Pobre, sin inocencia y sin espíritu, demasiado audaz para la
tierra, demasiado cobarde para el cielo.
ERNST MORITZ ARNDT
Ora et labora
El abad retardaba las palabras mientras repetía los versos anacreónticos. Describía cómo una vez Eros a una abeja que estaba dormida entre las rosas no vio, y fue herido… Su voz resonaba en el salón del scriptorium. Los jóvenes escribas lo seguían embelesados por ensoñaciones divinas y carnales al tiempo. Solo una nota desafinaba en el alumbrado coro de los cenobitas, la del monje Cipriano. El dictado era inoportuno para él. Lo consideraba inútil y profano, “ya que el señor nuestro Dios solo se conmovía ante la ascesis y la oración piadosa.” Aun así temía turbar la exaltación del momento y con un rictus en su boca dejó la pluma y se alzó de la silla. Nadie notó su huida. La música de los dímetros yámbicos empezó a fluir pura: se deslizó entre los dedos y los labios de los frailes. Entre tanto el cándido Cipriano dejaba caer sus rodillas sobre el piso del altar de la capilla. Juntó las delicadas palmas de sus manos e inició su oración confiado de que el señor lo escucharía. Lo que no sabía el monje es que el omnipresente dios de la piedad hallábase sentado sobre la nada, cautivado únicamente por la cantinela errante que provenía de cierto scriptorium sin prestarle oídos a nada ni a nadie más.
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Madrugar
A Clara le gustaba madrugar para leer. También prefería la lectura antes de acostarse a dormir, a eso de la media noche. Se enrollaba en su sillón rojo con dos o tres volúmenes, uno sobre los pies y los otros entre las piernas. Tenía la costumbre de poner las hojas muy cerca de su rostro, absorbía la miel de las palabras y en ocasiones se quedaba dormida entre los libros. Durante el día iba de de prisa, tenía muchas ocupaciones. Hubiera preferido otra vida. Al anochecer se tomaba su tiempo, caminaba despacio de vuelta a casa. Abría la puerta de la entrada con lentitud. Adentro siempre estaba su esposo. Él llegaba antes y encendía un cigarrillo en la sala. Veía las noticias y cada cuanto reñía con el televisor, luego canaleaba pero terminaba viendo más noticias hasta que el sueño lo hacía ir hacia la cama. De camino a la habitación hallaba a Clara enroscada en el sillón, de vez en cuando dormida, otras veces aún despierta. Así pasaban las horas en su mundo común: ella solía levantarse muy temprano, él un poco más tarde.
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Un día, después de una noche de tormenta, su mundo se escindió: él se despertó tan temprano como ella, un estremecimiento lo hizo levantarse de la cama. Sus ojos la buscaron, pero ya no estaba.