A los 30 se alzó con el premio Rómulo Gallegos por “La casa verde”, galardón que inaugura una larguísima serie de lauros entre los que se destacan el premio Cervantes, el Penn/Navokov y el mismísimo Nobel. Fue miembro de la Real Academia Española de la Lengua, ocupó la cátedra Simón Bolívar en la Universidad de Cambridge y recibió doctorados honoris causa en los cinco continentes.
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Endogámico profesional, se casó los 19 años con su tía Julia Urquidi y a los 29 con su prima Patricia Llosa. En 1976 le zampó una trompada histórica a Gabriel García Márquez. Hoy es una de las figuras centrales del ya mitológico “boom”, esa camada de escritores que puso a Latinoamérica en el mapa literario del mundo. Luego ofició como un oráculo de la política, la literatura y las artes contemporáneas para toda Hispanoamérica, por encima de Carlos Fuentes y del mismísimo García Márquez (el magisterio de Borges es de mayor radio y de otro nivel).
Lo incongruente es que su obra no sea tan rutilante como su currículo; lo increíble, que muy pocos lectores y críticos lo hayan advertido; lo triste, que Mario Vargas Llosa no volvió a ser el extraordinario narrador que “La ciudad y los perros” prometía. Porque lo cierto es que, a pesar del éxito comercial de sus libros, el peruano fue muy discreto en todos los géneros en que incursionó: el cuento, la novela, la crítica y el drama. En sus actividades subsidiarias, la política y la crítica de arte, tampoco lo hizo bien.
Sus novelas fallan en la forma y en el contenido. En el contenido porque escribió en una prosa gris y, con frecuencia, desmañada: “Todos daban por descontado que Javier se graduaría con una tesis brillante, sería un catedrático brillante y un poeta o crítico igualmente brillante”. (“La tía Julia y el escribidor”, Seix Barral, 1997, p. 19). Difícil ser más opaco. Uno puede encontrar muchas frases como esta abriendo al azar sus libros, y recorrer decenas de páginas suyas sin encontrar un párrafo amable, un giro que nos sorprenda, un hallazgo verbal, una idea audaz.
En sus contenidos hay demasiada política y demasiado sexo. En la novela, la política puede ser parte de la escenografía, no la protagonista. Hay que reconocer, sí, que Vargas Llosa no incurre en el panfleto, que hay una acertada decantación literaria del asunto, casi tan buena como la de Cortázar en Apocalipsis de Solentiname, y que tuvo suerte: el socialismo, doctrina política sobre la que vuelve en varias de sus obras, fue una obsesión de los intelectuales del mundo entre los 60 y 80, justamente el período en que sus obras se popularizaron. Contenían una mezcla irresistible: socialismo, sociología, historia y sexo, literariamente adobados.
El sexo sí es un tema novelístico, claro, pero él es tan reiterativo, tan intenso, que lo banaliza, lo agota. Se parece mucho a Alberto, ese “muchacho bien” de “La ciudad y los perros” que era capaz de escribir un relato pornográfico diario para consumo interno de los cadetes del Colegio Militar Leoncio Prado.
Varios críticos han señalado su obsesión por la palabra verga y quizá por la “cosa en sí”, como diría Kant, pero en realidad verga es un vocablo vibrante y pertinente cuando de ser erótico se trata, porque pene y falo son sustantivos flácidos fonéticamente hablando.
En su última gran novela, “El paraíso en la otra esquina”, Vincent van Gogh alaba los cuadros eróticos de su amigo Paul Gauguin: “¡Parecen pintados con el falo!” Los libros de don Mario parecen escritos con el mismo instrumento.
La mejor prueba de que no estamos frente a un gran novelista estriba en el hecho de que no pudo acuñar un personaje memorable, uno capaz de echar a andar solo por el mundo. Ninguna de sus criaturas ha logrado ingresar a esa galería de criaturas tan entrañables como Úrsula Iguarán, Fernando Vidal, Miguel Páramo, la “Maga”. ¿Le dicen a usted algo los nombres de Pedro Camacho, don Rigoberto, Julia, el “Jaguar”, “Pichula” Cuéllar? Si no los recuerda, la culpa no es suya. Los personajes de Vargas Llosa son olvidables, caricaturas apenas que se desvanecen en cuanto el lector cierra el libro –que es la suerte natural de los personajes de las novelas de tesis.
Pero quizá lo más jarto de sus novelas es el ritmo, esa pachorra que casi convierte a Dostoievsky, Víctor Hugo, Dickens y Balzac en plumas vertiginosas. Lo único que lo diferencia de ellos es la estructura. Vargas Llosa hace buen uso de la narración en planos paralelos y, recurso al que acude con frecuencia, un cambio súbito de la narración en tercera persona a la segunda que logra vencer, por momentos, la lentitud del peruano.
Su obra crítica tampoco es afortunada. Es architécnica, académica, reseca. Leer Gabriel García Márquez: historia de un deicidio, o Gustave Flaubert: la orgía perpetua, es una experiencia tan ingrata como la lectura de un manual de gramática. A veces encuentra uno “honduras” de este corte: “Acaba de recibir la legión de honor es lo mismo que Recibió la legión de honor hace poco”. ¡Y se queda serio! A Emir Rodríguez Monegal le dijo, sin temblarle la voz, que “Tirant lo blanch” era mejor que el “Quijote”.
La suya es una crítica sin alegría, sin nervio, algo injustificable en un hombre que ha leído a todos los maestros del género.
Su único libro de cuentos, Los jefes, no le gustó ni a él y siempre se negó a reeditarlo. “Es muy convencional y adolescente –como lo reconoció él mismo–. Creo que es un libro bastante malo”. Por esta vez el crítico Vargas Llosa acertó.
También se equivoca en política. Se equivocó, como nos equivocamos todos, al soñar con un mundo comunista y feliz. Luego, desengañado de los modelos soviético y cubano, desertó. Fue un giro que demostró flexibilidad, uno de los requisitos de la inteligencia, pero luego abrazó con un entusiasmo cándido el neoliberalismo, un modelo económico cuyos estragos sociales son tan conocidos que no repetiré aquí la lista de sus miserias. Baste decir que los países con mejores índices de desarrollo humano son los que han privilegiado la economía social de mercado sobre los intereses del gran capital.
Tal vez la fatalidad de Mario Vargas Llosa consiste en no saber elegir a sus maestros; todos franceses. Pudo, sin cambiar de país, elegir mejor. Pudo, por ejemplo, optar en narrativa por la síntesis y la poesía de Françoise Sagan en lugar de la parsimonia y la austeridad de Flaubert; por el estilo emocional de Camus y no por el estilo intelectual de Sartre; en crítica habría hecho bien en seguir a Valéry, hondo y elegante a la vez, y no a esos a esos matemáticos del verbo, los estructuralistas. El drama y el cuento, más le hubiera valido no intentarlos.
De la famosa trompada que Mario le metió a Gabo no me ocuparé aquí. Ya ha sido comentada hasta la saciedad. Solo diré que ese jab marcó el fin de una amistad entre dos gigantes que fueron más que hermanos, y que la ruptura les dolió a ambos en lo más hondo hasta el final. Nunca más volvieron a verse y se extrañaron hasta la muerte.
“El paraíso en la otra esquina” es una novela contada en dos planos narrativos: en los capítulos pares va la biografía de Paul Gauguin; en los impares, la de su abuela, Flora Tristán, una santa atea, una anarquista de ancestros peruanos que dedicó su vida a luchar por los derechos de los obreros y las mujeres. En todos la desgracia campea. A su lado, las novelas de Dickens parecen obras festivas. Allí están las miserias del pintor: el pie baldado, la sífilis, la fetidez de los eczemas, los ungüentos a base de arsénico, el láudano, el alcohol y el desfile de niñas impúberes de Taití por su lecho, la indiferencia de la crítica, los desvaríos de su mente. Y las miserias de Flora: los maltratos de su marido, los acosos de la policía, las burlas de los industriales, la incomprensión de los obreros en las brutas mazmorras de los telares, y la violación de Aline, su hija, la futura madre del pintor, a manos de su propio padre. Ambos, Paul y Flora, buscan el paraíso. El primero en la simplicidad de una isla del Pacífico; la segunda, en la instauración de un modelo social y humano.
Y otra vez el socialismo, claro, las ideas de sus pioneros, Saint Simon, Charles Fourier, el falansterio, Robert Owen, Proudhon... esa crónica que ya solo interesa a los historiadores. “El paraíso en la otra esquina” es una novela aburrida pero, eso sí, de 500 páginas, como corresponde a un novelista decimonónico. Bueno, exagero, soy tirrioso: los ensayos que intercala Vargas Llosa en el relato son magníficos y pagan con creces la sentada.
Sería necio negar que es una de las figuras relevantes de las letras contemporáneas, pero me atrevo a pronosticar que su lugar dentro del “boom” será revaluado. En varios sentidos, Vargas Llosa es inferior a sus colegas de camada. Vargas Llosa nunca supo acuñar símbolos, como Sábato, ni fue capaz de urdir universos fantásticos, como como Cortázar o Carpentier. Sus cuentos son pobres si los comparamos con los de Cortázar o Arreola, y carecen de la potencia literaria y humana de los cuentos de Rulfo, ese alto poeta de la muerte, y sus novelas no tienen la poesía de las novelas de Gabo. En crítica, es casi una perogrullada recordar que sus ensayos están lejos de los de Borges, ápice del ensayo crítico... Sí, soy injusto y parcial: nadie ha escrito ensayos como los de Borges.
No sugiero que el peruano era un mal escritor. Su obra es un magnífico corte vertical de los estratos sociales andinos, amazónicos y caribes (recordemos “La fiesta del chivo”), y rescata una buena parte de la historia de la región, pero, hay que decirlo, fue un novelista de segundo orden, del grupo de Onetti, Donoso, Edwards, Pietri, Fuentes y Mutis (el estilista del grupo), pero contó con una suerte fabulosa y los manes de las letras le prodigaron belleza, amor y oro a raudales.
La parsimonia, la obsesión por el detalle, la incapacidad de distinguir entre lo esencial y lo accesorio, es decir, el desconocimiento del arte de tachar, hacen de Vargas Llosa un autor anacrónico, un narrador del siglo XIX. Escribir como Balzac era meritorio hace 150 años, cuando la novela moderna hacía sus pininos. Pero escribir así hoy es un retroceso.
Porque contra el coro unánime de la crítica, algunos sostenemos que el arte sí progresa. Es una arrogancia vana de los artistas pensar que todo avanza, las ciencias y los oficios, las máquinas y los cosméticos, pero no el arte. En el fondo, sospecho, esa actitud revela la pretensión de encerrase en una esfera sagrada, en un útero hermético y atemporal.
Demostrar que la literatura progresa, que sus estructuras son más flexibles ahora, que el lenguaje literario es cada vez menos redundante y que el escritor contemporáneo relata de una manera elíptica porque aprovecha la inteligencia y las vivencias del lector, es algo sencillo. Basta comprobar que la gravitación y el espíritu de Roma están más vivos en una página de las Memorias de Adriano de Margarita Yourcenar que en los volúmenes de “Declinación y caída del imperio romano”, de Edward Gibbon; que la crítica de Borges es mejor que la extraordinaria crítica de Valéry –que es superior a Wilde, que es superior a Saint Beuve–; o que la amoralidad y la agudeza psicológica de “A sangre fría” dejan a “Crimen y castigo” como un sermón demasiado obvio.
Vargas Llosa dedicó “La orgía perpetua” a “Carlos Barral, el penúltimo afrancesado”. Tenía razón: el último fue él mismo.