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Ocho de la mañana. Llovió toda la madrugada. Todavía hay restos de lluvia en el aire. A esta hora el día está contenido y listo para propagarse. La casa está en un suspenso que aturde. Camino de un lado al otro: inundado de un vacío. Es una especie de trance que se da después del sueño.
Preparo té mientras vuelve el mundo a dibujarse como todos días. Ayer descubrí por azar una agrupación cuyo ritmo me permea y me sigue. Ellos son Mozart Heroes. Un dúo. Una constelación que no termina de expandirse. Una música que bulle como sangre salvaje.
Van de lo tierno a lo hostil, de lo blando a lo sólido. Mezclan la música clásica con canciones de rock y bandas sonoras del cine. Van de Mozart a Metallica, sin saltos, sin suspensiones. Es una sola sucesión de pasajes que se integran, que se encajan: todo el sueño y toda la vigilia en una canción donde la realidad se acompasa a un ritmo pleno.
Sus canciones son el gesto de una emoción montañosa: descendemos y luego nos lleva a cumbres monstruosas. Suena de fondo. La música es incandescente y se despliega por toda la casa. Termina la canción y me instala en una orfandad. Vacuo.
En este momento soy un poco dichoso porque el arte desconcierta y deslumbra. Algo en uno se detiene y se pone en marcha como un extraño mecanismo que sigue el ritmo convulsionado del mundo. Ambiciono ese ritmo, ese zumbido seco del tiempo. Necesito ese combustible tirano.
El día comienza expandirse como dinamita. Sucede que en las cosas va quedando algo de uno: una carga que se lleva por días. ¿Cuánto de nosotros queda en mundo apagándose poco a poco? La mañana está recién hecha. No hay respuestas. Hoy se puede vivir sin casi todo.