No hay posibilidad de zafar: el virus somos nosotros (Crónica)
Crónica sobre los días en los que Ernesto Mallo fue internado en una clínica de Cataluña por coronavirus.
G Jaramillo Rojas
El pasado 27 de marzo, Ernesto Mallo, escritor argentino radicado en Cataluña, escribió en su muro de Facebook: “Desde el lunes estoy internado en la clínica Diagonal de Barcelona a causa del coronavirus. Afortunadamente, parece que el periodo crítico ya pasó. Los trabajadores de limpieza, enfermeras y enfermeros y personal de apoyo son chicos menores de treinta años. Hacen su trabajo profesional, eficientemente, con alegría y afecto. Trabajan de sol a sol con menos recursos que lo imprescindible, seguramente por un salario de mierda. Estos son héroes, no los de Marvel o los jugadores de fútbol. La sociedad está contrayendo una enorme deuda con ellos, que espero salde cuando haya pasado el susto. El 99 % de ellos son latinoamericanos: peruanos, colombianos, cubanos, argentinos, dominicanos y mexicanos, entre otros. Esto debería servir para que los antiinmigrantes cierren sus inmundas bocas para siempre”.
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El pasado 27 de marzo, Ernesto Mallo, escritor argentino radicado en Cataluña, escribió en su muro de Facebook: “Desde el lunes estoy internado en la clínica Diagonal de Barcelona a causa del coronavirus. Afortunadamente, parece que el periodo crítico ya pasó. Los trabajadores de limpieza, enfermeras y enfermeros y personal de apoyo son chicos menores de treinta años. Hacen su trabajo profesional, eficientemente, con alegría y afecto. Trabajan de sol a sol con menos recursos que lo imprescindible, seguramente por un salario de mierda. Estos son héroes, no los de Marvel o los jugadores de fútbol. La sociedad está contrayendo una enorme deuda con ellos, que espero salde cuando haya pasado el susto. El 99 % de ellos son latinoamericanos: peruanos, colombianos, cubanos, argentinos, dominicanos y mexicanos, entre otros. Esto debería servir para que los antiinmigrantes cierren sus inmundas bocas para siempre”.
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Ernesto Mallo, completamente separado del mundo, suspira y publica. Durante los días de confinamiento clínico apenas veía a una persona durante cuatro o cinco minutos, cada ocho horas. Las visitas, aunque para aseo, alimentación, suministro farmacéutico, seguimiento epidemiológico, etc., eran momentos felices: latinoamericanos lo saludaban, lo hacían reír, le daban ánimo. Después, con la puerta cerrada, la vuelta al vacío. Él y el virus. Ni siquiera frente a frente, sino uno dentro del otro. Sin la menor posibilidad de nada. Una soledad extrañamente acompañada que, caprichosa, solo se manifestaba con tos, fiebre o severas crisis respiratorias. Pronto, el post quedó en el olvido de la web: 669 personas reaccionaron, 364 comentaron y 130 compartieron.
La primera vez que Ernesto Mallo oyó la palabra “coronavirus” fue en diciembre. Enseguida, supo que en China estaba pasando algo que no era algo simple, sino que era el indicio de algo muy serio y, por tanto, mucho más grande. La razón esencial: lo más peligroso de una enfermedad no es que mate, todas lo hacen si no hay un control; lo más peligroso es, sin lugar a duda, que una enfermedad tenga la virtud de propagarse tan rápido como si se tratara de un estúpido post de Facebook. Estaba en Milán, ciudad que adora, haciendo una escala para volver a Barcelona, sin llegar a imaginar que un par de meses después, tanto Italia como España, estarían resignados a transitar un largo y doloroso camino alrededor de esa palabra. Un camino que lo incluiría a él como una simple estadística, por suerte favorable, porque a sus 71 años el más mínimo desfase de salud puede ser fatal.
—Zafé —dice.
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El coronavirus colonizó la humanidad de Ernesto por su esposa. Entre las idas y vueltas, reuniones, conferencias y patrullajes, en el marco de una pandemia tan intimidante como el apocalipsis, la señora, comisaria de policía, un día, simplemente tosió y en veinticuatro horas desarrolló los síntomas, uno a uno, con un orden inusitado, como si se tratara de una breve ecuación aritmética. Ernesto, primero aisló a su esposa y, de a poco, empezó a aislarse él. Sabía que la contaminación era inminente.
Cuando tosió por primera vez no esperó a nada. Salió corriendo para urgencias. Le dijo al médico: “Tengo coronavirus”. Una prueba, respaldada por muestras de sangre y orina, lo certificó. De ahí en adelante la soledad, las inyecciones, los antibióticos impronunciables y una intolerable amargura en la boca. Asegura que lo extraño de la infección es que no produce síntomas muy violentos y que, a su vez, tampoco genera demasiadas dificultades: “El problema medular es que tiene una capacidad de mutación excepcional: pasa como algo normal, silencioso, como pasan las cosas en cualquier ciudad. Una chispa de fuego puede prender un edificio y, después, el barrio entero. Estamos hacinados y esa es la enfermedad que deberíamos empezar a revisar”.
Para Ernesto, lo más complicado de todo lo que pasa, aquello que hará mella en la conciencia de cada individuo, aquello que determinará la sociedad planetaria cuando el virus esté doblegado —cosa que es imposible que no pase— es eso que es absolutamente irrevocable, y tal vez la vacuna más infalible es el aislamiento. Tanto tiempo a solas, encerrados en nosotros mismos, es una calamidad que fácilmente puede convertirse en tragedia por la sencilla razón de que somos seres sociales. El mundo para, sí, pero la cabeza de las personas no deja de funcionar y, por el contrario, si los cuerpos permanecen en reposo, la tendencia natural del cerebro es acelerar hasta el fondo.
—De la mente nadie zafa —concluye.
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Ernesto piensa que las autoridades españolas tardaron mucho en reaccionar. No hay otra forma de decirlo: se durmieron. Lo subestimaron todo. Por suerte, muchos países latinoamericanos han sabido leer bien los errores de Europa y están tomando las medidas correctas: “Idiotas como Trump, Bolsonaro y Piñera están perdiendo tiempo y así, en las próximas semanas, decenas de miles de vidas. Unos criminales. Nadie sabe a qué atenerse, y menos con líderes ineptos, agradezco que Alberto Fernández esté al frente de Argentina. Con Macri estaríamos todos muertos”.
El 1° de abril, diez días después de internarse, Ernesto fue dado de alta. Es un sobreviviente, más que nada por su edad. Su voz telefónica es débil, se quiebra, tose innumerables veces. Una pertinaz agitación hormiguea sus palabras. Sugiero interrumpir la conversación, pero se niega rotundamente: “Realmente de lo que más me interesa hablar no es de lo que pasé con el virus; lo que capta toda mi atención es la cantidad de cambios que se vienen encima y las cosas que nunca estuvieron ocultas, pero sí retiradas de la agenda política mundial: la espantosa desigualdad social, la odiosa concentración de capitales, el consumo y el turismo desenfrenados. Veo dos alternativas, dos escenarios posibles: o se va todo al carajo porque los poderes fácticos se cierran más y, utilizando el shock de la pandemia, toman medidas más restrictivas y se dedican a recortar libertades y aumentar las brechas humanas, o se dan cuenta de que deben liderar una redistribución de la riqueza. El medio ambiente se está regularizando a sí mismo y nosotros no importamos: el planeta ya no da. Cuando nos muramos intoxicados por nuestra propia mierda el mundo volverá a ser ese lugar maravilloso que alguna vez fue. El virus somos nosotros. No hay posibilidad de zafar”.