiene usted con la muerte?
La muerte es un misterio muy grande. En el caso mío hay una especie de negación. Con un drama, con una cosa personal. Y es que mi mamá tenía un miedo metafísico a la muerte. A ella no le gustaba que hablaran de la muerte. Si ella nos veía hablando, o estaba en una conversación donde se hablara de la muerte, se retiraba. Ella no aceptaba la idea de la muerte.
Y eso me influenció a mí. Y con el tiempo, ya metido en tantos riesgos, en tantas cosas donde he arriesgado la vida, me he ido ablandando frente a eso. Como en un proceso de aceptación de la muerte.
Y también espero tener la valentía que han tenido estos amigos míos. Que si en algún momento estoy en una condición donde ya no me valgo por mí mismo, ser capaz de tomar esas decisiones. Creo que me estoy preparando para eso.
No doy por hecho que voy a aceptar esa cita fácil, porque no es así como uno alegremente dice: “No, yo ya estoy convencido.” Yo creo que me he ido ablandando y he ido aceptando, viendo también todas las realidades del mundo. Y sobre todo ese dicho —que creo que es oriental, no sé—: “Que la muerte nos coja vivos.” Ese sí es el gran reto: que uno tenga en sus facultades mentales mínimas, de memoria, de recuerdo. Que no sea un muerto en vida.
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