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Molano, el escuchador

Alfredo Molano Bravo sabía escuchar; era su mejor arte. Su segunda gran virtud consistía en interpretar para luego intuir con precisión milimétrica lo que vendría después. Semblanza del escritor y periodista.

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Julio Roberto Arenas, especial para El Espectador
17 de julio de 2021 - 04:12 p. m.
Calles de la Barceloneta, donde Alfredo Molano vivió en el exilio.
Calles de la Barceloneta, donde Alfredo Molano vivió en el exilio.
Foto: Cortesía Julio Roberto Arenas
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“Para encontrar la verdad hay que saber escuchar,
Y para escuchar es necesario desprenderse de todos los prejuicios”.

Alfredo Molano Bravo

Me ocurre todavía que algunas veces pienso en contarle algo frívolo y terrenal, o siento que me hace falta su opinión sobre cualquiera de las tantas cosas graves que nos están pasando, y me entra de golpe una terrible sensación de abandono. Hoy pasé por la Barceloneta, su barrio en Barcelona, y vi la ropa secándose colgada en los burdos tendederos de los balcones de sus calles estrechas. Esa imagen se quedó grabada para siempre en mi memoria desde que la leí en una de las tantas columnas que Alfredo Molano Bravo escribió para El Espectador, durante la primera parte de su exilio de seis años. Según él mismo lo cuenta en su última columna (“Mientras regreso…”, El Espectador. Nov. 19/17), empezó a escribir para ese diario desde 1980, cuando narró a modo de crónica su encuentro «…con un colono que llevaba en su mula un gran atado de pies de una mata desconocida. Le pregunté qué era y me contestó, asombrado e incrédulo: “¡Coca, doctor!”».

Cuando leo esa cita pienso que si cualquier distraído como yo hubiera tenido esa misma experiencia en 1980, es muy probable que el encuentro hubiese pasado desapercibido o que, en el mejor de los casos, hubiera sobrevivido en la memoria un par de días sin haber pasado de ahí, es decir, sin haber sido más que un suceso cualquiera en un día cualquiera en las riberas del río Guayabero en el Guaviare. Pero Molano —así lo llamaban—, con sólo ver al colono con su cargamento y escuchar el tono de su respuesta y “sentir” el contexto, pudo ver el espantoso futuro que como una negra nube se cernía desde entonces sobre Colombia: “Llegué a Bogotá con la certeza de que el país no se había pellizcado de lo que le venía pierna arriba”. Y sobre lo que se nos vino “pierna arriba”, hoy ya no tenemos nada por agregar ni por descubrir.

Molano sabía escuchar; era su mejor arte. Su segunda gran virtud consistía en interpretar para luego intuir con precisión milimétrica lo que vendría después. En muchas tardes de ocio, mientras preparábamos un café o revisábamos los textos de unas gentes desplazadas del Chocó —escritos a mano por ellas mismas—, yo le hablaba torpemente de mis cosas con la certeza de que el hombre andaba en otro cuento, hasta que esa certeza se desvanecía cuando me hacía una pregunta que no habría podido hacer sin haber escuchado la historia completa y en detalle. Esa vocación, esa extraordinaria capacidad de escucha, podría explicar que los trabajos de Molano conserven intacta el alma de lo que oía. No era una cuestión de memoria —de retener lo escuchado—, sino de espíritu, de entendimiento, de claridad, pero sobre todo de interés en los asuntos a los que prestaba con natural atención sus oídos y sus ojos, y todos sus sentidos.

(También puede leer: Alfredo Molano Bravo y sus “Cartas a Antonia”)

Creo que Alfredo Molano se encontró con su destino de escritor cuando se percató de que lo que a él le interesaba era escuchar las historias de la gente que tenía algo en común con los campesinos del Llano y de La Calera a quienes, siendo un quicato, les oía sus pesares y también sus dichas en tantos y tan largos atardeceres, a la hora en la que los labriegos se sentaban en corrillo a descansar y a tomarse algo; y terminó de pulir su talante de escritor cuando encontró la forma de estampar en un papel el espíritu de lo escuchado por él. Por eso muchas veces dijo que, más que un escritor, era un trascriptor de lo que escuchaba. Sé que eso no es verdad, que lo decía con cierta falsa modestia, pues si se hubiese tratado de una simple transcripción taquigráfica sus libros nunca hubieran sido lo que son. Lo que hacía Molano era precisamente agregar la literatura que necesitaban esas tantas historias escuetas contadas en las propias palabras de las personas que las vivían, para que los demás las leyéramos y nos interesáramos en esas vidas. Molano les prestaba a esas construcciones básicas —a esas oraciones llanas— su alma, su escucha y su mirada, y esas palabras llenas de dolor y de ese incansable clamor por una vida digna, remontaban el vuelo desde lo cotidiano hasta lo extraordinario. Yo no sé decir cómo lo hacía. No sé cómo explicar en qué consiste la literatura que Molano imprimió a sus historias. Sólo puedo asegurar que no echaba mano de trucos vulgares; si algo aborreció fueron las imposturas, las formalidades, las puestas en escena, las manipulaciones.

Ello resulta todavía más curioso si se sabe que Molano no era un experto en gramática, por decirlo con delicadeza. Para su fortuna, contó siempre con correctores de estilo que pusieron unas cuantas comas en su lugar y suprimieron o agregaron tildes que no estaban en su sitio. Que lo cuente no es deslealtad ni es infidencia, pues él mismo lo confesó en su última columna, en la que se despedía agradecido del periódico con la ilusión de regresar algún día: “He escrito crónicas, reportajes, columnas y nunca me han suprimido ni una sola coma. Por el contrario, me las han puesto. Y muchas”.

Tampoco era un gran lector de los libros imperdonables, en particular los de literatura europea, la que miraba con recelo no por su calidad sino porque, según él, tenía poco o nada que contar sobre nuestras complicadas vidas. Pero sí hubo de leer, por obligación académica, a toda esa pléyade de economistas, filósofos, sociólogos y politólogos de los siglos XIX y XX, empezando por Marx y Engels, por supuesto. En todo caso no podría hablarse de que su literatura pudiese estar influenciada por los grandes autores europeos, y ni siquiera por los latinoamericanos del Boom, como hubiese podido esperarse. Intuyo que su formación temprana pudo estar más relacionada, muy a su pesar, con textos de corte académico, lo que resulta paradójico pues su disputa con la academia es ampliamente conocida. Sin embargo, seguía de lejos a Gurdjieff, y de cerca al anarquista español Buenaventura Durruti, de quien admiraba su desprecio por la obediencia ciega; pero sobre todo vibraba con la profunda sencillez de Jaime Sabines y con la bella tristeza de Miguel Hernández, a quien todavía de vez en cuando robo los versos que trascribo al final de este texto mientras sigo intentando entender de qué forma adquirió Molano esa virtuosa capacidad de escuchar, y dónde se esconde el misterio de su literatura.

“A las aladas almas de las rosas
Del almendro de nata te requiero
Que tenemos que hablar de muchas cosas
Compañero del alma, compañero”.

Por Julio Roberto Arenas, especial para El Espectador

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Carlos(50589)23 de octubre de 2023 - 01:36 p. m.
Gracias Julio, bello texto, siento a Molano más cerca de mí, y eso es mérito de tu texto.
Alberto(3788)17 de julio de 2021 - 06:42 p. m.
Magnífica semblanza. Sin duda, Alfredo Molano estaba a años luz de ser un Transcriptor, de manera paradójica era un Excelso Creador que No inventaba Nada. Gracias, Julio Roberto Arenas.
Norma(12580)17 de julio de 2021 - 06:02 p. m.
Hermosa remembranza de una de las personas mas auténticas y solidarias que he conocido. Cada libro es un girón de realidad, del sufrimiento y de la resiliencia de las comunidades y personas que sólo la gran inteligencia y solidaridad de Alfredo Molano, supo entender y divulgar, para todas las demás que pasamos por la vida sin ser capaces de leer a profundidad la realidad. Gracias.
Julio(16529)17 de julio de 2021 - 05:22 p. m.
Una semblanza precisa, íntima, suficiente. Julio César Londoño
  • César(55984)18 de julio de 2021 - 11:55 a. m.
    Difícil apreciar en todo su valor lo que le debemos a Molano.
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