En el año 398 a de C., Esdras, un funcionario de la corte persa en Babilonia, llegó a Jerusalén con una copia de la ley de Moisés, y con esa copia se inició la idea, el concepto de “lo que está escrito”.
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Y entonces fue cuando en el año 597 antes de Cristo los babilonios, liderados por Nabucodonosor, llegaron hasta Jerusalén con sus tropas, sus espadas y su deseo de guerra y sometieron al pueblo judío. Retuvieron al rey e impusieron a su propio gobernador, cuyo mandato fue tan devastador y deplorable, que las incursiones babilonias siguieron durante varios meses, hasta que 11 años después arrasaron con la ciudad y sus alrededores y con el Templo. Según el Libro Segundo de los Reyes, Nabucodonosor “deportó a todo Jerusalén, a todos los jefes y notables, diez mil deportados, a todos los herreros y cerrajeros; no dejó más que a la gente pobre del país”. Unos hablaron de diez mil, otros, del doble o del triple, y unos cuantos sumaron a los niños y las cifras se multiplicaron.
De acuerdo con Paul Johnson en su “Historia de los judíos”, “desde esa fecha en adelante, habría más judíos viviendo fuera de Palestina que dentro de sus fronteras”. Aquel cataclismo, aquel exilio incesante, llevó a algunos de los judíos a considerar que su Dios no era tan poderoso como lo habían creído, y a otros, a concluir que la alianza, la santa alianza del pueblo con Dios había sido quebrada precisamente por el pueblo, y que estaba siendo castigado por ello. Como lo escribió Peter Watson en “Ideas. Historia intelectual de la humanidad”, “Esto implicaba que los judíos necesitaban modificar de forma radical su comportamiento, y el exilio les proporcionaba un espacio especialmente adecuado para ello”.
El exilio los llevó a comprender, y con el exilio, por el exilio, se fortalecieron y forjaron su identidad. Aunque con el tiempo se haya modificado en algunos aspectos, y apenas en el año 200 después de Cristo se haya establecido en sus bases más importantes, el judaísmo surgió camino de Babilonia y en Babilonia. En el destierro, con el miedo y el dolor a cuestas. En palabras de Watson, “El cambio más importante fue que, al carecer de un territorio propio y de un líder político o espiritual, los judíos se vieron obligados a buscar una nueva manera de preservar su identidad y especial relación con Dios”. Para ello, contaban con algunos escritos, una colección de rollos en los que habían plasmado su ley civil y los dichos de sus profetas.
Más allá de las leyes y las leyendas, aquellos textos relataban la tradición que el pueblo judío y sus líderes había formado alrededor de los Diez Mandamientos y de Moisés, describían los salmos que se cantaban en el Templo, y contenían las instrucciones y los saberes de la guerra. Los rollos y los libros de rollos de textos y su contenido, que en últimas, eran y contenían la sabiduría y las creencias de los judíos, florecieron durante los largos años del exilio, y con ellos, resurgieron los escribas, hasta el punto de que para muchos historiadores terminaron siendo más importantes que los sacerdotes y que muchos de los líderes que intentaban organizar al pueblo. Por su trabajo era y fue posible la unidad judía, y era y fue posible la preservación de su pasado.
Los escribas mantuvieron el legado del pueblo y le añadieron algunos de sus propios descubrimientos, luego de haber encontrado y leído antiguos textos de los sumerios, de los babilonios y los asirios. Los tradujeron, como con toda traducción, con unos cuantos hechos de su propia invención. En esa mezcla de textos y de culturas comprendieron que el pueblo judío debía diferenciarse de los paganos, y una de las prácticas más relevantes que descubrieron de los egipcios y que volvieron ley cultural fue la circuncisión. Sus aprendizajes de antiguas culturas, de muy viejos dioses y de la sabiduría de los babilonios, con quienes tenían que interactuar y conversar, los llevaron a redefinir poco a poco su fe, su historia y su futuro.
En el destierro, gracias al destierro, los judíos le dieron un vuelco a sus conocimientos de astronomía, por ejemplo. Actualizaron su año litúrgico y crearon un ciclo de festividades. Como quedó reseñado en “Ideas”, “La Pascua (que significa ‘paso’ y conmemora la llegada del Ángel del Señor que ayudó a los israelitas a cruzar el Mar Rojo para alcanzar la Tierra Prometida y, por tanto, la fundación del estado); Pentecostés (La entrega de las leyes, la fundación de la religión); y el Día de la Expiación, anticipación del Día del Juicio”. Por aquellos tiempos, el Sabbath tuvo algunas transformaciones derivadas del babilónico ‘Shabbatum’, ‘día de luna llena’, e incluso, más de un historiador ha sugerido que la idea de la alianza con Dios se formó en Babilonia.
Según varios textos que se han ido encontrando en distintas excavaciones arqueológicas, o por simple casualidad, como los rollos del Mar Muerto, aquella idea de la alianza del hombre con Dios apareció por vez primera en el zoroatrismo de los persas, y fue una de las ideas esenciales que marcaron a Ciro el Grande, el hombre que tiempo después, en el año 538 a de C. , “liberaría a los judíos de su exilio”. El retorno de los judíos a Jerusalén fue penoso, y se dio en dos etapas. En la primera se fueron los más pobres, y los hijos de aquellos humildes que no tenían mayores cosas que cuidar. Cuando se les dijo que había que reconstruir Jerusalén, las murallas, el templo y demás, “no se mostraron muy acogedores y no pensaban que fuera necesario invertir en la construcción de nuevas murallas para la ciudad”, como escribió Watson.
La segunda oleada estaba compuesta por más de 42 mil judíos. La reconstrucción de Jerusalén fue principalmente obra de un rico que era muy respetado entre los persas, Nehemías, quien contó con el respaldo casi absoluto del hijo de Ciro el Grande, Darío. Nehemías ayudó a los necesitados y costeó la mayoría de los gastos de la nueva Jerusalén. Según Robin Lane Fox, profesor de historia clásica en Oxford y autor de varios libros sobre los tiempos de antes de Cristo, Nehemías poseía “un amplio conocimiento de la ley mosaica”, y sin embargo, “en ningún momento alude a una autoridad escrita”. Las primeras referencias de algún tipo de existencia de Escrituras llevaron a los estudiosos al nombre y la persona de un sacerdote llamado Esdras. Cuando llegó a Jerusalén, en el 398 a de C., llevaba varios obsequios, una carta de respaldo “y una copia de la ley de Moisés”.
Para Lane Fox y para otros investigadores, aquella fue la primera vez que el pueblo judío se refería a “lo que está escrito”. Lo que estaba escrito había sido dispuesto, decidido, editado y plasmado en los rollos de la época por un alguien, casi imposible de rastrear, y ese alguien, que seguro no tenía mayores poder en su tiempo, pasó a ser uno de los personajes esenciales de la historia. Había compuesto una ley única y un relato exclusivo, y esos fueron los puntos de partida para que hacia el año 200 a de C., los judíos concibieran las Escrituras hebreas. Ben Sirá, autor del Eclesiástico, se convirtió en el primer autor cuyo nombre pudo ser rastreado, y fue también el primero de los escribas o creadores que se refirió al “libro de la alianza de Dios Altísimo, la Ley que nos prescribió Moisés”, de acuerdo con los textos de Lane Fox en “La versión no autorizada: verdad y ficción en la Biblia”.
Algunas de las consecuencias que tuvieron las primeras Escrituras, el “canon” inicial de los judíos, fue que se unieron cada vez más en torno al libro, y encontraron distintos argumentos para interpretar lo que decían los rollos que leían. Los profetas tenían la verdad, pero esa verdad tenía múltiples posibilidades y de ellas se derivó una profunda confusión. Como lo explicó Peter Watson, “Los comentarios de la Biblia proliferaron, y con ellos, aumentó el nivel de confusión respecto al significado real de las Escrituras”. Tanta información y tantas versiones, terminaron por llevar a los sacerdotes a elegir en su canon los textos más antiguos, en cuyas historias los profetas habían hablado de dios como YHVH, o sencillamente, habían omitido su nombre, pues no mencionarlo era dar a entender que Dios era innombrable, indefinible e ilimitado.