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Mario Vargas Llosa, el último eslabón del boom latinoamericano 

El escritor Mario Vargas Llosa falleció en la noche de hoy, 13 de abril. Sin embargo, su obra estaba condenada, desde un principio, a permanecer mucho más que su cuerpo, inscrita para siempre en los anales de la literatura peruana junto con José María Arguedas y el Inca Garcilaso. 

Santiago Gómez Cubillos

13 de abril de 2025 - 08:30 p. m.
Fotografía de archivo del 28 de mayo de 2023 del escritor peruano Mario Vargas Llosa hablando en una conferencia de prensa, en la Universidad de Guadalajara (México).
Foto: EFE - Francisco Guasco
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Mario Vargas Llosa fue un escritor forjado por la venganza. Un hecho capital de su vida ocurrió cuando él no tenía más de 12 años y se enteró de que su padre, a quien hasta entonces había considerado muerto, no solo estaba vivo, sino que lo iba a conocer en ese momento en el Hotel de Turistas de Piura, una ciudad en el norte de Perú. La emoción de conocer al padre resucitado no le permitía concebir que con él llegaría un ciclón que desestabilizaría los pilares de su vida. Esa claridad vendría más adelante.  

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“El pez en el agua” (1993), el libro que intercala sus memorias de infancia con la historia de su entrada a la política, abre con este episodio. La elección no parece al azar, pues a lo largo de su relato el escritor se refiere a él como uno de los acontecimientos que lo empujó hacia el camino de la literatura. Su carrera como escritor, cuya cúspide lo llevaría hasta el Premio Nobel en 2010, quedó sellada desde la tarde de abril en la que conoció a Ernesto J. Vargas Maldonado, pero no precisamente porque su padre respaldara su carrera artística.  

“Es probable que sin el desprecio de mi progenitor por la literatura nunca hubiera perseverado yo de manera tan obstinada en lo que era entonces un juego, pero se iría convirtiendo en algo obsesivo y perentorio: una vocación. Si en esos años no hubiera sufrido tanto a su lado, y no hubiera sentido que aquello era lo que más podía decepcionarlo, probablemente no sería ahora un escritor”, escribió Vargas Llosa en su autobiografía.  

La venganza que gestó contra su padre no solo lo llevaría a convertirse en uno de los hombres más influyentes de la literatura latinoamericana, sino que lo conduciría por los caminos de la política peruana. Como Jano bifronte, Vargas Llosa fue construyendo su vida con la vista puesta en estos dos horizontes que, si bien parecían contrarios, jamás fueron excluyentes. 

Un largo camino literario 

Si bien el odio hacia su padre lo llevó a convertirse en escritor, el interés de Vargas Llosa por la literatura comenzó mucho antes de ese encuentro. Él mismo, en sus memorias, relató que su prematura pasión por la lectura fue la que impulsó su afán de artífice. “Recuerdo mis primeros garabatos de fabulador, que solían ser versitos, o prolongaciones y enmiendas de las historias que leía”, contó. En ese entonces, sus lectores se reducían su abuelo y a su madre, quienes celebraban la vivacidad con la que el niño recitaba de memoria los versos de Ramón de Campoamor y Rubén Darío.  

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Años más tarde, cuando ya había pasado por los tortuosos años de “perro” en el Liceo Leoncio Prado de Lima, el colegio militar al que entró impulsado por la convicción de su padre de que la instrucción castrense lo “haría hombre”, Vargas Llosa se volvió famoso por su habilidad para escribir cartas de amor. Sus compañeros recurrían a él, “siempre con discreción y algo de vergüenza”, para que los ayudara a poner en palabras su telaraña de sentimientos. Y más tarde, cuando ya se perfilaba como el escritor del batallón, hizo crecer su negocio vendiendo novelitas eróticas.  

Para él todo eso no era más que un juego que se pagaba con cigarrillos, pero más tarde lo reconocería como uno de los primeros pasos de su carrera. En 1951 escribió “La huida del Inca” su primera obra de teatro que se perdió en el tiempo después de que la presentara a un concurso convocado por el Ministerio de Educación de Perú. Cinco años más tarde, se publicó su primera antología de cuentos “Los jefes”, en la que ya se vislumbraban algunos de los temas y recursos que habría de explotar con sus novelas. Aunque, para Vargas Llosa, el valor de este primer salto hacia la literatura no radicó en su calidad artística, sino en la convicción de que había logrado consumar su venganza. 

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“Los seis cuentos de ‘Los jefes’ son un puñado de sobrevivientes de los muchos que escribí y rompí cuando era estudiante, en Lima, entre 1953 y 1957. No valen gran cosa, pero les tengo cariño porque me recuerdan esos años difíciles en los que, pese a que la literatura era lo que más me importaba en el mundo, no me pasaba por la cabeza que algún día sería, de veras, escritor”, expresó en un texto titulado “Autocrítica” y publicado en el diario español ABC, en 1979. 

Eso sí, fue durante esos primeros años donde alcanzó algunas de las obras que lo inmortalizarían en las letras hispanoamericanas. “La ciudad y los perros” (1961), un relato nacido de su propia experiencia durante los años que atendió al Liceo Leoncio Prado, sería calificada como “la mejor novela de lengua española desde ‘Don segundo sombra’” por el poeta español José María Valverde. “La Casa Verde”, publicada cinco años más tarde, le mereció el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, el Premio de la Crítica de Narrativa Castellana y el Premio Nacional de Cultura. Y “Conversación en la Catedral”, la famosa novela que gira en torno a la pregunta de en qué momento se había jodido Perú, fue defendida por Carlos Fuentes como “la única novela política de América Latina”.  

La entrada de Vargas Llosa en la literatura latinoamericana fue contundente. En los años venideros siguió explorando su faceta de novelista con títulos aclamados como “Lituma en los Andes” (1993) y “La fiesta del Chivo” (2000); volvió al teatro con obras como “La señorita de Tacna” (1981) y “El loco de los balcones” (1993); cultivó una amplia obra periodística recogida en tres volúmenes titulados “Contra viento y marea”; publicó más cuentos, siendo “Los cachorros” uno de los más famosos; y tuvo incursiones ensayísticas importantes en las que analizó las obras de autores como Rubén Darío, Arguedas, Flaubert, García Márquez, Victor Hugo, Onetti, Borges y muchos más. 

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Todo esto y más convenció a la academia sueca para que en 2010 le entregaran el premio Nobel de literatura, “por su cartografía de las estructuras de poder y sus imágenes agudas de la resistencia, la rebelión y la derrota del individuo”. Su discurso fue una mezcla entre autobiografía, análisis histórico y manifiesto político, más sobre todo, en honor al título del texto, “Elogio de la lectura y la ficción”, fue un recordatorio de lo importante que es la labor de los autores de literatura en el mundo. 

“Hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas generaciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio intelectual que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo mejor de lo humano. Para que no retrocedamos a la barbarie de la incomunicación y la vida no se reduzca al pragmatismo de los especialistas que ven las cosas en profundidad, pero ignoran lo que las rodea, precede y continúa”, declamó. 

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Este homenaje, a fuerza de enaltecer lo más representativo de su historia, podría volverse una seguidilla de premios, obras aclamadas e importantes aportes a la vida intelectual de América Latina, pero eso rápidamente desgastaría la paciencia del más estoico de los lectores. Por eso, basta recordar que, independientemente de los juicios, los gustos y las críticas, con la muerte de Mario Vargas Llosa se apaga la última voz que le dio a América Latina un nuevo lugar en el mundo.  

Por Santiago Gómez Cubillos

Periodista apasionado por los libros y la música. En El Magazín Cultural se especializa en el manejo de temas sobre literatura.@SantiagoGomez98sgomez@elespectador.com
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