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Chaparock. Viernes, 10:00 p. m. 1998.
Las paredes opacas se tiñen de colores vivos: azafrán, aguamarina, eucalipto. Si hasta parece que se huele la melodía cuando la idea musical de la guitarra golpea las estructuras. En los espacios inertes se dibuja la vitalidad, lo de los cuerpos vivos es ya una fiesta de los sentidos. Toda la sangre puesta al servicio del mismo caudal, un caudal caliente, genuino, perfecto, un caudal de sonidos. Por la corriente bajan percusiones, armonías, gargantas apretando las palabras. AC/DC está sonando…
Remembranza de noche, contada en voz alta. Viernes 10:00 p. m. 2018.
Ganas terribles de bar, rock y cerveza, espantadas por la soledad de un cuarto que se puebla de fantasmas…
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El Zurdo y yo nos criamos juntos, en medio de calles empedradas y de apagones desde las seis de la tarde, oscuridad y hampa reinas de la noche, pura barriada periférica, ¿sí entiende? Pero la sintonía nunca la tuvimos con el hip hop. Los hijos del grafiti, del rap y del break dance eran los otros muchachos que crecían a la par en nuestra cuadra y en las aledañas, esos mismos que empezaron a excluirnos cuando se dieron cuenta de que lo nuestro era otra vuelta, otra línea musical, otro discurso; en ultimas, otra filosofía, una distinta que nos empezó a hacer entender la vida de diversas maneras y con diferentes orientaciones. Por los oídos fue el chorro del rock and roll el único que nos supo encharcar armónicamente las neuronas. Y cuando crecimos y estrenamos juventud, la cartografía de la ciudad nos enseñó cuáles eran nuestros lugares, y nos aprendimos de memoria todo ese pedazo de concreto. Caminábamos por las noches furtivas, porque el rock and roll que nosotros amamos, con el que crecimos, siempre fue nocturnal. Nuestras Rebook clásicas empezaron a reconocer por sí solas las calles del barrio Amapola, hervidero central de hard rock en la ciudad, y el bar Chaparock, que empezó a ser la casa, el espacio donde se diluía lo banal y cobraba vida la sed de infinito que proyectábamos cuando empezaban a querer reventarse los bafles. Ubicado en todo el centro de ese caminito del diablo que era la 31 de marzo a las diez de la noche un viernes o un sábado a todo taco, Chaparock siempre tuvo sus puertas abiertas para nosotros. En ese tiempo, conocidos, éramos un combo como de diez soldados fieles al ejército de AC/DC, antes de entrarle llegábamos apenas con sobraditos de esquinas en las cajas de vino en cartón, el último sorbo era casi retado a duelo. Todavía conservo el recuerdo en la lengua cuando los domingos por la tarde empiezan a saberme amargo, me concentro y alcanzo a sentir el sabor del último chorro bajándome por la garganta, luego la caja desocupada al lado del poste de luz y por último el letrero iluminado del bar al frente con las puertas abiertas de par en par, los andenes atiborrados de comida chatarra, de vendedores de hierba al oído, y la gente abriéndonos paso:
-Cuidado, cuidado, denle pista a los mechudos…
Las frentes se estrellaban levemente sellando pactos transitorios mientras desde el fondo You Shook Me All Night Long se nos metía por los oídos. Las carcajadas festivas estallando con ímpetu. Puros diálogos de alucine, que el tiempo diluiría con certeza, como toda promesa que en su interior no guarda el para siempre. Adentro, la música del bar, ya cambiado el vino por cerveza, el calor en la sangre, la vida transitando entre melodías y los códigos conectándose; una noche más de algo que con el tiempo la ciudad nos fue quitando...
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O tal vez también nosotros se lo fuimos permitiendo. El Zurdo ahora es coordinador de un colegio y ya ni las horas ni las responsabilidades le dan para las caminatas nocturnas de esos días que se fueron rompiendo frente a la sagacidad del tiempo. Apenas si se le ve llegando o saliendo del trabajo en su Optra, con la radio a todo volumen, quizás esa es la única conexión que tiene con nuestra esencia pasada; la barra del bar, los recitales, la cerveza de media noche, el vino barato que, ahora, tanto a él como a mí, nos hace un daño terrible. Es que fue mucho fuego lo que le metimos al estómago de pelados. Ya casi no lo veo, digamos que el Zurdo se volvió diestro y ahora es políticamente correcto. En lo que respecta al parche de siempre se lo tragaron los andenes, se fue escurriendo por las alcantarillas de calles que también fueron cambiando, se fue consumiendo entre el tinto de la mañana y la llegada puntual al trabajo. Creo que se nos olvidó ser felices. Yo no disto mucho de esa condición, conseguí un trabajo, me puse traje y le vendí las botas punteras a un primito que había pretendido seguir mis pasos y que hoy, ya retirado también, trabaja en la central de aduanas en la sección de requisas, donde tiene la orden de revisar a todos aquellos que presenten rasgos sospechosos, y es curioso ver cómo se da la paradoja, cómo el tiempo nos hace invertirnos de tal manera que empezamos a negar el pasado con acciones que siempre criticamos en el ayer, cuando juramos ser para siempre del otro bando. La poesía no miente: Ya somos todo aquello contra lo que luchábamos a los veinte. Se nos fue olvidando llegar al Amapola con esa fuerza y esa decisión de otrora. Cuchillos danzarines, fervientes, empezaron a asesinar ayeres rotos; y la sangre teñida de fiesta se fue volviendo féretro. El cadáver de la juventud de mi generación destazado reposa sobre las bandejas del olvido. AC/DC es un grupo de cinco fantasmas que ahora me azuzan en el odio cada vez menos seguido, se me borraron sus rostros aprendidos de memoria y la mierdita de la rutina, el transporte denso por las mañanas y la timbrada de tarjeta derrumbaron mi esencia primera, esa que defendíamos a las piñas cuando nos restregaban en la cara que el segundo músico de mi banda favorita se había ahogado en su propio vómito, borracho. El rock se nos empezó a morir, por lo menos, el que conocimos mientras crecíamos; crecer, la maldita trampa en la que nos toca caer a todos.
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Los años apuñalaron las esencias, no volvimos a ver los bares en las mismas nomenclaturas, empezamos a ser testigos del fenómeno, los metieron entrecalles primero, y después los vistieron con otros avisos comerciales. Chapa- rock, por ejemplo, es hoy una carnicería que guarda entre las baldosas llenas de sangre las pisadas de mis 18 años, y los acordes sonoros que se esconden entre sus paredes encierran las notas de mi nostalgia. En las fachadas, en donde antes reinaron, ahora es la bulla y el ruido de instrumentos ajenos los que ganaron el espacio. Se diluyeron entre el cemento, entre las paredes que antes hacían vibrar. Algunos, pocos, siguen erguidos entre las clandestinidades del concreto, pero a casi todos se les murieron los bafles. La intoxicación ya no valía la pena y las pantallas con los videos de los grupos ochenteros se fueron viendo sustituidas por consolas con djs que empezaron a enajenar a los pelados que estrenaban su juventud. Ahora se camina por el Amapola o por la 31 de marzo y ya la gente no da paso diciendo “Ahí vienen los mechudos, con sus Rebook clásicas y sus jeans ajustados a las piernas, con full candongas colgándoles de las orejas”. Ya el pelo en mis amigos no luce desordenado y largo, la gomina aplacó las melenas de león y las oficinas de 8:00 a.m. a 5:00 p. m. ahogaron para siempre los gritos de rock de mi generación.
En sueños, el rock and roll me tira del corazón; se lo quisiera llevar.