Escribir una novela sobre Jaime Garzón no estaba en los planes de Juan Carlos Pérez. No era una idea que hubiera perseguido ni un reto que quisiera imponerse por iniciativa propia. Para él, eso exigía algo más que talento: consenso. “Había que poner de acuerdo a mucha gente, contar con mucha gente”, recuerda, consciente de que se trataba de una historia “delicadísima”, porque todos los personajes seguían vivos. Todos, menos su protagonista.
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La idea llevaba años rondando la cabeza de Fernando Gaitán, pero solo podía concretarse si se llegaba a un acuerdo con RTI, que conservaba los derechos del material más valioso sobre Garzón. RCN propuso a Pérez como libretista, mientras que RTI lanzó su propia carta: Gustavo Bolívar. Finalmente, fue Pérez quien quedó al frente del proyecto.
Tener el respaldo del canal representaba para él cierta tranquilidad en el proceso de investigación y escritura. “RCN llegó a un acuerdo con dos de los tres hermanos de Jaime —Alfredo y Jorge—, pues Marisol no quiso hacer parte de ese convenio”, cuenta. También se logró un acuerdo con la Tuti, la mujer con quien Garzón compartió gran parte de su vida.
El referente, la vara con la que Pérez intentó medir el equilibrio de su trabajo, fue La Pola, la novela que el mismo canal estrenó en 2010. “Ahí también tenía un compromiso, pero pues en La Pola todos están muertos, o sea, a nadie le consta”, dice. Aun así, nada lo eximió de una investigación que le tomó cerca de cinco años ni de haberse “echado de enemigos a la mitad de los historiadores” que vieron la producción.
Contando a sus parejas, los presidentes que lo conocieron, las personas que trabajaron con él, los periodistas y los amigos, fueron más de cien entrevistas. Con toda esa información, el escritor tuvo que contrastar versiones, atar cabos y, a partir de ahí, construir lo que quería contar. “Yo sabía que eso me iba a resolver una parte de la historia, pero no toda”.
El arte de ficcionar
Cuando se dice que una historia basada en hechos reales incluye elementos de ficción, Pérez supone que muchos creen que el escritor se siente más inteligente que la vida en sí y la modifica para volverla emocionante. “Yo nunca trataría de cambiar cosas que constan, porque si estoy haciendo una historia —ya sea medianamente reciente o antigua— me genera un respeto inmenso”. La parte de ficción, en todo caso, depende de la responsabilidad con la que el autor asume el trabajo.
El abogado Fredy Forero, asesor externo en propiedad intelectual de la Subgerencia Cultura - Banco de la República explica que siempre que se producen obras literarias o artísticas basadas en hechos reales surge una pugna entre los derechos del creador —por su libertad de expresión— y los derechos de los terceros que se ven retratados o reflejados en ellas, y plantea la pregunta: ¿cuándo la libertad de expresión es plena?
“Cuando tú estás produciendo una obra literaria o artística basada en hechos históricos, tienes plena libertad para fijar una posición o un enfoque y ahí no vas a tener ningún problema”, explica. “Por ejemplo, puedes hacer una película sobre el Día D en la que muestres a los soldados norteamericanos como héroes, o una sobre ese mismo hecho, el desembarco en Normandía, pero desde la perspectiva de un soldado alemán que quizá no apoyaba la dictadura de ese momento, pero estaba ahí porque el servicio era obligatorio”.
Entonces, ¿en dónde empiezan los inconvenientes? “Cuando ya no estás hablando, por ejemplo, de cómo se vio una guerra, sino de Pepito Pérez, que participó en esa coyuntura. ¿Por qué? Porque Pepito Pérez tiene derechos: no ser difamado, protección al buen nombre”.
El abogado Forero amplía la explicación jurídica. En Colombia, dice, existen los llamados atributos de la personalidad. Es decir, con el solo hecho de nacer, una persona adquiere ciertas prerrogativas: la capacidad jurídica, la nacionalidad, el nombre. “No es simplemente lo que aparece en tu registro civil o tu cédula; el nombre es esa etiqueta con la que tú, como individuo, eres visto e identificado dentro de tu comunidad, dentro del país o incluso internacionalmente. Por eso tiene un grado de protección mayor, y la protección del buen nombre se ha elevado a nivel constitucional”, precisa.
Por eso, para curarse en salud, RCN reemplazó los nombres reales en la novela. Fue una decisión que a Pérez le costó aceptar. “Entonces, era Jaime Garzón y un poco de gente ahí con nombres rarísimos”, recuerda.
El escritor considera que el atractivo de las historias no radica solo en los hechos o los nombres, sino en la posibilidad de dotar a los personajes de humanidad. Lo compara con el interés que despiertan series o relatos históricos como The Crown y las narraciones sobre la Segunda Guerra Mundial. “Ahí te cuentan los datos, los números, los lugares, pero si uno quiere imaginar qué estaba sintiendo alguien como Hitler, que no consta en ninguna parte, tiene que hacerlo a partir de lo poco que se sabe: cómo miraba, cómo respiraba, qué tan duro hablaba. Entonces ahí es donde uno le da el lado humano a la historia”, explica.
“Aquí hay que construir puentes entre una cosa y otra. ¿Cómo los armo yo? No con lo que se me ocurra para que sea más chévere o espectacular, sino que trato de imaginar el camino más coherente.” A eso, dice él, se le llama ficcionar: porque a nadie le consta, porque ningún testigo puede decir exactamente qué ocurrió en ese espacio vacío.
No obstante, luego de que la novela saliera al aire, Marisol Garzón anunció en una rueda de prensa acciones legales contra el canal por “competencia desleal y usurpación de la marca Jaime Garzón Forero”, y algunas voces externas señalaron errores cronológicos y una visión del personaje “misógina y alejada de la verdad”.
“Jaime tenía tantas versiones, que lo que había que hacer como escritor, como creador, era entender. Desde mi punto de vista, Jaime no era mujeriego, sino enamoradizo. Y eso es una diferencia fundamental. Yo soy enamoradizo”, confiesa Pérez. “En mi buena época me enamoraba tres veces por semana, pero eso no me hacía mujeriego. Como entendía esa diferencia, traté de reflejarla en él”.
Esa búsqueda de matices, dice, también tiene que ver con la necesidad de que se respete el trabajo de los escritores audiovisuales. “Yo te lo juro: si el guionista fuera Gabriel García Márquez o Juan Gabriel Vázquez o alguno de nuestros grandes escritores, nadie los acusaría de nada. Dirían: ‘Son escritores serios’. Pero a nosotros no se nos da ese valor”.
“La confesión es la reina de las pruebas”
Cuando Gustavo Bolívar escribió Tres Caínes —serie sobre los hermanos Castaño y la historia del paramilitarismo en Colombia—, ya había trabajado con abundante material judicial y de prensa, en especial los expedientes de Justicia y Paz. Su método, explicaba, se sostenía en documentos y confesiones: “Cuando hay confesiones, el escritor tiene un respaldo mucho más amplio. La confesión es la reina de las pruebas”, asegura.
A partir de esos relatos —que los paramilitares entregaban a cambio de rebajas de pena—, Bolívar y su equipo construyeron las tramas, intentando equilibrar el rigor documental con los recursos propios de la ficción. “Nosotros tomábamos licencias solo en lo que no afectaba los procesos jurídicos. Si no había una condena, si nadie podía probar un hecho, ahí uno tenía que ficcionar sin alterar las verdades”, recuerda.
Así crearon escenas como la infancia de Castaño en Amalfi y los rasgos que anticipaban su personalidad adulta: “Uno sabe que él llegó a ser un gran conquistador de mujeres, entonces uno le pone su noviecita, pero ya son cosas que nadie le puede a uno contar. Es lo que yo llamo una hipotética ficción“.
Bolívar siempre tuvo presente una jurisprudencia que lo marcó desde los años 90, cuando escribió el libro El Cacique y la reina: la verdad sobre la muerte de Doris Adriana Niño. En ese momento, los abogados del cantante interpusieron una tutela por vulneración del buen nombre, “Nosotros la respondimos, pero ahí se sentó una jurisprudencia”. Según cuenta, durante ese proceso legal, el magistrado dijo que “No son los escritores ni los periodistas los que denigran el buen nombre de las personas, sino las mismas personas con sus actos”.
Esa frontera entre realidad y ficción también se desplazó hacia la estructura industrial del audiovisual. Según Bolívar, muchos canales se blindan legalmente adquiriendo los derechos de libros ya publicados: “Dicen ‘esta historia está basada en tal libro’, y entonces compran los derechos. Así la responsabilidad recae en el autor del libro, no en el canal”. Esa dinámica, añadía, convierte al escritor en el primer eslabón vulnerable de la cadena legal.
Esa frase se convirtió en una especie de guía ética y jurídica para su trabajo. “Si un tipo se vuelve matón, si un tipo se vuelve corrupto, no es culpa del escritor ni del periodista; es culpa de él por volverse así”. Aun así, advertía que la línea legal era delicada. Con Tres Caínes —una serie que retrató la crudeza del paramilitarismo—, Bolívar tuvo que enfrentar reclamos de las víctimas, que consideraban el relato demasiado violento: escenas que mostraban una cadena en donde colgaban a la gente de un árbol (y que luego bajaban para que los cocodrilos), o los hornos crematorios. “Me decían que era muy fuerte, y sí, porque la realidad lo era. Pero también entendí su posición y le bajé el tono en algunos capítulos”.
Su experiencia con demandas y tutelas lo llevó a reflexionar durante varios años sobre los límites entre la libertad de creación y la responsabilidad jurídica en su trabajo. “Si yo en una serie digo que alguien es asesino y no tengo una sentencia que lo pruebe, es muy peligroso. Por eso se empezaron a cambiar los nombres: no decíamos Uribe, sino cualquier otro sujeto; no Santofimio sino el Santo. Uno quiere decir lo que la convicción íntima le dicta, pero sin prueba ni fallo, hay que cambiar el nombre”.
E ilustra el argumento, por supuesto, con uno de los episodios más recientes en el panorama político del país: “Cuando condenaron a Uribe, la gente aprovechó para decirle, asesino, pero ya no, ya lo absolvieron, ¿me entiendes? Hay que volver a frenar. O sea, uno no tiene que estar trasegando la línea jurídica“.
Según explicó el abogado Forero, es posible publicar obras en las que se identifique por nombre a una persona y se hagan afirmaciones —como decir que es mentirosa, infiel, corrupta o que tiene vínculos con grupos ilegales— siempre que se cumplan tres condiciones: tener plena certeza de lo que se dice, que el lenguaje utilizado para denunciar o criticar sea moderado, y no vulnerar de manera injustificada la vida íntima de la persona. En caso contrario, podría incurrirse en delitos de injuria o calumnia. Incluso si lo dicho es cierto, un lenguaje demasiado fuerte puede considerarse una afectación a la dignidad humana.
El abogado también aclaró que aquí entra en juego la diferencia entre verdad procesal y verdad material u objetiva. Si un hecho ha sido probado en un proceso judicial, se puede retratar en obras sin problema. Pero si no hay forma de probarlo, lo recomendable es no incluirlo en la producción audiovisual o literaria.
“Por ejemplo, en el caso O. J. Simpson, muchos afirman que él cometió el crimen, pero tuvo una muy buena defensa y fue exonerado. Se podría decir que la verdad material es que sí asesinó, y la verdad procesal es que no lo hizo. Pero, en ese caso, tiene más peso lo que ocurrió en el proceso y no podrías hacer una película mostrando lo contrario”, comenta.
“Cuando decides lanzar un producto al aire, significa que tienes la capacidad de defenderlo hasta el final: cada frase, cada imagen, cada elemento debe tener un motivo, una intención clara”, dice Juan Carlos Pérez.
Después de 15 años de La Pola al aire y siete años después del lanzamiento de Garzón Vive, asegura sentirse muy orgulloso de sus obras: “si tuviera que escribir de nuevo, lo haría exactamente igual, sin cambiar nada, porque me parece un trabajo hecho a conciencia del que me siento muy orgulloso”.
A Bolívar, por su parte, el caso de Tres Caínes —como en otras de sus obras— le mostró que la ficción inspirada en hechos cumple una función, incluso cuando resulta incómoda: “Contar la historia en caliente, mientras los protagonistas todavía viven, le da un valor enorme a lo que hacemos. Dentro de cincuenta años, cuando alguien quiera saber cómo era la Colombia de los años 90 o del 2000, encontrará esas series, esos testimonios. Son una parte de nuestra memoria”, afirma.
Para ambos escritores, la mayor ganancia no está solo en el reconocimiento de sus obras, sino en que un público crítico se involucre en ellas. Que los espectadores sean capaces de cuestionar, debatir e, incluso, investigar por cuenta propia. Porque es en esa interacción que se refuerza la capacidad del creador, se asume la responsabilidad de lo que se cuenta y se entiende el peso de una obra que excede el simple entretenimiento.