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Andrea Mejía presenta bajo el título Por sombra la luz una antología poética de la obra de Horacio Benavides. En la selección y ordenamiento también participó el poeta, de modo que en este libro contamos con un panorama finamente delineado de su poesía publicada desde 1986 hasta el 2021: desde “Las cosas perdidas” hasta “Tocar lo que no se ve”. Se trata, sin embargo, de un recorrido que cursa su trayectoria regresando, como quien “remonta un río” hasta llegar a la fuente: comienza con los más recientes poemas hasta desembocar en los primeros. Así que, en esta antología, que no es ahorro sino summa, es audible el arribo al manantial desde el caudal del río vertiginoso; llegamos entonces a la voz primera, a la dicción del comienzo, a la modulación inicial. En ello la secuencia adivina, calca y mima el movimiento mismo de la obra del poeta, pues él suele ir, desprovisto, a la fuente de sus asombros con la impiedad del amor, con la conmoción del goce, con la desolación de la muerte, con la brutalidad de la violencia, con el silencio.
En el manantial de su voz, “entre montañas y grandes abismos”, encuentra a su madre-niña, Fidelina Zúñiga, a sus once años, sin atisbo alguno de los hijos que tendrá; el poeta la deja seguir su camino sin decirle nada, pues nada entendería de su hijo llegado de un tiempo posterior. En la fuente también halla al padre-tigre, al padre-voz, al padre que apacigua a la bestia. El niñito yendo por su grabadora, siguiendo la música del padre, se topa con un goce que le habrá de persistir como un sobresalto en el corazón: otro abismo. En esa misma casa de origen ve a los hermanos, y entre ellos a la hermana, cuya sombra acogedora será luego alivio para una herida que se restaña “con la saliva de su entrañable amor”. Allí mismo, el llanto desolado del abuelo, David Zúñiga, ante su tierra recién adquirida, comprada al precio del hambre y el sacrificio... ¿Para qué? La voz de Benavides fue afinada en ese espacio tensado por un misterio que su pluma no solo evoca sino que se empeña en hacer existir para que permanezca indeleble en su enigma.
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Andrea Mejía, en su prólogo “En senderos, el camino”, habla de las modalidades del ejercicio poético de Benavides, quien construye no solo un ritmo, también su ruptura. Así que el poeta tanto acompasa musicalmente sus poemas como interrumpe su flujo rítmico para producir un despertar que no es el de la vigilia. Este último movimiento es lo que, en otro terreno, se ha denominado “la síncopa del sujeto”. En esa ruptura del ritmo, dice Mejía, “tocas algo real”. Con esta indicación nos muestra cómo con la palabra es posible tomarle el pulso a lo Real, siempre en causa. Señala también que métrica y rima, hoy consideradas desuetas, permiten “el ejercicio poético y espiritual” de Benavides. Me serviré de esta palabra, “espiritual”, no para escarbar en su etimología sino para escuchar la orientación que nos brinda su entraña sonora, pues el lector constata una y otra vez que la ascesis del poeta es ante todo (espi)ritual. En ocasiones su voz suena como un susurro, sopla el ensalmo ritual de los misterios, templado acaso en el hálito pausado, silencioso, profundo, de sus ancestros indígenas.
Este ritual, entonado una y otra vez, está acompañado por otras presencias silentes: los animales del terruño, a los que les siente hasta la respiración: la mula, el burro, el gato, la lagartija, el gorrión, el gallo, la rana, el cerdo, el toro, el caballo, la araña, la mariposa, la paloma, la tortuga, el pez, las hormigas, las vacas, los chivos, las torcazas, los bueyes, los perros, las garzas... También respiran aquí animales de otras latitudes: el tigre, el camello, el rinoceronte... ¿A qué viene pues el bestiario invocado por el poeta? Ora los animales sirven para metaforizar estados del alma, ora son solo ellos en su presencia pura, sagrada, como ángeles desconocidos que el poeta solo mira queriendo atrapar su cifra, el arcano de su ser, su enigma. Estos no son los animales para el usufructo humano, para su subsistencia, solo para nuestra persistencia, pues son una especie –en realidad varias especies– de pasadores de lo Real imposible de decir, que alienta en cada cual. Si la maniobra poética transporta, con la música de las palabras, lo indecible del ser, aquí en el tránsito están los animales. Ellos, que no tienen lenguaje, pueden trasladar a la otra orilla la presencia de lo que en nosotros no tiene nombre. Engarzar con la palabra algo de lo que no es palabra es la maniobra abisal del poeta. Allí mismo Benavides llama, inclinado, absorto y con bondad, a su animalario.
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Llegados también a los escenarios de la brutalidad de la violencia, concurren mansos los animales. Así, en el diálogo inquietante entre el hijo que no sabe que está muerto y el padre que sí lo sabe, pero no tiene idea cómo decirle a su crío que los dos ya son cadáveres insepultos sobrevolados por las moscas: “Es cierto que las que zumban/ son las abejas/ en torno a los que comen caña?/ –Sí hijo, son las abejas/ Cierto que uno es el caballo negro/ y la otra la potra alazana?/ Así es, el uno es el caballo de paso de tu padre/ y la otra la potranca alazana de tu abuelo” –Cierto que es una mañana de sol/ y los caballos cabecean mientras comen?/ –Bien dices hijo, los caballos están adormilados y cabecean por la resolana/ (Cómo decirle que no se ve nada/ y que las que zumban son las moscas/ sobre nuestros cadáveres insepultos). Con este poema estamos en “Conversaciones a oscuras”, que es un acto de duelo por tantos asesinados en medio de la violencia que nos sobrevuela como el zamuro que jamás interrumpe su vuelo. Entendemos que tanto animal asistiendo al ritual del duelo colectivo, que es este poemario, indica con claridad que la mayor parte de muertos de esta guerra que no cesa son los habitantes de las zonas rurales del país. Como dice Jhon Berger, la marginalización de los animales coincide con el arrinconamiento del campesinado, la única clase “que ha sostenido un lazo de familiaridad con los animales y ha conservado la sabiduría que de ahí deriva”.
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La selección de poemas muestra en este punto las variedades de la ignominia y el terror: el desplazamiento, la desaparición forzada, el asesinato, la desmembración de los cuerpos, la ebriedad de los asesinos… Ante la desmesura de la brutalidad, el gesto del poeta, que tiene sus ojos bien abiertos, en medio de tanta oscuridad, es hablar con los muertos, cerrarles los ojos, honrar sus restos. Benavides nos entrega las palabras para oficiar con su ensalmo, pausado y susurrante, el acto ritual de duelo que estamos en mora de cumplir. Así con su obra tenemos por sombra la luz.