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Muñecas (Cuentos de sábado en la tarde)

A sus sesenta y cinco años, Idalia se divertía jugando con las muñecas. Por las mañanas era la primera en levantarse con los gritos de los vendedores de bollo de mazorca y suero.

Verónica Bolaños
22 de mayo de 2021 - 06:29 p. m.
Imagen de referencia.
Imagen de referencia.
Foto: Pixabay

Abría la puerta principal sujetándola con el viejo y pesado caracol de mar para evitar que se cerrara con el viento. Por un momento se detenía frente al espejo. Entonces se peinaba con las palmas de las manos, aplanándose las hebras sueltas. Un día mirando su rostro tuvo la convicción de que ni el tiempo o las lluvias torrenciales cambiarían su expresión serena y sus ojos diáfanos. Sus labios rosados y carnosos guardaban escrupulosamente la pureza y la dignidad de la que siempre presumiría a lo largo de su vida. Se empolvaba las mejillas, dándose toques con un poco de achiote, humedecía sus dedos con saliva para perfilarse las cejas y sacaba del bolsillo una cajita metálica con alcanfor y aceite de trementina para darse un frote desde la garganta hasta el pecho.

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Tenía tres muñecas: una de pelo negro, que le llegaba a la altura de los senos, y otras dos del tamaño de un bebé. Después de acicalarse se iba al patio con ellas. Se sentaba bajo la sombra de los platanales. Les hablaba, las peinaba, las bañaba una vez por semana y les hacía vestidos para cada ocasión. La tarde en que murió su madre, se dio prisa para confeccionarles vestiditos de luto. Hasta ese momento sus niñas, como ella las llamaba, vestían con trajecitos de colores, adornados con encajes y sombreritos de paja con una flor. Buscó en el baúl retazos de tela, escogió los de colores más sobrios y rápidamente pedaleó en la máquina de coser para hacerles los vestidos para el entierro. Después del funeral de su madre, lloró junto a sus muñecas. Las abrazaba, les acariciaba la cabeza, descargando su dolor en los hombros de la más grande. Sus juegos exasperaban a sus hermanas, que no lograban comprender como una mujer de avanzada edad jugaba y dormía con muñecas. La mañana de un domingo vistió a la muñeca grande de comunión. Le adornó la cabeza con una vincha decorada con flores, le puso un vestido blanco y vaporoso que arrastraba por el suelo, medias blancas y zapatos beis. Tomó a la muñeca en brazos y se fue caminando hacia la iglesia. La gente se asomaba por las ventanas y se burlaban de la vieja perturbada, así la llamaban. Cuando llegó a la plaza del pueblo, centenares de niñas lucían sus vestidos de comunión con el rosario y el libro de oraciones abierto. Dentro de la iglesia, Idalia se sentó en uno de los últimos escaños y colocó la muñeca a su lado. En el momento de la eucaristía se levantó despacio, haciendo caminar a la muñeca. La gente la miraba con incredulidad y compasión.

Cuando se puso a la fila para recibir el sacramento, los fotógrafos disparaban sus flases bajo el cántico “¡Que viva cristo!, ¡que viva cristo!”. Idalia avanzó con su muñeca, el cura la miró absorto, meneó la cabeza y le dio el cuerpo de Cristo en la mano. La anécdota quedó grabada para siempre en los retratos a blanco y negro. Y las niñas que recibieron ese domingo el sacramento quedaron marcadas de por vida por la muñeca que hizo la primera comunión con ellas.

Una tarde de calores sofocantes, mientras se balanceaban en las mecedoras, Leonor y Cecilia decidieron esconder las muñecas, con la buena intención de que su hermana asumiera su edad y se dedicara de lleno a la costura. Idalia había ido a la estación del tren a esperar a las palenqueras con el cargamento de pescados frescos que traían de Cartagena de Indias. Se entretuvo un rato regateando el precio. Regresó con la olla llena y con pescados en los bolsillos. Dejó la olla en la mesa, bebió un poco de limonada fría y fue a buscar sus muñecas. Siempre las dejaba en la cama, con los pijamas puestos y arropadas. Abrió la cortina de flores con una mano y entró a la habitación. Cuando llegó hasta su cama movió las colchas y la encontró vacía.

—¿Dónde están las niñas? ¿Dónde han metido a mis niñas? —gritó temblando.

—Idalia, ya eres una mujer muy grande para estar jugando con muñecas —dijo Leonor.

—Necesito mis muñecas, no le hago mal a nadie —suplicó Idalia llorando.

Se tiró en el suelo bocarriba, pataleando y con la colcha entre las manos. Siguió sollozando mientras escuchaba el arrullo de las palomas. Ese día durmió en el suelo con la ropa puesta. Los ojos los tenía hinchados y pequeños de tanto llorar. Al día siguiente se levantó con las manos sucias y el pelo enredado.

Cuando pasaron varias semanas de mañanas vacías y atardeceres oscuros, se dedicó a remendar todo lo que encontraba. Soltaba los falsos de los vestidos para volverlos a coser, hacía cojines de colores, quitaba los botones para volverlos a pegar, con la cuchilla arrancaba las cremalleras de las faldas más viejas para reutilizarlas. Pero ni el tiempo ni su nueva distracción llenaron la ausencia de sus muñecas. Por las noches se dormía abrazada a los centenares de cojines que adornaban su cama.

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Una tarde de diciembre fue hasta el cuarto que quedaba en el patio, donde guardaban todos los cachivaches. Buscaba el arbolito de Navidad y los animalitos del pesebre. Sacó las ruedas polvorientas del camión de su padre y las apoyó en el aljibe, también sacó las bicicletas con la cadena oxidada y los sillines ennegrecidos, las ollas con agujeros que utilizaban como macetas, las bolsas negras con ropas de los difuntos, el cántaro que llenaban con agua del aljibe, las tablas de las camas, los cabezales de hierro forjado, las mecedoras rotas, las latas de pintura seca, las brochas de pintar las rejas, las bacinillas de peltre desconchadas, los ventiladores de aspa con cagadas de ratones y zapatos rotos con la suela desgastada. En una bolsa verde amarrada con una cuerda estaba el árbol de Navidad. Siguió buscando las luces y los animales del nacimiento, que habían guardado en cajas de zapatos.

Abrió un escaparate, que en mejores años fue blanco, y allí encontró sus muñecas, apretujadas en el fondo.

Los ojos se le dilataron y le temblaron los labios. Las sacó con cuidado. Se espantó al ver que tenían la cara arrugada, estaban calvas y habían perdido las pestañas. A la vez se alegró porque conservaban la mirada diáfana y los labios serenos, igual a los de ella. Las metió en una ponchera con abundante jabón y les quitó la mugre con un estropajo, las secó con un trapo y las vistió con los antiguos trajes de flores. Esa noche durmió nuevamente con ellas. Se entregó de lleno a la costura, les hizo vestidos nuevos y pelucas de colores. Cuando jugaba con las muñecas, podía sentir su amor incondicional a las hijas que nunca tuvo.

Por Verónica Bolaños

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