El Magazín Cultural

Los tránsitos del arco iris (El monstruo en el hueco VI)

Presentamos el VI capítulo del libro "El monstruo en el hueco", escrito a modo de correspondencia por Ángel Blas Rodríguez y Alfonso Rubio.

Ángel Blas Rodríguez y Alfonso Rubio
17 de diciembre de 2019 - 03:58 p. m.
Imagen del 'Tianguis' cultural de El Chopo, en Ciudad de México.  / Cortesía
Imagen del 'Tianguis' cultural de El Chopo, en Ciudad de México. / Cortesía

Querido Alfonso

¡Qué divertida la versión paisa del Quijote!; fresca, atrevida, vivaz, como los propios antioqueños, según me cuentas. No quiero ni imaginar los diálogos que al fiel Sancho Panza le pondrán en boca por esa ciudad en la que andas. Comprendo que te haya seducido el lenguaje paisa, así que estaré atento a tus crónicas y te pondré en alerta cuando ya no te entienda.

Yo no diría que existe en la ciudad de México un código propio que marque impronta a sus ciudadanos. Lo que les identifica más bien es un estigma, pues el resto de mexicanos considera a los defeños como mala gente y raros. No estoy de acuerdo, sin embargo, con esta apreciación. Creo que el defeño es eminentemente mexicano, en todos los aspectos que te iré contando en mis cartas, aunque el tamaño de esta ciudad condiciona mucho su carácter. Temor y anonimato los han vuelto, quizás, más distantes y precavidos en un primer momento, pero el defeño es agorafílico, le gusta el calor de la gente y por eso ha reaccionado creando espacios de relación en medio del devenir de la gran urbe. Y el ejemplo más vistoso de ello son los mercados callejeros que surgen al desliz de los transportes urbanos.

Si está interesado en leer el primer capítulo de esta serie, ingrese acá: Galaxia Distrito Federal ¡Bienvenidos! (I)

Cuando se empieza a hacer vida cotidiana en la Ciudad de México te preguntas cómo sus gentes pueden soportar, a diario, tanto tiempo en los medios de transporte. Supongo que esta pregunta es muy común en todas las grandes urbes del mundo, donde sus ciudadanos, como aquí, acumulan los kilómetros necesarios para el ejercicio de sus obligaciones. Las personas que viven esta situación saben que la ciudad no está hecha a su medida, que sus enormes distancias les mantiene en el devenir inacabado de un río urbano que desemboca siempre donde ha nacido, para volver a fluir al día siguiente. Al cabo de un tiempo, sin embargo, la adaptación al medio impone sus reglas: el tiempo de tránsito deja de ser tiempo para quedarse en eso: ¡tránsito!

Si desea leer el segundo capítulo de esta serie, ingrese acá: Medellín: La estrella más inquieta (El monstruo en el hueco II)

El día es más corto en Distrito Federal porque una parte significativa de la vida de sus ciudadanos transcurre en los no-lugares: espacios amplios donde el tiempo no ha sido invitado. Los transportes urbanos (metro, autobús –llamado comúnmente pesero, de cuando costaba un peso), las estaciones (de autobuses interurbanos y de tren) y las vías rápidas se erigen en lugares con cuerpo pero sin identidades; ámbitos de espera en movimiento y de movimiento en espera para llegar a donde te reconocen y te devuelven la parte del día que es tuya.

Si está interesado en leer la entrega enterior de esta serie, ingrese acá: Aburrae ciudad (El monstruo en el hueco III)

La naturaleza urbana, sin embargo, se ha hecho sabia y crea los mecanismos necesarios para salvar a los defeños de esa locura de las distancias. En el abismo cotidiano de los no-lugares surgen unos espacios que tienen identidad aunque sin cuerpo sólido (aparecen por la mañana desaparecen por la noche): los mercados callejeros. Son las “arquitecturas del tránsito”, estructuras volátiles y efímeras tan antiguas como las propias ciudades y que han sobrevivido a los siglos. Esqueletos de hierro cubiertos de lonas que cobijan un amplio surtido de objetos oferentes y que se adosan al devenir diario con multitud de fogosos colores. El mercado callejero no es una referencia a la que se acude, él va a la búsqueda de los capitalinos, se incorpora al río de la vida urbana y se instala allá por donde la gente circula.

Y es que estas zonas de abastos volátiles llamadas “tianguis” cumplen dos cometidos: uno funcional y otro comunitario. Cuando te trasladas por la Ciudad de México te das cuenta de que, inevitablemente, un mercado callejero te engulle y te vomita al circuito de nuevo con la oportunidad de haber satisfecho una necesidad, pero también de sentirse en un pedazo de comunidad. Se convierten, al fin, en espacios de descanso físico y psicológico en el tránsito cotidiano.

Si está interesado en leer el capítulo anterior de esta serie, ingrese acá: Urbis paternus (El monstruo en el hueco IV)

En su papel funcional, los tianguis de la Ciudad de México surten al viandante de todo aquello que demande sin que se desvíe de su obligado camino. Es como en las carreras ciclistas, donde sus participantes obtienen su avituallamiento en pleno asfalto y sin detenerse. Cualquier confluencia de caminos, cruce de comunicaciones terrestres, salidas del metro, centrales de autobuses, calle transitada o semáforo es el lugar idóneo para cubrir deseos: comida, productos de higiene, de limpieza, electrónicos, música, ropa, complementos, juguetes, papelería, revistas, productos de belleza y todo lo que uno pueda imaginar.

En su papel comunitario, estos zocos mexicanos son herederos del “Gran Teatro del Mundo”: pura dramaturgia cotidiana. Una simple tela en el suelo, como un estandarte de posesión territorial, sirve para conformar un argumento de vida y de objetos, de seducción y de enamoramiento, de dinero y negociaciones, de soledad y amistades. Pasillos abigarrados que funcionan de cubrenecesidades, cansavistas, buscasorpresas, llenaestómagos, rompeoídos, reposaprisas, espectáculo necesario para la socialización de todos los públicos.

Si está interesado en leer el capítulo V de El monstruo en el hueco, ingrese acá: La tribu de los paisas (El monstruo en el hueco V)

Estos ágoras aztecas siempre al aire libre, y que se persignan con el dinero de la primera venta del día, son espacios para el encuentro en el tránsito y para la comunión en la comida. El mercadeo se ha convertido en las vísceras de la vida comunitaria del ciudadano, en la digestión de un pedazo de actividad cotidiana sin funciones vitales. Lugares de identidad en el circuito de personas sin nombre que nunca se volverán a ver, su sentido se construye en la parada, en la observación, en la disposición al contacto, en el cara a cara con el mercader y los demás transeúntes. Es el grado cero de la comunidad en el estado de tránsito.

Abigarrados y coloristas, los puestos de estos bazares son como la paleta del artista después de acabada su obra. Exultantes de formas e insultantes de sentidos. Así, sobre el aspecto gris de la ciudad vista desde el aire, una vez abajo, vivos oasis de colores surgen cuando recorres sus calles y arrebatan la mirada como el arco iris con la oscura tormenta de fondo. Lugares de arco iris perenne, los mercados callejeros están regidos por comerciantes que reclaman atención con alegres collages de mundanas mercancías, que ofrecen naturalezas vivas y producen savia en la circulación urbana.

Frente a la naturaleza muerta de los no-lugares urbanos, la naturaleza viva de los mercados callejeros. Todo se mueve, pero siempre hay un lugar donde dar identidad al tiempo. No son espectáculos que se contemplan sino que se viven. Naturalezas vivas para tocar, negociar, satisfacer, descubrir, para sentir, al fin, algo cercano en el tránsito por las distancias y el ritmo de la vida capitalina. Naturalezas vivas que salvan a los defeños del estigma ingrato de su ciudad.

 

Un fuerte abrazo

Blas

 

 

 

 

 

Por Ángel Blas Rodríguez y Alfonso Rubio

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