Capítulo Tres
Los tiempos del demonio
Ya en el Seminario, el padre Benito me pidió que le sirviera de acólito en la misa de siete.
P.B. “Si es que ya se siente bien”.
P.A. “Por supuesto, su eminencia, a las seis y cuarenta y cinco en punto estaré en la capilla para lo que usted requiera”.
P.B. “Mejor en media hora, Novicio, o sea, a las seis y media. Lo espero en mi habitación”.
Hice un gesto de comprender al pie de la letra sus órdenes, como si fuera un soldado, di una media vuelta muy marcial y fui a mi cuarto a cambiarme. A las en punto de las seis y media estaba tocando a la puerta del Padre Benito, que me abrió y me hizo señas para que siguiera.
P.B. “Le voy a mostrar algo muy importante, Novicio, por si acaso vuelven los tiempos del demonio”.
Me guió hacia una especie de estudio dentro de su habitación, con muebles empotrados a la pared y libros en latín, en italiano, en inglés y español. Todos los que alcancé a ver, religiosos. Varias Biblias, textos de Santo Tomás de Aquino, de San Agustín de Ipona, algunas versiones de los Nuevos Testamentos en diferentes idiomas, la vida de José María Escribá de Balaguer, diccionarios de la Real Academia de la Lengua Española, un tomo grueso y empastado en cuero viejo sobre Santa Teresa de Jesús, o de ella, no lo logré descifrar, biografías de algunos papas y encíclicas, y en un rincón, como dejada al azar, una pluma con dibujos precolombinos como la que acababa de ver en la cartera de la señora Sandoval. Me sobresalté, pero luego pensé que era una simple casualidad.
En una vitrina, bajo llave, logré vislumbrar otros libros, pero no alcancé a ver de quiénes eran y mucho menos de qué se trataban. Deduje que eran los libros prohibidos del Padre Benito, porque en los pasillos se hablaba a menudo de los textos “non sanctos" de los religiosos. Era un tema recurrente, y a la vez, emocionante. Alguna vez uno de los padres profesores, el sacerdote Dávila, me dijo que el Padre Benito tenía una biblioteca prohibida en un estudio aledaño a su cuarto, y que cargaba las llaves del armario siempre consigo. Dávila estaba por terminar el bachillerato y solía decir que cuando se ordenara, estudiaría literatura, o algo por el estilo. Tenía la cabeza llena de libros y autores maravillosos y de historias fascinantes por descubrir. O eso decía.
El padre Benito era un hombre reverenciado. Cuando llegaba a cualquier lado, contaba Dávila, había que guardar absoluto silencio, escucharlo hablar sobre el pecado, el Paraíso, Dios y el demonio, y entrar en una especie de trance con olor a santidad. Jamás se le podía contradecir, y menos hacerle preguntas. Le servían vino y galletas con caviar y lo llamaban “Excelencia”. Pocos días antes de que Dávila se graduara, fue una tarde a verlo a su habitación, con la excusa de una investigación sobre arte prohibido en el Renacimiento. Cualquier cosa que lo llevara al tema. El padre le dio una interminable lección sobre el arte y el Renacimiento, y le dijo, en tono de revelación, que las prohibiciones eran designios del señor. Dávila le ofreció de un licor que, le dijo, le había mandado su madre. En realidad era un somnífero que le había preparado una amiga.
Mientras él se dormía, Dávila hablaba en voz alta para que nadie sospechara, hasta que “Su Excelencia” se derrumbó. Entonces lo acomodó en su sillón de enviado de Dios, tomó las llaves y abrió su biblioteca, diez repisas que contendrían, a lo sumo, 100 libros y unos cuantos fólderes más que no había previsto. Allí, ante Dávila, estaban guardados cientos de secretos, pecados, infiernos, que el padre había escondido por “designios divinos”, y porque esos designios habían determinado lo que se puede y lo que no se puede leer, lo que se debe ver y aquello que es un atentado contra el espíritu, contra la verdad, el camino y Dios. Por los estantes desfilaban Schopenhauer, Nietzsche, Spinoza, Dostoievski, Joyce, Cioran, Cortázar, Saramago, Borges y García Márquez y unas decenas más. Unos, porque mataron a Dios. Otros, porque lo invocaron erradamente. Unos más, porque maltrataban el lenguaje que Él les había legado. Y otros, porque osaron ignorarlo. Los libros se veían bastante viejos, gastados, leídos. Algunos, incluso, estaban subrayados. La verdad es que Dávila se habría quedado toda la vida allí para tocarlos, para leerlos y escudriñarlos. Para vigilarlos. Pero sintió que ya habían transcurrido varias horas. Era de noche. Antes de irse, por no dejar, abrió uno de los legajos, el primero de la última fila. Sacó una hoja que estaba repleta de nombres. A cada nombre lo seguía una pequeña descripción. Al final estaba escrito el nombre de la madre de Dávila, Alma Durán. “Su único hijo no es de su esposo”, explicaba.
La historia y las palabras del padre Dávila retumbaban en mí como martillazos en la medida en que recorría aquel cuarto, y se convirtieron en un eco infinito que me repetía lo mismo, “Su único hijo no es de su esposo, su único hijo no es de su esposo”. Allí, tras aquellos simples vidrios biselados que veía como si estuviera embrujado, estaban los secretos de gran parte de la ciudad, los pecados, las culpas, las redenciones. Todo. Traté de retrasarme un poco para intentar ver algo más, o para abrir alguna de aquellas puertas, pero el padre Benito al ver mi demora también se detuvo y dio media vuelta.
“Lo prohibido es prohibido por designios divinos”, me dijo, repasando con su mirada el mueble con los vidrios biselados, mis manos y mis ojos. Dios dos pasos hacia donde yo estaba, y casi en secreto me susurró al oído
P.B. “Todos los secretos tienen un precio en el reino de los cielos, una razón de ser y unas consecuencias, Novicio Andrés, y muchos de nuestros fieles han sido enterrados por sus secretos, y algunos, con sus secretos”.
Hizo una mueca, emitió un gemido, se retiró un poco, dejó la Biblia que llevaba entre sus manos en una mesita, sacó del bolsillo de su sotana unas llaves amarradas a otras llaves, amarradas a su vez a un llavero amarrado a su cinturón, eligió una, abrió la puerta de uno de los estantes y sacó una antigua Biblia. Pasó unas hojas y se detuvo en una. Leyó:
P.B. “Deuteronomio 29:29. Las cosas secretas pertenecen al Señor nuestro Dios, mas las cosas reveladas nos pertenecen a nosotros y a nuestros hijos para siempre, a fin de que guardemos todas las palabras de esta ley”.
Mientras cerraba la Biblia, la guardaba en el lugar del que la había extraído y le ponía llave a la puertecita, seguía hablando.
P.B. “Y la ley, esta ley de la que hablan en el Deuteronomio, somos nosotros, Novicio Andrés. Nosotros, los representantes en la tierra del señor nuestro Dios, cuidamos esa ley y velamos por ella. Usted, sí, usted y yo y todos los que estamos en este seminario, aunque unos más, como yo, y otros menos, como usted, somos la ley y guardamos los secretos que le pertenecen al Señor y que se nos confían. Creamos, redactamos, sentenciamos y ejecutamos la ley de Dios, Novicio, siempre, desde los siglos de los siglos desde la venida del Señor, según sus designios, que son Divinos, como usted lo sabe muy bien. Por lo tanto, los secretos que pasan por nosotros como conductos para llegar a Él, regresan a nosotros, bendecidos, para que los administremos”.
Apenas terminó de hablar, el padre Benito se dio la bendición tres veces y dijo “Amén”, y repitió, “Amén”, cuando notó que yo no había musitado una sola palabra. Entonces dije, le dije “Amén”, como un autómata que acababa de ser condenado a la quinta paila del infierno. Y lo repetí, “Amén”, “Amén”, Amén”, en parte para que no le quedaran dudas al padre Benito de mi fe, en parte para convencerme de que por la vía de nuestro Señor, y de alguna manera, aunque fuera mínima, yo era depositario de los secretos de los feligreses, y por lo mismo, su juez.
Después de los Amén y del sermón de lo prohibido, el padre Benito me invitó a que yo siguiera delante de él. Caminamos diez pasos y ante una puerta me hizo señas de que la abriera, encendió una luz y bajamos por una escalera de madera que crujía con cada una de nuestras pisadas. Llegamos a una pequeña sala con dos sofás y una mesa de centro, y continuamos por otro pasillo, y luego, por otro más, y subimos unas escaleras y llegamos a un patio, y del patio salimos a la calle.
P.B. “Por si vuelven los tiempos del demonio, Novicio”.
N.A. “¿Los tiempos del demonio?”
P.B. “Sí, los tiempos del demonio, que hace años volvieron loca a la gente y se metieron en todas partes y rompieron vitrinas, y violaron a las mujeres y se robaron lo que hallaron. Los tiempos del demonio, cuando se ataviaron de machetes y pistolas, y sin respetar a Dios ni a los santos, entraron en este Seminario, nos golpearon y se llevaron los instrumentos del Señor”.
N.A. “Usted estaba acá”.
P.B. “Sí, claro, yo estaba acá, era un novicio, como usted, más joven, incluso. Terminaba de alistar las cosas para la misa de nueve en la mañana, vestido con una túnica blanca, con las manos muy limpias, recién afeitado. Servía el vino de la eucaristía en el cáliz del Señor, cuando oí unas puertas que se abrían con violencia, y luego oí gritos que no lograba entender. Pensé que estaba temblando, pero no vi que se moviera nada. Los candelabros estaban en su sitio, perfectos, y las lámparas también. Después pensé que había ocurrido un accidente mortal en la Séptima, pero no alcance a cerciorarme de nada, porque con los gritos llegaron unos tipos mal vestidos, con pañuelos en el cuello, los pantalones rotos, sucios, empuñando palos y machetes, y cuando quise salir a esconderme, ya habían entrado en la capilla. Eran unos bárbaros”.
P.A. “Cuántos”.
P.B. “No sé, diez, quince, muchos. Unos agarraron por los pasillos y reventaron los cuadros de la pasión de Cristo. Otros se metieron por el centro, hasta llegar al altar. El jefe, supongo que era el jefe, me dijo que me apartara si no quería acabar reventado en mil pedazos y hecho cenizas. A los gritos, habló con otro de los facinerosos, que le dio una antorcha encendida. Caminó hacia el altar, se tomó el vino del cáliz, se comió a manotadas las hostias, le dio una orden a su secuaz, y cuando el secuaz echó gasolina, arrojó la antorcha y soltó un montón de carcajadas”.
N.A. “Y usted…”
P.B. “Yo salí a correr hacia el cuarto donde se cambiaba el cura superior, como un estúpido, porque ahí no tenía escapatoria. Cerré la puerta, pero los demonios esos la echaron abajo y me vieron como estaba, acurrucado, detrás de una poltrona. Me levantaron en vilo, me sacaron a la capilla y me arrastraron hasta la puerta de la entrada y me lanzaron escaleras abajo”.
Me gustó la frase de los tiempos del demonio, pero no le comenté nada al padre Benito, no lo creí prudente. Supuse que se iba a molestar. Que iba a pensar que yo me estaba burlando de su dolor, que debió ser terrible, de aquel día, de lo que pasó con sus compañeros, con los otros novicios y la gente que estaba en el seminario. Le pregunté por ellos.
P.B. “Todo fue muy rápido. Yo escuchaba gritos y gemidos por todos lados, y veía que golpeaban a algunos y que otros aterrizaban justo a mi lado. No sabíamos qué hacer. Con el tiempo comprendí que uno no está educado para la violencia, y por lo mismo, uno no tiene ni idea de cómo reaccionar ante la barbarie. Yo alcancé a oír a algunos de los seminaristas rezando. O eso fue lo que me pareció. Yo mismo recé, en silencio, pero recé. La oración era nuestra única arma. Estábamos convencidos de que por medio de ella, el Señor que todo lo puede iba a salvarnos, y en efecto, nos salvó, porque los hampones se largaron al poco tiempo de haber irrumpido y nos dejaron vivos. Eso era lo que importaba, que no nos mataran. Una o dos horas después, cuando empezamos a repasar lo que había ocurrido e hicimos el inventario de los heridos y de lo que se habían robado, nos dimos cuenta de que la habíamos sacado barata. Más allá de unos golpes, del incendio, de los cuadros rotos y de una que otra alhaja perdida, no hubo mayores tragedias. El señor nos escuchó, Novicio Andrés”.
N.A. “Bendito sea, sí. ¿Y supieron quiénes fueron o por qué hicieron lo que hicieron?
P.B. “Vandalismo, nada más que vandalismo, gente alejada de Dios, que no sabe qué hacer con sus vidas, y cree que en la casa del Señor hay dinero, joyas, no sé, falta de bondad, de amor por el prójimo. En eso hemos fallado, Novicio Andrés, tenemos que trabajar muy duro para llevar la palabra del Señor a todos los rincones de este país. Y del mundo, si me apuran”.
N.A. “¿Y se metieron a su habitación, o a la biblioteca, o se llevaron algo importante?”
P.B. “En aquellos tiempos yo vivía en una celda como la suya, no tenía nada importante. Y de la biblioteca, no creo”.
N:A. “¿No cree?”
P.B. “Bah, vinieron unos investigadores, por ahí hay un informe. Yo nunca lo vi. De cualquier manera, nunca oí que se hubieran robado algo valioso, aunque todo era muy diferente antes”.
N.A. “¿Antes cuándo?”
P.B. “Ja, usted parece un detective, Novicio Andrés. Eso fue hace como 15 años, a mediados de los 60, y los tipos, los bárbaros esos, los ladrones, venían de las tierras de la violencia, por el Tolima y el Huila. Eso fue lo que nos explicaron. Y ya, caso cerrado”.
Mientras regresábamos al Seminario, yo pensaba en los tiempos del demonio y en la biblioteca del padre Superior, en el padre Benito y en los documentos de los que me había hablado el padre Dávila. Y todo se me mezclaba. Y de todo sospechaba. De los libros y los documentos surgían los rostros de los dos sacerdotes, y de sus rostros surgían palabras que estaban escritos en los libros, y de algunas palabras surgían prohibiciones, y de aquellas prohibiciones se deslizaban Vanessa y la señora Sandoval, que me llevaron a una sola palabra y a un solo concepto: pecado. Bajé la mirada para que el padre Benito no notara mi turbación. Igual, me preguntó qué me pasaba. Le dije que nada,
P.A. “Es que es muy difícil de asimilar todo lo que me contó, padre, es difícil entender cuánta maldad puede anidarse en un solo ser humano”.
P.B. “Lo peor es la impotencia, mi querido Novicio. Saber que nadie podrá hacer nada para cambiar a aquellos tipos, y que así como vinieron acá por nosotros y nos dejaron marcados para siempre, así mismo habrán ido a otros lugares y habrán dejado marcada a tanta gente, que en últimas, tendrá toda la razón en preguntarse por qué Dios lo permitió, por qué nuestro Señor no estaba con ellos, por qué no los salvó de aquella plaga. Esa es la pregunta más recurrente que me hacen, y es difícil responderla. Es complejo hacerle entender a alguien lleno de dolor que Dios es inescrutable y sus decisiones están más allá de nuestra vil y terrenal comprensión”.
P.A. “¿Lo están?”
Nos detuvimos en el penúltimo escalón de la larga escalera que llevaba a la puerta principal del Seminario. El padre Benito me miró con ojos de interrogante, que luego fueron ojos de incredulidad, y más tarde, ojos de indignación. Antes de que empezara a hablar, que seguramente no iba a ser hablar, sino insultar, le dije que yo sólo quería conversar
P.A. “Conversar sin tomar partido, sin dejarme llevar por la pasión, por la fe, y sin que usted considere que estoy pecando por el simple hecho de preguntar. Somos humanos, padre, muy humanos, demasiado, como decía un filósofo…”
P.B. “Y ya estamos con Nietzsche, Dios ha muerto y todas sus babosadas, y ya estamos con usted repitiendo sus tonterías”.
P.A. “No, excelencia, Nietzsche no tiene nada que ver acá, si yo ni siquiera lo he leído. Lo cité porque recordé que alguien lo citó alguna vez y decía eso, que todo es humano, demasiado humano, nada más, y de alguna manera es cierto, y yo soy humano, padre, y tengo dudas, como usted, aunque las niegue, o aunque me las niegue a mí. Dudamos todo el tiempo, todas las noches, y eso no quiere decir que seamos peores personas, o miserables en nuestra misión”.
P.B. “Yo no tengo dudas, Novicio. Si las tuviera, no estaría acá, no sería el padre superior de esta orden y del seminario, no hablaría con Dios ante todos ustedes y todos los días, y si usted las tiene, si las dudas lo atormentan, es mejor que se decida de una buena vez, y ya sabe de qué le estoy hablando. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén”.
P.A. “Amén”.
El padre Benito me miró de arriba abajo, observó la hora en un reloj de cadena que llevaba en el bolsillo de su pantalón y me hizo señas para que le apuráramos. Llegamos a la capilla para la misa de siete dos minutos antes de la hora indicada. Nos cambiamos a toda prisa, o mejor dicho, nos envolvimos en nuestras sotanas y túnicas, nos echamos agua en la cara y salimos al altar. Él, de blanco y púrpura. Yo, de blanco y negro, con una campana en mi mano derecha y el incensario en la izquierda. Por fortuna, el oficio duró muy poco, y cuando menos lo esperaba, luego de haber estado entre sueños y vigilia, oí que el padre decía
P.B. “La paz del Señor esté con vosotros, podéis ir en paz”.
Como cuando era muy niño y mis padres me llevaban a misa los domingos, apenas escuché el podéis ir en paz, apreté mi puño como si hubiera ganado el Mundial de fútbol, y despierto de alegría, recogí las cosas del altar, la sangre de Cristo y su cuerpo, limpié el mármol, me quité la túnica blanca de acólito, le hice una reverencia al padre Benito y subí a mi habitación. Por fin había finalizado el día más largo de mi vida. Me tiré en la cama con ganas de fumarme un cigarrillo, como veía en las películas que lo hacían los personajes que querían pensar o recordar, y entre el humo imaginario de mi cigarrillo invisible, como de un lejano eco que se acercaba, empecé a evocar a Vanessa, y luego, a la señora Sandoval. Pasaba de una a la otra, y sonreía como un idiota redomado por una y por la otra.
A lo lejos, como todas las noche antes de dormir, por los parlantes del seminario pusieron música clásica. Ese domingo, como no podía ser de otra manera, sonó el Ave María de Haendel. Todavía hoy, después de tantas cosas que pasaron, luego de tantas dudas, pecados, caídas, levantadas, peligros, miedos y angustias, me acuerdo de esa noche como la más feliz de mi vida. Aún no había pasado nada de lo que pasó, por supuesto. Por eso todo era mágico, o magia por llegar, por vivir. Haendel estaba ahí, como siempre, para unirse a los rostros y los cuerpos de Vanessa y la señora Sandoval. No quería dejar de pensar en ellas, no quería tampoco que el Ave María se acabara. Con los últimos compases, mis latidos se aceleraron. De alguna forma, yo sentía mis venas como si fueran la parte rítmica del oratorio. Poco me importaba que el ritmo fuera por un lado y Haendel, por otro. Para mí, todo estaba perfectamente acompasado. La melodía, mi ritmo, los recuerdos, mis pensamientos, lo que sentía y lo que imaginaba que podría llegar a ocurrir. Cuando apagaron la música, cerré los ojos con fuerza como para que no se me escapara uno solo de los sonidos del Ave María, y me vi dirigiendo una orquesta de cámara con Vanessa y la señora Sandoval como único público. Sentí mis latidos más fuertes. Sentí la piel erizada. Sentí que la vida, toda la vida, valía la pena sólo para vivir ese momento. Jamás había estado tan ilusionado, y menos, tan vivo. No había palabras, no había oraciones ni instrucciones ni misales ni obligaciones. Sólo mi silencio, y en él, mis imágenes, mis deseos y mi sonrisa idiota.
Todos los días que siguieron hasta la mañana de mi ordenación, con sus noches y madrugadas, recordé aquel domingo, y dudé sobre aquel domingo, porque cuando me acostaba a dormir o me desvelaba, juraba que al día siguiente me iba a escapar del seminario con cualquier excusa para buscar a Vanessa o a la señora Sandoval. No obstante, cuando amanecía, con las misas y los diálogos y el estudio y los compañeros y el padre Benito y las tareas y lecciones y las comidas, el impulso de la noche anterior se diluía hasta convertirse en un punto negro, que volvía a crecer bajo las cobijas. Según pasaban las noches, la intensidad de mi juramento también aumentaba, y aumentó casi hasta explotar durante las horas que le antecedieron a mi ceremonia de grado, pero ese día, por lo menos, tenía la excusa de la ordenación, de manos del Obispo y ante el padre Benito y mis compañeros.
A las diez de la mañana del lunes siete de julio de 1986, oficialmente, yo ya hacía parte de la jerarquía de la iglesia católica. Me sentí tocado por la gracia divina del Señor, y bendecido por todos los ángeles, cuando el coro del seminario cantó el Ave María de Haendel. Quise llorar. Supe que muchos sacerdotes habían llorado en el instante en el que les imponían el orden sacerdotal. Yo me contuve. Pensé en la señora Sandoval y en Vanessa para no recordar viejos tiempos, múltiples esfuerzos e infinitas tareas y obligaciones. Y comulgué, por vez primera como cura, cerrando los ojos e imaginando lo que imaginaba cada noche, y entre cuadros perturbadores cesó El Ave María.
Fernando Araújo Vélez
(Versión original del libreto de Yo confieso)