Es una ironía que fueran tres jóvenes demócratas los que en el año 399 a. C. en la antigua Atenas maquinaron la acusación a Sócrates que terminó en que el filósofo fuera obligado a tomar la cicuta. Es una ironía porque no hay pautas que pueda imaginar como más importantes para la democracia que las que sentó la argumentación socrática. Anitos, Mélitos y Licón, los acusadores, veían a Sócrates con desconfianza; Atenas acababa de salir de una tiranía prolongada y muchos de los seguidores del filósofo fueron o bien cercanos a los tiranos o incluso estuvieron entre sus filas.
Pero es difícil afirmar que los motivos de condenación a Sócrates fueron solo políticos. Sócrates era un personaje molesto. Andaba importunando a los ciudadanos con preguntas que parecían no sólo impedirles trabajar, sino ponerlos en la vergonzosa situación de no saber aquello en lo que se decían expertos. El médico al ser interrogado no sabía qué era la salud. Laques y Nicias, los dos principales generales atenienses, dejan en evidencia que no saben qué es la valentía, una virtud que creían tener en demasía.
El intercambio argumentativo no se daba sólo por el gusto de argumentar, por humillar al otro o por dinero como lo hacían los sofistas Gorgias y Protágoras. No era un juego de palabras. La idea que estaba detrás es que si queremos saber lo que algo es, lejos de consultar un libro sagrado, la mejor idea es argumentar. Sólo así sale a relucir la forma real en que usamos un concepto versus la definición a menudo abstracta de la enciclopedia o el diccionario. Se trata de la definición en uso de la cual hablaron los filósofos analíticos del siglo XX. Cuando ambas partes encuentran puntos de convergencia, es porque han dado con algo consistente; la sonda ha tocado roca sólida en medio del barro circundante de la especulación y las opiniones personales. A muchos nos metieron en el colegio este concepto por medio de una palabra incomprensible que al día de hoy encontramos odiosa: mayéutica.
Vale la pena sin embargo reconsiderar el valor de todo el desplazamiento que implica la mayéutica con respecto a otras formas de diálogo; no es sólo enseñar caminando. El verdadero valor del diálogo socrático estriba en que no tenemos que estar de acuerdo en nuestras perspectivas, al menos no para empezar a hablar. El ejercicio mismo de argumentación constituirá un esfuerzo por encontrar un término común de entendimiento que nos permita ascender en la comprensión de lo que discutimos. En el caso de Sócrates, los intereses eran los que obsesionaban a los antiguos atenienses: la virtud, el bien, la justicia. Nosotros necesitamos con urgencia entender mejor la naturaleza de los pactos y acuerdos colectivos que nos urgen. Es allí donde la argumentación socrática le viene como anillo al dedo a la democracia. Permite este intercambio entre los que son distintos de cara a una convergencia. E pluribus unum dice en los billetes de un dólar americanos: de todos uno según el viejo adagio latino. Podemos tener distintas voces, y aún así cantar en el mismo coro para usar la metáfora de Rousseau referente al Contrato Social.
Es fundamental observar que el éxito de ese intercambio no es un proceso automático, algorítmico. Implica un deseo de convergencia, la honestidad de reconocer lo que se sabe y no se sabe, la disposición a seguirle el juego al otro y a suponer que lo que dice tiene sentido, todas cosas más bien difíciles, motivo por el cual la democracia no es un sistema que funcione independientemente de nuestras voluntades como el mercado que asociamos con ella, sino un esfuerzo constante por comprendernos y por no perder los límites. Sobre todo, presupone la capacidad de llegar a un punto en el que reconocemos la propia ignorancia. Si el otro no está dispuesto a seguir una lógica mínima y compartida, si se considera vulnerado por el hecho de que su contendor en el debate cuestione o examine su argumento, nos vemos condenados a una sociedad de átomos enfurecidos que creen que estar en competencia con otros átomos enfurecidos es un fin en sí mismo. Esta es exactamente nuestra situación actual.
Este tema de la ignorancia es uno de los más hermosos en el pensamiento socrático. Señalaba hace años el divulgador filosófico colombiano Estanislao Zuleta que la ignorancia no es estar vacío de contenido; es estar lleno de conocimientos que se tienen por verdaderos sin haberlos examinado. Ese es quizá el otro gran agregado de la argumentación socrática; la democracia implica ese autoexamen que impone la argumentación. Quien no se somete al autoexamen, a menudo está excesiva e injustificadamente seguro de sus posiciones. Defenderá sus errores como un derecho, teniendo a quien lo cuestione como un criminal que ha urdido una conspiración contra él. Todo el objeto de su argumentación se centrará en defenderse a sí mismo, renunciando a la posibilidad de encontrar la convergencia con el otro, como lo demanda la vida compartida. Al tiempo, y paradójicamente, como lo señala Martha Nussbaum, la falta de examen nos vuelve demasiado influenciables. El no poder pensar críticamente nos torna al tiempo inseguros y temerarios en nuestras incursiones conceptuales con los demás. En la argumentación socrática tenemos, si no un remedio mágico, al menos un paliativo para estos males contemporáneos que nos aquejan.
Más paradójica que la muerte de Sócrates a manos de los demócratas, debo decir, es que hace más de 2400 años contamos con estas herramientas para afrontar nuestro caos argumentativo —para no hablar del puro y simple odio contemporáneo que se destila en plataformas como “X”—, para examinar nuestras opiniones erróneas y elaborar pactos colectivos, para crear escenarios de debate público de los temas que nos urgen. Podría uno pensar que sólo nos hace falta un Sócrates para enseñarnos cómo llevar todo ello a la vida pública. Pero quizá también nosotros lo hubiéramos condenado a beber nuestra versión del brebaje venenoso que nos lleva lentamente a la inexistencia: el tener muy pocos “likes” en sus redes sociales.