Como estudiante de doctorado viví cerca del cementerio de la Iglesia de St. Giles en la ciudad de Cambridge. De vez en cuando pasaba a visitar la tumba de quien muchos consideraban el filósofo más influyente del siglo XX: Ludwig Wittgenstein. A su modesta lápida nunca le faltaban flores que con regularidad le llevaban sus devotos admiradores en una ciudad universitaria en la cual llegó a ser una celebridad.
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Mi relación con este personaje y sus ideas empieza con una experiencia algo traumática. Como estudiante de pregrado, en un curso de filosofía analítica, la profesora me pidió hacer una presentación del único libro de filosofía que Wittgenstein publicó en vida: el Tractatus Logico-Philosophicus (Tratado de lógica filosófica). Se veía breve, sus cerca de 70 páginas lo hacían muy distinto a esos pesados tratados de los grandes filósofos como La Critica de la Razón Pura de Kant o La Lógica de Hegel. Pocas páginas con algunos aforismos sobre lógica del lenguaje no podían tener tanto misterio y sin tener idea de lo que me esperaba, acepté la tarea. No voy a repetir la frustrada experiencia de intentar explicar el Tractatus en este artículo. Existe una infinita bibliografía sobre el tema y si quieren un resumen les deseo suerte con el Chat GPT.
De mi presentación recuerdo muy poco, pero no olvido el malestar que me produjo tener que exponer ante mis compañeros un libro que no entendía. Para hacer las cosas casi cómicas, después de mi doloroso y seguramente fallido esfuerzo por explicar sus oscuros aforismos, al final tenía que decir algo como: “Olviden todo lo que he dicho porque este libro es como una escalera de la cual nos tenemos que deshacer una vez la hemos usado”. No me lo inventé yo, esa es la inquietante conclusión con la cual Wittgenstein cierra el Tractatus. Parte de la dificultad de este breve tratado de lógica es justamente en que su intención era mostrar los límites de la filosofía para evadir sus sinsentidos. La última sentencia del libro y una de sus frases más citadas dice: “Sobre lo que no se puede hablar con claridad es mejor guardar silencio”. Su intención, suele decirse, era mostrar que los problemas de la filosofía son problemas del lenguaje y de cierta manera Wittgenstein creyó que al hacer evidentes sus límites, estaba solucionando todos los problemas de la filosofía.
Como otros de sus lectores llegué a pensar que en su obra había algo de desprecio por todo aquello que supera los límites de la lógica. El libro podría leerse como una expresión particular del positivismo, un ataque a la metafísica incluso al oficio mismo de la filosofía. Hoy creo ver en el Tractatus un sentido distinto, más bien poético y de cierta manera místico. El sentido de su libro le aclaró Wittgenstein al editor del Tractatus, era en realidad ético. Más cercano a San Agustín que a Karl Popper, en lugar de restarle valor a lo inefable, nos quiere mostrar que sus más profundas preocupaciones filosóficas y todo lo que le da verdadero sentido a la vida, se encuentra fuera de los límites de lo que es posible expresar en proposiciones con sentido lógico.
El mismo Wittgenstein nunca tuvo la esperanza y al parecer tampoco mucho interés de ser comprendido por sus lectores. Bertrand Russell quien fue su maestro y uno de sus pocos amigos en Cambridge, escribió una introducción a la primera edición del Tractatus, pero según la opinión del mismo Wittgenstein, Russell no entendió nada. Para mi consuelo, no creo que hoy, más de cincuenta años después de la aparición de la primera edición en 1921, exista una única y fácil interpretación de la filosofía de su obra. A pesar de su hermetismo, el libro generó una extraña fascinación y se convirtió en objeto de veneración de parte de los defensores de la filosofía analítica, tradición que supone que sólo en el estudio del lenguaje se pueden enfrentar los problemas de la filosofía. Wittgenstein nunca se sintió cómodo como parte de sus apasionados lectores del Círculo de Viena, y menos como su maestro; pero no hay duda de que ciertos aforismos del Tractatus sirvieron para defender el lema central del llamado positivismo lógico de Viena a comienzos del siglo XX: las aserciones metafísicas o religiosas no son verificables y carecen de sentido.
Siempre inconforme, severo con los demás y consigo mismo, una vez terminó el Tractatus abandonó Cambridge y al parecer la filosofía. Prefirió renunciar a lo que para él parecían las inocuas querellas de los filósofos y dedicarse a un oficio con más sentido como el de ser maestro de escuela.
En realidad, este obstinado pensador nunca pudo dejar su quehacer reflexivo, después de una mala experiencia como maestro de niños y varios años lejos de los debates con académicos, decidió volver. Nunca publicó en vida nada distinto al Tractatus y un diccionario para sus jóvenes alumnos, pero si nos dejó una prolífica colección de notas que ha entretenido y desvelado varias generaciones de académicos en múltiples ramas de las ciencias sociales.
Después de mi nefasta experiencia con el Tractatus, no tenía la intención de volver a tener que enfrentarme a su oscura manera de hacer filosofía, pero su obra póstuma se convirtió en el soporte filosófico de mis maestros en sociología e historia de la ciencia. Es por esa razón que terminé haciendo parte del séquito de admiradores que llevaban flores a su tumba.
Su retorno a Cambridge y a la filosofía nos permite descubrir un Wittgestein distinto que parece tomar distancia con algunos supuestos fundamentales del Tractatus. Para empezar, quedó claro para él y para el bien de la filosofía, que no había resuelto para siempre todos sus problemas. Un asunto fundamental que define gran parte del Tractatus era su confianza en la lógica formal como un lenguaje fundamental, universal podríamos decir. Hay en su obra posterior un cambio en mi opinión radical: lo que da sentido al lenguaje, a la lógica misma, es ahora el resultado de practicas, reglas colectivas, juegos o convenciones sociales. En Investigaciones filosóficas, uno de sus cuadernos de notas más comentados, reconoce la necesidad de examinar los contextos reales en los cuales se emplean las palabras, reconociendo que su sentido depende de dichos contextos. “El sentido de las palabras es el resultado de su uso”, afirmó el pensador vienés.
Wittgestein hizo famoso un simple dibujo de una figura que para algunos podría ser un conejo, para otros un pato. Su intención con este sencillo ejemplo era mostrar que observar y referirse al mundo no es un acto simple y que lo que vemos depende de prácticas colectivas asociadas al lenguaje. Estas ideas que podrían parecer evidentes tiene consecuencias profundas. No hay conocimiento sin un público que comparte ciertas reglas de juego fruto de la interacción entre seres humanos. Así, definir qué tiene sentido y qué no, es una tarea ya no tanto de la lógica, sino de la antropología, de la sociología o la historia, del estudio de prácticas y convenciones sociales.
Ludwig Wittgenstein nació en el seno de una opulenta familia vienesa, decidió renunciar a su herencia familiar y murió en Cambridge en 1951 sin ninguna posesión distinta a sus cuadernos de notas. Sin duda un personaje fascinante que abandonó una prometedora carrera como ingeniero para dedicarse a lo que consideró el reto más profundo de la filosofía. Una mente atormentada, apasionado hasta los límites de la cordura, con poca confianza en sus congéneres humanos y tampoco en sí mismo; en su lecho de muerte nos dejó un mensaje conmovedor: “Tell them I’ve had a wonderful life” (Diles que he tenido una vida maravillosa) sin duda así lo fue, y “wonderful” un termino perfecto para describir una vida llena de preguntas.