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“Mary Shelley cumplió su sombrío papel de mujer en la sociedad patriarcal”

Hoy hace 170 años murió Mary Wollstonecraft Godwin, la admirable autora inglesa de la novela “Frankenstein”. El escritor colombiano William Ospina la rescató como personaje en su novela “El año del verano que nunca llegó”. Aquí un fragmento.

William Ospina * / Especial para El Espectador
01 de febrero de 2021 - 04:40 p. m.
Fotomontaje publicado en la prensa británica con el retrato de la escritora Mary Shelley (30 de agosto de 1797, Londres, - 1° de febrero de 1851, Londres) elaborado por Richard Rothwell, exhibido en la Royal Academy, junto a un primer plano del actor Boris Karloff caracterizando a 'Frankenstein'.
Fotomontaje publicado en la prensa británica con el retrato de la escritora Mary Shelley (30 de agosto de 1797, Londres, - 1° de febrero de 1851, Londres) elaborado por Richard Rothwell, exhibido en la Royal Academy, junto a un primer plano del actor Boris Karloff caracterizando a 'Frankenstein'.
Foto: Archivo particular

En el prólogo de 1831 de Frankenstein, Mary Wollstonecraft, hablando del momento en que concibió su criatura, escribió: “Abrí mis ojos con terror. La idea había tomado posesión de mi mente de tal forma que el miedo recorría mi cuerpo como un escalofrío, y quise cambiar la fantasmal imagen de mi fantasía por la realidad que me rodeaba. Lo veo todo aún: la misma habitación, el oscuro piso de madera, las contraventanas cerradas, con la luz de la luna luchando por penetrar a través de ellas, y la sensación de que el lago cristalino y las cumbres blancas de los Alpes estaban más allá”.

Estos viajeros querían saber si la mención que hizo Mary en su prólogo de un rayo de luna que entraba en su habitación después de la medianoche del 16 de junio de 1816, esa luna bajo la cual ella concibió la imagen inicial de su invención del monstruo, era apenas un recurso retórico de la escritora para rodear de un aura de prestigio y misterio la novela que entregaba a la luz, o si era un hecho verdadero.

No deja de ser novelesco que unos viajeros crucen el mar para ir a averiguar si en una noche de dos siglos atrás hubo luna llena sobre un lago junto a los Alpes. Si de la luz del Sol Newton obtuvo el iris, ¿fue de verdad de la luz de la Luna que Mary obtuvo como de un prisma aquellas imágenes iniciales: “El pálido estudiante de artes sacrílegas de rodillas junto a la cosa que había ensamblado”, “el horrible fantasma de un hombre tendido”, “la leve chispa de vida que él le había comunicado”, y la criatura que mira “con ojos amarillos, acuosos pero inquisitivos”? (Recomendamos: Entrevista a William Ospina sobre su “obsesión vampiresca”, por Nelson Fredy Padilla).

Los jóvenes querían saber si aquella noche había habido luna, y si esa luna podía filtrar un rayo en la precisa habitación de Villa Diodati que mira hacia el lago y hacia las cimas de los Alpes, donde a Mary la despertó la pesadilla. Los diarios del mundo recogieron esa semana la noticia: Mary Shelley no había inventado aquella circunstancia, la luna de Frankenstein era verdadera.

***

Después de tantas búsquedas y azares llegó el momento esperado, y me interné en las páginas del libro de Mary Shelley, casi olvidado desde la adolescencia. Era hora de escuchar su relato, de ver aparecer no sólo el libro sino el monstruo que lo habita. Pero cuando me acerqué a buscar al monstruo, en vez de un ser siniestro hecho de odio y de maldad me encontré con un niño asustado perdido en un cuerpo deforme: un desvalido ser sin recuerdos, sin madre, sin pasado, pidiendo comprensión a un mundo que sólo responde a sus propios terrores, y que es incapaz de aceptar lo distinto.

Bastó verlo en acción para recordar las palabras de Shakespeare: “Yo que carezco de la majestad del amor para pavonearme ante una lasciva ninfa contoneante, yo que estoy tan torpemente acuñado, enviado antes de tiempo a este mundo que alienta, y eso que aún tan renqueante y deforme que hasta los perros me ladran cuando me paro frente a ellos, no tengo placer con qué matar el tiempo sino mirar mi sombra al sol y entonar variaciones sobre mi propia deformidad”.

El rayo que cae de repente sobre un montón de fragmentos humanos que ya había abandonado el espíritu despierta en ellos otra vez la necesidad y el deseo, la soledad y el dolor. Lo monstruoso no es tanto la criatura sino la intención de suscitar la vida en una materia incapaz de afrontarla. Si algo le enseñaron a Mary el destino y la experiencia es que ya es bien difícil sobrellevar la vida en un cuerpo bien formado, en un cuerpo que pueda contar con la salud de Trelawny, con la audacia intelectual de Lord Byron, con la gracia de Clara, con la tremenda lucidez de Godwin, con la alta moral de Percy Shelley o con la fortuna de Lewis o Beckford. (Le puede interesar: La relación de Mary con su esposo Percy Shelley).

Pero basta tener la vida para merecerla, y las cosas que atormentaban a Mary en su pesadilla nocturna no eran las preguntas teóricas de Galvani o de Dippel sobre la posibilidad de animar otra vez la materia muerta mediante descargas eléctricas, de hacer aflorar una chispa divina en lo inerte, sino preguntas que quizás sólo una mujer sabe hacerse sobre la virtud de los cuerpos para sobrevivir, para resistir el desgaste de los días y las noches, las tormentas de la imaginación.

Un lector puede discutir mil detalles de la novela, sobre la capacidad de aprendizaje que tendría un ser tan toscamente impuesto a la vida, su improbable evolución intelectual, el imposible refinamiento de su sensibilidad, de sus razones y sus conclusiones, pero qué importa todo eso ante la zozobra indudable que transmite esa criatura nacida de la imaginación de aquella muchacha, preguntas que no son burbujas intelectuales sino angustias vivas, flores de la conciencia, flechas al corazón del hogar y de la escuela, puñados de tiniebla en el pórtico de una civilización insensible.

De pronto recordé aquellas otras palabras que brotaron de los labios de Calibán y que expresan la rebelión de la criatura contra su creador: “Tú me enseñaste tu lengua, y mi beneficio con ello es que ahora sé cómo maldecir. Que la plaga roja caiga sobre ti por haberme enseñado el lenguaje”.

Y vino a mí desde sus terrazas de lluvia la lucha de los hombres engendrados en laboratorios de genética que van a implorarle a su creador unos días más de vida, los versos que un replicante improvisa en las últimas escenas de la película de Ridley Scott sobre la novela de Philip K. Dick; esa hora en que Rutger Hauer, improvisando frente a las cámaras, en su papel de gólem moribundo, aprende a balbucir cosas sublimes:

He visto cosas que ustedes los humanos no podrían creer. Naves de ataque en llamas perdiéndose por el hombro de Orión. He visto rayos C brillando en la oscuridad más allá de la Puerta de Tannhäuser. Y todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia.

Este deforme Adán que despierta ya adulto en medio de un paraíso donde nada se le parece tiene mucho también del Lázaro que se alza de entre los muertos, y de quien los evangelistas olvidaron contarnos cuánto temor causó entre sus vecinos, como causaría horror en cualquier parte que alguien después de muerto volviera a caminar entre los hombres. Y es el ocioso creador irresponsable que huye ante su criatura el que hace nacer en ella una desesperación destructora.

Como Próspero entre Ariel y Calibán, Mary terminaría viviendo entre el angélico Shelley y el deforme Frankenstein, entre el vuelo de la música y la discordia de los elementos, recordada más por ellos que por ella misma. Cumplió su sombrío papel de mujer en la sociedad patriarcal: la hija de la gran feminista que no acaba de tener nombre propio, porque es el fantasma de la madre, la hija del anarquista, la esposa del poeta.

Pero sólo a los hombres les gusta jugar a no tener padres ni dioses: toda mujer sabe ser madre de sus padres e hija de sus hijos, lazo entre las generaciones y vínculo entre las tribus dispersas, y si alguna mujer causó guerras e hizo incendiar murallas, fue también ella la que ofreció a los hombres el filtro del olvido y del perdón, el signo de la alianza que puso fin a guerras y destierros y emparentó a las razas.

A la sombra de una tumba enigmática, Mary GodwinWollstonecraft Shelley sigue guardando celosamente su enigma. Y basta ver su libro para descubrir con asombro que no es allí donde se encuentra el monstruo.

* Se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Literatura Random.

Por William Ospina * / Especial para El Espectador

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Drahcir(62748)01 de febrero de 2021 - 08:53 p. m.
Sociedad Patriarcal???Pamplinas!!! Mary Shelley y su marido Percy Bysshe Shelley hacian parte de la alta sociedad de su tiempo.Eran amigos de escritores, cientificos,ingenieros , folisofos y religiosos.Su obra es una critica a la etica científica, la creación y destrucción de vida y el atrevimiento de la humanidad en su relación con Dios.Miren Wikipedia...Los lectores no somos tontos!!!
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