Ani -ahora Anora- está sentada como copiloto. Igor le entrega el anillo de bodas, que era la promesa de otra vida, y le pide que no le diga a Toros. Ella lo mira a él -y a los espectadores, que ahora somos ese ruso torpe, divertido y noble-. Se abalanza sobre el asiento del conductor, dispuesta a agradecerle con lo único que siente que puede dar: sexo. Igor la toma de la cabeza y la atrae para darle un beso. Ella se resiste, él no cesa en su esfuerzo. Anora -antes Ani- llora desconsoladamente.
Con apenas unas pocas palabras, esa sola escena justifica por qué Anora ganó el Óscar a mejor película, mejor guion original y mejor actriz -con una interpretación arrolladora de Mikey Madison, una de las grandes promesas del Hollywood actual-. Sin embargo, en X e Instagram la discusión se ha desviado.
Hilos, posts, carruseles y reels insisten una y otra vez en que Anora glamuriza el trabajo sexual. Señalan a su director, Sean Baker, de seguir una y otra cuenta polémica. Critican el discurso de Maddison al recibir el Óscar. Citan diálogos aleatorios y sin contexto en los que se usan términos peyorativos. Comparan el guion con el de Un dolor real -significativamente más largo- y dicen que es mejor, justamente, por su extensión.
Incluso, como argumento acuden a otra película de 2024, La Sustancia, para criticar a Anora. Con Demi Moore, la historia de la francesa Coralie Fargeat relata la obsesión de una mujer por mantenerse relevante en el mundo de la industria. Para ello, toma una sustancia que promete ofrecer “su mejor versión posible”, representada por Margaret Qualley. La película, de manera visceral -con planos incómodos y exagerados- y un poco obvia por lo directa que es, muestra cómo las dos, Moore y Qualley, Elisabeth y Sue, son manejadas por una industria que las ve como objetos maleables.
Sin embargo, los nuevos críticos de Anora aseguran que es un relato sobre el envejecimiento. Y con un tufillo de superioridad insisten en que el triunfo de Madison sobre Moore reconfirma el argumento de La Sustancia. No ven, sin embargo, que es su hipótesis la que le da la razón a Fargeat: ponen en pugna a dos mujeres que no se odian para celebrar su propia moralidad.
Todo eso que ocurre, todas esas preguntas -que suelen surgir cuando una buena película gana en la Academia, como pasó con la maravillosa Pobres criaturas de Yorgos Lanthimos en 2024- son el reflejo de la poca capacidad de disfrutar una historia. Quienes critican insisten en encontrar todo lo moralmente cuestionable. Olvidan que la ficción es un pacto de mentirosos y no una declaración de principios. Que una historia, a veces, es solo una historia.
Pero ahora, en un mundo habitado por personas en pedestales morales desde los que deciden sobre lo bueno y lo malo, eso no es suficiente.
Y tampoco es suficiente la sutileza. La última escena, descrita simplonamente en este artículo, respondió en un par de minutos silenciosos todos esos cuestionamientos, incluso antes de que se hicieran. Sin embargo, el espectador moderno hoy espera un discurso. Quizá deseaban que Anora, mirando a la cámara -y no a Igor-, dijera: “la prostitución es mala. Y como ven, Anora no entiende una forma distinta para relacionarse con los hombres, que siempre la han utilizado, a través del sexo”. Quizá así estarían satisfechos, aunque seguramente no.
Y no pasa solo con Anora y La Sustancia. También ocurre con la brasileña Aún estoy aquí, ganadora a mejor película extranjera y que relata la historia de Eunice Paiva, una mujer víctima por partida doble de la dictadura brasileña: fue detenida ilegalmente y torturada por los militares y su esposo, Rubens Paiva, desaparecido.
Aunque no es explícita como otros relatos de esa época de terror en América Latina, la historia cuenta descarnadamente el dolor de sobrevivir y la incertidumbre de la pérdida y, sobre todo, de la búsqueda sin la certeza de si el desaparecido vive o no. Y es una película bella. Las actuaciones, sobre todo la de Fernanda Torres, la fotografía, el guion (en su mayoría) son cuidadas y bien ejecutadas.
Pero los espectadores no disfrutan eso. Disfrutan que, citando a una página en Instagram, sea una “poderosa herramienta para la memoria histórica”. Porque hoy el arte no puede ser solo arte. Si no tiene una lección, una que nos guste y que se acomode a los subjetivos requisitos morales, entonces no es buena. No disfrutan del cine por el cine. Esperan siempre una lección. Y una que sea directa, que no los fuerce a pensar mucho, que justifique sus propios sesgos, que no los desafíe. Esperan reflexiones en clave de TikTok.
El problema, claro, no es de las historias ni sus creadores. Si un relato -sea una novela, un cuento o una película- apuesta por tener un mensaje político y tomar una postura, es valioso como una decisión artística y tiene la libertad de abordar ese mensaje como desee. El problema es la expectativa de evaluar las historias por una postura, de no disfrutarlas si no la tiene o si se aleja de las creencias propias. El problema es esperar que el cine sea una moraleja.