En una de las primeras cartas en las que Nietzsche mencionó a Lou Salomé, le dijo a su amigo Franz Overbeck que la saludara, y que deseaba “ese matrimonio de todo corazón”, teniendo en cuenta lo que pretendía hacer en los siguientes diez años. Era el año de 1882. Nietzsche viajaba por Italia en busca de un cielo más claro y un clima benigno. De Génova pasó a Messina, y de allí viajó a Roma, “hacia la fatalidad”, como escribió Werner Ross en su biografía “Nietzsche, el águila angustiada”. Hacía meses que sus amigos y confidentes, Paul Rée, Peter Gast, y el mismo Overbeck, le habían sugerido que buscara a alguien que le ayudara con su trabajo, que conversara con él sobre sus ideas, así fuera para luego transcribir sus textos, y fue en Génova donde supo de aquella mujer, que como le escribió Rée, podría interesarle, bien como ayudante o para un matrimonio.
Nietzsche le respondió que “Un capítulo muy diferente es el matrimonio: a lo sumo podría estar dispuesto a un matrimonio de dos años, y ello sólo en vistas a lo que tengo que hacer en los próximos diez años”. Lou Salomé tenía entonces 21 años. Había nacido en San Petersburgo, y como afirmó Ross en su libro, “‘rusa’ sonaba muy bien a los oídos de Nietzsche, a quien hubiera gustado percibir en su propia sangre la braveza eslava”. De niña, pensaba e imaginaba a Dios reiteradamente, aunque luego rompiera con aquellas visiones, o mejor, con aquella veneración que sentía y le ofrecía. Una mañana, un párroco de apellido Dalton le explicó que Dios estaba en todas partes, y que era imposible suponer un sitio en el que no se hallara. Salomé le respondió que “Sí, el infierno”. A la semana siguiente, sus aristócratas y devotos padres, Louise Wilm y Gustav Ludwig von Salomé, la enviaron a otra parroquia con otras misas.
Allí, conoció al predicador Hendrick Guillot, un “liberal” que atraía a multitudes a su capilla, en parte por sus palabras, en parte por sus ojos claros y su mirada penetrante. Salomé fue a escucharlo, y a verlo, y se prendó de él, hasta que un día fue a visitarlo a su casa y le dijo que quería aprender más de lo que decía. Guillot había escrito sobre la adoración de los dioses y le enseñó que las religiones eran y serían fenómenos históricos. Le habló de Buda, de Mahoma, del Islam y el hinduísmo, y le leyó a Kant, a Shopenhauer, Goethe, Voltaire, Rousseau y Kierkegaard. Ella llenó hojas y hojas, libretas enteras con diversas anotaciones, y como lo confesó en su libro “Lou Andreas Salomé, mirada retrospectiva”, “fue él quien me dio mi nombre, por lo impronunciable que le resultaba el ruso -Ljola”, y fue él el protagonista de su primera y juvenil historia de amor, “que yo solo a medias comprendía”.
Aquella vivencia hizo parte de su vida, y por supuesto, de sus obras. Las convirtió en un relato diez años más tarde bajo el título de “Ruth”. Ella misma aclaró que aquel texto, “sin embargo, quedó en cierto modo desdibujado por faltarle uno de los antecedentes: la prehistoria piadosa, los restos secretos de la identidad entre la relación con Dios y la conducta amorosa”. De repente, aquel ser amado, casi venerado, explicó, “se esfumó tan súbitamente a la adoración como se había volatilizado, sin dejar rastros, el Buen Dios”. Pese a lo que descubrió, Lou Salomé fue consciente de que aquel primer amor, inconcluso, había tenido un encanto insuperable, “irresistible, un encanto que no podía ser por nada superado”. Hendrik Guillot, y más que Guillot, sus visitas, las charlas, los acuerdos y desacuerdos que tuvieron, lo que imaginaba, lo que sintió y comprendió, lo que construyó, la liberaron y la llevaron a la experiencia de vivir.
“El súbito final, en contraposición al duelo y al quebranto que sucedieron a la infantil desaparición de Dios, a la que tanto se asemejaba, desembocó en un progreso en alegría y libertad”, dijo. En palabras de Ross, Lou Salomé era “una joven fresca, petulante, coqueta, inteligente, enérgica y en busca de vida”. En palabras de Alois Emanuel Biedermann en una carta a su madre, Louise Wilm von Salomé, a quien su hija tomó como profesor en Zurich meses después de alejarse de Guillot, era “un ser de características muy poco habituales: de infantil inocencia y pureza en los sentidos, también tiene al mismo tiempo una orientación del espíritu y una independencia de la voluntad nada infantiles”. En síntesis, y en ambos casos, aclaró, era un “diamante”. Dura, brillante, intangible, según Werner Ross, “la mayoría de los hombres que la conocían lo sabían de sobra”. Era una niña, y como una niña, de nuevo, en versión de Ross, “sólo pensaba en ella”.
La muerte de su padre, la tristeza de su madre y de sus hermanos mayores, su rompimiento con Guillot, quien le había pedido que se casaran, algunos desmayos y una pertinaz tos, la llevaron de Zurich a Roma. Allí buscaba recuperarse con aquel aire de sur al que le habían dicho que era milagroso, y buscó a la escritora Malwida von Meysenbug, una amiga de Richard Wagner y de Nietzsche. “Lou dio enseguida con Rée. Al fin y al cabo, él pertenecía al círculo de Roma, era un miembro de la tertulia literaria… y acompañó a la joven a su casa, en contra de lo que marcaban las costumbres”, como lo plasmó Ross. Apenas lo vio, Salomé concluyó que quedaban descartadas todas las posibilidades de enamorarse de él, por lo que sería su gran amigo. El amigo perfecto. Rée era pesado, y su nariz lo precedía. A la vez, era un librepensador. Un hombre muy distinto a Guillot y Biedermann, “con una arrogante benevolencia”, como lo describió.
“Los recorridos nocturnos, los rodeos dados bajo la luz de la luna y de las estrellas, no quedaron sin efecto”. Para Werner Roos, “No era el amor lo que encendía los ánimos, sino la conversación. Rée era lo que Lou estaba buscando: su siguiente paso hacia el conocimiento”. Fuera de todo aquello, Lou Salomé guardaba una enigmática carta bajo la manga, “aquel célebre y malafamado profesor Nietzsche, del que todavía no había leído ni una sola palabra pero cuya inteligencia había alabado sobre toda medida tanto Rée como Malwida”. Para el filósofo, más allá de sus problemas de salud, parecía un hombre fuerte y juvenil que no aparentaba los 40 años que había cumplido. Para la escritora, era una especie de santo, un asceta que sabía soportar sus penas. “Se vuelve cada vez más apacible, incluso alegre, y continúa trabajando sin cesar, a pesar de ser ya casi ciego…, no tiene absolutamente a nadie que le cuide, que la ayude”.
Una y otra vez, tanto Malwida como Rée le advirtieron que Nietzsche estaba de viaje, hasta que de pronto, sin mayores avisos, apareció. Fue el 24 de abril de 1882, en la basílica de San Pedro. Una mujer que había roto con Dios en su infancia, y un hombre que lo iba a matar, se habían conocido precisamente en San Pedro. “¿En virtud de qué estrellas hemos ido a encontrarnos los dos aquí?”, fue lo primero que le dijo Nietzsche. Lou lo describiría como un “varón de estatura media, vestido de manera muy sencilla, pero también muy cuidadosa, con sus rasgos sosegados y el castaño cabello peinado hacia atrás con sencillez, fácilmente podría pasar inadvertido. Las finas y extraordinariamente expresivas líneas de la boca quedaban recubiertas casi del todo por un gran bigote caído hacia delante; tenía una risa suave, un modo quedo de hablar y una cautelosa y pensativa forma de caminar, inclinando un poco los hombros hacia delante; era difícil imaginarse a aquella figura en medio de una multitud – tenía el sello del apartamiento, de la soledad. Incomparablemente bellas y noblemente formadas, de modo que atraían hacia sí la vista sin querer, eran en Nietzsche las manos, de las que él mismo creía que delataban su espíritu. – Similar importancia concedía a sus oídos, muy pequeños y modelados con finura, de los que decía que eran los verdaderos ‘oídos para cosas no oídas’”.