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“Lo esencial es que, incluso con postura política, la obra tenga solidez estética”

Después de años fuera, Hernando Alzate regresó a Colombia para anclar su obra en la memoria de los barcos encallados: metáforas de la vida que navegan entre la pintura, la poesía y el paso del tiempo.

Samuel Sosa Velandia

05 de agosto de 2025 - 07:07 p. m.
Hernando Alzate ha realizado varias exposiciones internacionales en eventos como Art Américas ( Miami ), Context y Art Miami en el marco de Art Basel y Art Wynwood.
Foto: Juan Manuel García
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Ha transitado por la televisión, la publicidad, el arte y la escritura. Si pudiera trazar un mapa de su vida creativa, ¿cuáles serían los territorios más fértiles y cuáles los más difíciles de habitar?

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Desde niño tuve una sensibilidad visual muy marcada. Comencé copiando cómics de los periódicos, y ese impulso por dibujar me llevó incluso a ser expulsado del colegio por hacer desnudos, que para mí eran solo un ejercicio plástico. Me formé solo, entre ensayo y error, hasta estudiar diseño gráfico en el Sena. Poco después ya enseñaba historia del arte. Luego llegaron la publicidad y la televisión. Caminando por Bogotá, veía belleza donde otros no. Esa mirada me ayudó a idear una serie sobre la arquitectura ignorada. Recorrimos ciudades como Cartagena, Popayán y Medellín redescubriendo el color oculto en sus muros. En la publicidad se unieron mis pasiones: arte, cine, escritura y síntesis. Aunque hoy ha cambiado, en su momento fue un espacio para crear con alma. Viajé, estudié guion en Cuba, y todo ese recorrido fue nutriendo un archivo mental que aplico en lo que hago. Me gusta pensar que soy un hombre del Renacimiento: la curiosidad me ha llevado por muchos caminos.

Menciona la publicidad como uno de los campos que más ha explorado: ¿cómo se conjuga eso con su obra pictórica, donde conviven el hiperrealismo y lo imaginario? ¿Hay allí una forma de revelar verdades ocultas?

Es curioso, la publicidad me llenó de herramientas. Para comunicar bien debes saber de todo: arte, ciencia, historia, biología… Ese conocimiento se volvió parte de mí. Cuando pinto aflora casi sin pensarlo. Empecé con el realismo, y en Europa comprendí el poder de las técnicas clásicas. Frente a un Velázquez sentí que podía abrir mi propio universo. Aprendí a preparar lienzos, a dominar pigmentos, a empezar desde el dibujo. Más tarde, al vivir en Estados Unidos, descubrí el pop art: juguetón e irónico. Con él reencontré a ese niño que aún habita en mí. Comencé a ensamblar juguetes de mis hijos y encontré un lenguaje escultórico propio. Esa etapa tuvo buena acogida en ferias como Art Basel. Pero al regresar a Colombia sentí la necesidad de volver al origen: el caballete, el óleo y el dibujo. En tiempos de inteligencia artificial, creo que debemos cuidar lo que nace de la mano humana. La publicidad me dio estructura; la pintura, libertad. En ese cruce entre lo real y lo onírico dialogan mis dos mundos.

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Me dijo que entró al pop art y encontró al niño que persiste en usted. ¿Por qué decidió dar ese salto y volver al lienzo en blanco? Cómo se relacionan los barcos de sus obras con esa mirada infantil...

Mi relación con el mar viene de lejos. Mi papá fue fundador de la Escuela Naval y tuve la oportunidad de navegar en barcos de carga por la costa Caribe hasta Buenaventura. Álvaro Mutis despertó en mí una sensibilidad especial por la vida marítima y la nostalgia de los barcos encallados, que para mí son metáforas de la vida misma. Como artista, empecé buscando ser un buen pintor académico, pero ese camino cambió cuando, por casualidad, comencé a armar muñequitos con piezas encontradas, lo que me devolvió energía creativa. Sentí la necesidad de expresar algo más profundo, manejando color, forma y el espíritu bucólico de cada barco. Un barco encalla por distintas razones: pérdida de rumbo, tormentas o simplemente para descansar. Son paralelos de la vida, con procesos de construcción, deterioro y renacimiento. Muchos se pueden ver reflejados en esos barcos, algunos en recuperación y otros marcados por el tiempo.

¿Cómo se manifiesta esa idea en la imagen, en el sonido o en el sueño?

Todo nació de un sueño. En ese estado entre el sueño y la vigilia aparecen imágenes poderosas. Una vez vi un barco oxidado en una playa del mar del Norte, y esa imagen quedó grabada en mí. Luego leí que David Manzur atribuía su paleta a su infancia, que transcurrió jugando dentro de barcos oxidados en África, y comprendí la fuerza simbólica de esa experiencia. Así se unieron lo onírico, lo vivido y lo cromático, sumado a mi admiración por Álvaro Mutis. Pinto barcos que se deshacen, cubiertos de grafitis, como si cada trazo fuera una huella humana. Como en la vida: algunos nos dejan marcas hermosas, otros no tanto, pero todas cuentan algo. Incluso estoy pensando en hacer esculturas en bronce de barcos desmoronándose. Escribí un poema donde esos restos se vuelven metal luminiscente que desciende al fondo del mar como un tesoro secreto para las criaturas marinas. La vida es como un barco: hay tormentas, atardeceres, aguas tranquilas. Todos navegamos a diario. Y ese símbolo —tan frágil y tan profundo— es el que deseo dejar en quienes miran mi obra.

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¿Por qué ese interés de hacer ese ejercicio de traducción simbólica: llevar la imagen al texto y viceversa?

Mi interés va más allá de hacer una pintura bonita. Quiero extraer un concepto, llevar al espectador a otra sensación, a entender que la pintura también puede ser poesía. No se pueden poner palabras a una imagen ni imágenes a una poesía, pero si uno sabe hacer ambas, ¿por qué no unirlas? En mis obras incluyo un código QR que lleva a un poema relacionado. Ese cruce vino de la publicidad, donde aprendí a escribir para sobrevivir. Fue como la colisión de dos mundos: arte visual y palabra sensible. ¿De dónde surgió? No lo sé con certeza. Un día apareció un barco, uno real, encallado en Zanzíbar. Lo vi y pensé: ¿qué historia esconde? Imaginé que era una película… pero no, era un poema. Cada barco tiene alma. Y si puedo pintarla y escribirla, ¿por qué no hacerlo?

¿Y si alguien ve la obra y entiende algo distinto a lo que expresa el poema?

El espectador puede interpretar algo diferente a lo que digo en la poesía, pero al leerla tendrá dos perspectivas y podrá quedarse con la que más resuene con su mirada. No está obligado a escuchar o leer el poema; es una propuesta. A veces la poesía muestra cosas que no se ven en la imagen, y ese es, de algún modo, el objetivo: abrir otro nivel de lectura. Para mí es como poner una mesa con opciones. El espectador escoge qué le sirve, pero tiene la posibilidad de interpretar también a través de mis palabras.

¿Qué piensa del dicho “una imagen vale más que mil palabras”? ¿Cree que ha limitado esa traducción intersimbólica?

Ese concepto es relativo. A veces una palabra vale más que mil imágenes, y al revés. Lo veo como una caja de cereal con sorpresa: un complemento que potencia la experiencia. Cuando muestro la obra y leo el poema, la gente se conmueve más; se activa otra sensibilidad. Antes solo incluía una sinopsis, pero al convertirla en poesía, se abre otro universo. Nadie me ha dicho que sobra, al contrario, lo agradecen. Escribo desde lo profundo, intentando conmover. Si puedo reunir los poemas en un libro para la exposición, mejor. Habrá quien critique, pero no me preocupa. Mi alma necesita expresarse así. Quien quiera leer, que lea; quien no, que se quede con la imagen.

¿Le resulta más difícil escribir el poema o pintar la obra?

Diría que escribirlo. Encontrar las palabras adecuadas para narrar la vida épica de un barco que ha navegado por décadas es todo un reto. Se necesita una sensibilidad especial y mucho oficio, porque uno puede equivocarse fácilmente con las palabras. En cambio, con el cuadro, sé qué técnica usar, qué materiales, qué colores. Tengo el oficio. Aunque toma tiempo y esfuerzo físico, sé hacia dónde voy. En cambio, el poema va saliendo solo. Lo escribo, lo corrijo, vuelvo a leerlo, lo ajusto… Es como navegar en el mundo de las palabras.

Hay críticas sobre el arte de ahora. Se dice que parece responder más a las demandas del mercado que a una búsqueda auténtica. Que se repiten formas, que hay una formación muy conceptualizada, y se percibe una nostalgia por el arte de antes...

Hay mucha especulación en el arte, alimentada por un sistema de galerías que impone modas ligadas al merchandising. No creo que el arte antiguo sea mejor que el moderno; lo valioso es que haya un concepto fuerte, que conmueva el alma. Yo mismo he hecho obras contemporáneas con impacto real, pero también he visto mucha carreta: discursos sofisticados para justificar la falta de oficio. Y para mí, el oficio es esencial: conocer materiales, técnicas, trabajarse la obra.

Una obra digital puede conmover si tiene fondo y está bien hecha. Pero cuando en ferias ves traperos o cáscaras de pistacho como “instalaciones”, siento que algo se ha perdido. Y mientras tanto, muchos jóvenes no conocen a Velázquez ni a Rembrandt. Eso es un crimen intelectual. El arte no puede ser solo moda. Hay obras que fueron un boom y hoy no valen nada. Pero un Rembrandt en la Frick Collection siempre tendrá valor: ese es el verdadero bitcoin.

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¿Cree que eso que dice tiene que ver con una urgencia de convertir la obra en manifiesto de alguna ideología? Hoy se espera que los artistas tomen una postura política, que respondan a conflictos y se alineen con ciertas ideologías.

Quien hace arte para expresar una idea o ideología me parece válido, siempre que la obra comunique y nazca de un análisis serio. No es mi estilo, porque prefiero la estética sobre el mensaje político o conceptual, aunque respeto a quienes se comprometen genuinamente. La decisión de aceptar esa obra es de cada espectador. Artistas como Diego Rivera o Guayasamín —a quien conocí y de quien conservo un pincel— llevaron su mensaje al mundo. No comparto siempre su estética, pero reconozco su valor como testimonio, igual que Botero con sus obras sobre violencia, o Goya con sus fusilamientos. Lo esencial es que, incluso con postura política, la obra conserve solidez estética. La técnica y la belleza no deben sacrificarse; la estética es la esencia del arte. Puedes expresar lo que quieras, pero hazlo bien.

Hace poco regresó de Estados Unidos a Colombia. ¿Cómo han influido los lugares donde ha vivido en su obra y en su visión del arte?

Cada país es un mercado distinto, pero también te da una paleta de colores. En México descubrí cosas maravillosas: colores, texturas, sensaciones. Ecuador es bellísimo geográficamente, y el entorno para trabajar el arte era muy agradable. En Estados Unidos todo es una explosión: el mercado, el marketing, el mercantilismo... Yo lo encontré un poco superficial ya hacia el final. Un poco plástico. Y no es que sea un campo más fértil, en realidad es mucho más difícil, porque hay demasiada competencia. Y también mucha obra mala, con un mercado inundado. Las galerías serias, con criterio profundo y profesional, son pocas.

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¿Qué ha ganado y qué ha perdido tu obra con el paso del tiempo?

He pasado por varias etapas o vidas artísticas. Creo que he ganado mucho en querer hacerla mejor, con más calidad. Para mí, la calidad se ha vuelto fundamental; antes podía ser más descuidado, pero ahora entiendo que “Dios está en los detalles”, en redondear mejor la obra, tanto en la poesía como en lo gráfico o plástico. También he ganado en concepto. Antes me bastaba que algo fuera bello, pero ahora busco que la obra tenga un concepto fuerte, un mensaje que comunique algo importante. Me interesa que tenga un contenido, una unidad, no hacer obras al azar.

¿Qué he perdido? Supongo que condiciones físicas, porque el tiempo pasa, pero eso es natural, igual que a los barcos que pinto, que envejecen y encallan. Cada año gano más porque tengo más información, más experiencia. No soy el mismo Hernando Alzate del año pasado; cada vez descubro más temas y motivos para crear nuevas obras.

Por Samuel Sosa Velandia

Comunicador social y periodista de la Universidad Externado de Colombia. Apasionado por las historias entrelazadas con la cultura, los movimientos sociales y artísticos contemporáneos y la diversidad sexual. Además, bailarín de danza folclórica en formación.@sasasosavssosa@elespectador.com
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